Por Gabriela Pousa |
Si a Cristina Kirchner se le pedía que hable de inflación,
el silencio era ensordecedor. Si acaso se demandaba alguna alusión a la
inseguridad, ese término se acallaba en la oratoria presidencial. Nunca el kirchnerismo respondió a las
demandas perentorias del pueblo. Es más, las carencias de la sociedad eran
consideradas “sensaciones”, inventivas de apátridas, cipayos, oligarcas y
desestabilizadores.
Durante los últimos días, incesantes fueron los pedidos a
Mauricio Macri para que hiciese hincapié en cómo recibió el país después del 10
de diciembre. Pues bien, casi la mitad
de los 62 minutos que duró el discurso, el Presidente demostró que escuchó y
aludió a la herencia de la gestión anterior. Un cambio de singular
trascendencia en lo que respecta a la dirigencia.
“La inseguridad no es una sensación. Es un flagelo negado
sistemáticamente, que a su vez generó otra violencia, la verbal. Hoy la
argentina es un país próspero para los narcotraficantes“. Ambas frases
sitúan a Macri en un punto de partida realista. Ya no existe el país de
maravillas que pintaba Alicia, perdón Cristina. De ese modo, el discurso consiguió un equilibrio básico
entre lo caótico de la situación y las posibilidades de enmendarlo.
No hubo optimismo
exitista sino conciencia de la realidad y destierro del relato. Un gran
paso dado. La década ganada se desojó en un santiamén: “Entre 2006 y 2015 pagamos
694.000 millones de dólares más que en la década anterior. Encontramos un
Estado destruido. Faltan documentos, no hay estadísticas. Cuesta encontrar un
papel”. Si acaso el ahorro es la base de la fortuna como alguna vez
supo ser, Macri desnudó los infortunios: “En
estos años de vacas gordas no ahorramos, sino que nos cominos nuestras
reservas”. A ese “nos comimos las reservas” hay que agregarle que con ellas
también deglutimos parte del futuro.
Claro que toda deuda que se hereda hoy atañe a lo económico,
y en la apertura de sesiones del Congreso quedó claro esto: “Nos
encontramos con un Estado plagado de clientelismo. Al servicio de la militancia
política y que destruyó el valor de la carrera pública”. A esa
destrucción debe sumarse la desaparición lisa y llana de valores, principios,
tradiciones, cultura y educación.
La pirámide de jerarquías se hizo trizas. Los docentes, los
policías, los mismísimos padres de familia quedaron superados por infantes con
“derechos” ampliados, es decir con el extraño derecho a menoscabarlos, a no
escucharlos, a ignorarlos. Ese default
de moral se plasmó con más ahínco todavía en la administración pública donde el
interés particular superó al interés público o social.
Macri no titubeó: “La corrupción mata, como lo demostró
Cromañón, Once y rutas de la muerte. La corrupción no puede quedar impune”.
La gente hoy, además de pedir un freno a la inflación, quiere ver responsables
tras las rejas. Es cierto que ese deseo no debe terminar siendo similar al del
revanchismo instaurado por el kirchnerismo. Existe el peligro de crear una corriente macrista tan extremista y
fundamentalista como lo fueron los militantes de Néstor y Cristina.
El pedido de justicia es lícito pero no es al jefe de Estado
a quién debe hacérselo. Hay un poder judicial que debe recuperar su naturaleza
intrínseca: la independencia a la hora de actuar, la dignidad, la valentía. “Será
una tarea de la Justicia determinar si esta herencia que recibimos es fruto de
la desidia, de la incompetencia o de la complicidad”. El mandatario le
mandó así el mensaje a jueces y magistrados.
Lo cierto y rescatable es la conciencia que hay en la actual
administración por restaurar los cimientos éticos perdidos durante el
kirchnerismo. Hay una crisis cultural
profunda que Macri descubrió al decir que “la
negatividad es el principal problema de la Argentina. El creer que la
corrupción era una forma de ser de los argentinos, que la pobreza no tiene
solución. Quiero denunciar esa visión triste, aplastante, frustrante, porque no
es verdad, puede cambiar y ya lo estamos cambiando”.
Esto implica la necesidad de cambiar el ser más allá del
tener. El discurso fue por eso también, un
pedido desesperado del Presidente: solo no puede. Lo había dicho durante la
campaña: “si quieren un mago voten a Copperfield”, sonó desafiante y
poco sutil pero certero hasta el tuétano. A muchos no les gusta la verdad, la
mentira les seduce más. Hoy están desahuciados porque la ficción solo pueden
verla en cine o televisión.
“Tenemos que alejarnos definitivamente de la viveza criolla mal
entendida. Hay que cambiar la cultura del atajo por la cultura del trabajo y el
esfuerzo que dignifica”, un modo sencillo y claro de advertir que el
clientelismo pasará a ser cosa del pasado. El Estado al servicio de la gente no
es un Estado benefactor que reduce al ciudadano al rol de esclavo.
“La inflación existe porque el gobierno anterior la promovió como
herramienta económica válida. Siempre estuvimos en contra de esa mirada. La
inflación es perversa. Destruye el poder adquisitivo de los más débiles”,
el objetivo de máxima en lo económico quedó claro en la alocución aunque los
ciudadanos prefieran verlo plasmado en actos más que en enunciados. Ese es
ahora, el desafío del Presidente de la Nación.
Breve, conciso, crítico
pero conciliador fue el discurso de hoy. El kirchnerismo interrumpió
salvajemente recordándonos que tienen la naturaleza del escorpión. Se sintieron
aludidos, un buen síntoma porque significa que reconocen el error. De todos
modos, esperar un mea culpa es como esperar a Godot. Ese germen populista y
demagogo subsiste en la política argentina. Van a fagocitarse, los
kirchneristas no morirán por acciones ajenas a sus miembros sino por
implosión.
La astucia del nuevo mandatario se plasmó en la referencia a
la asignación universal por hijo y en el 40 aniversario del golpe de Estado. Algunos dirán que eso sigue inflando el
gasto público, pero el caudal electoral de Cambiemos en la última elección
obliga a optar por gradualismo y no shock. Macri develó la cuestión, y a su vez
fue un modo de decir que no vino a destruir y recordar que estamos frente a un
gobierno democrático. Hay sectores de la sociedad que olvidan eso con
facilidad.
Un año atrás, a quienes no comulgábamos con el quehacer
oficial se nos acusaba de “Idiotas, necios, estúpidos”, sin
eufemismos. Esos fueron los vocablos
elegidos por Cristina en las 4 horas de relato en marzo pasado. Los gritos
fueron desproporcionados, la ira de la ex mandataria signó el año que pasó.
Macri no se inmutó frente a los carteles que llevó la oposición, no insultó ni
buscó enemigos. Recalcó la necesidad de unir a los argentinos, algo que por
el momento no parece que vaya a suceder.
El odio sembrado está cosechando, una pena sí, pero también
una verdad insoslayable que no puede negarse. Los modos son distintos,
distinta es la perspectiva de Argentina con miras al futuro. Antaño se nos pintó un país de maravilla
donde todo había sido hecho e inventado entre el 2003 y el 2015. Hoy
la cosa cambió: se nos mostró la Argentina sin maquillaje pero con la
posibilidad de volver a verla producida y radiante.
Sin embargo, el jefe de Estado fue claro: todos estamos
involucrados. Hasta no entenderlo seguiremos viviendo del acervo patrimonial
heredado. Las medidas que enunció son
promisorias: devolución IVA alimentos, el camino al 82% móvil a jubilados y
sobre todo el concepto de “gobierno abierto” y acceso a la información pública.
Asignaturas pendientes que parecían jamás iban a rendirse. Luego habrá que ver
cómo sale el examen. La teoría y la práctica son cosas diferentes.
Hoy Macri debía hablar
no hacer. El hacer se evaluará después.Y habló. Habló lo suficiente, lo óptimo,
lo hizo con corrección, énfasis y también discreción. Eso votó la ciudadanía.
Adiós desmesura, adiós.
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