Por Arturo Pérez-Reverte |
Les habrá ocurrido muchas veces. En ocasiones, una simple
palabra, un aroma, una imagen, desencadenan una sucesión de recuerdos gratos o
ingratos. En este caso fueron gratos. Me ocurrió ayer mismo, cuando un amigo
dijo que tenía a su hijo de nueve años en la cama, en pijama y sin ir al
colegio, porque estaba resfriado. Con un catarro. Y el comentario me salió de
forma automática: «Un día de felicidad», dije. Luego, tras un instante, caí en
la cuenta de que no para todos es así. Que para muchos no lo fue nunca.
Pero mi
primera asociación de recuerdos, la imagen que conservo, las sensaciones,
responden a eso. Yo fui un niño afortunado, y aquéllas fueron horas dichosas.
También fui un adulto afortunado, supongo. Más tarde, la vida iba a darme
momentos formidables, buenos recuerdos que conservo junto a los malos y los
atroces. Que de todo hubo, con el tiempo. Pero nada es comparable con aquello
otro. Un día en casa, griposillo, acatarrado, con nueve años y en pijama, era
-lo sigue siendo en mi memoria- lo más parecido a la felicidad.
Estabas resfriado, tenías fiebre. Décimas. Una mano
entrañable se posaba en tu frente y escuchabas las palabras mágicas: «Hoy no
vas al colegio». Tu hermano, vestido, repeinado y con la corbata puesta
-aquellas odiosas corbatas con el nudo hecho y un elástico en torno al cuello-,
te miraba con envidia mientras cogía la cartera y se iba camino del colegio. No
podías levantarte, ni salir a la calle, ni corretear jugando por casa. Pero en
tu cuarto, junto a la cama, había un armario lleno hasta arriba de libros, pues
el día de la primera comunión tu madre había pedido a los amigos y la familia
que no te regalasen más que eso: libros.
De ese modo, entre los ocho y los nueve años habías reunido
ya una primera y aceptable biblioteca propia: Quintin Durward, Ivanhoe, El talismán, Un capitán de quince años,
Robinson Crusoe, Dick Turpin, Canción de Navidad, Los apuros de Guillermo, Con
el corazón y la espada, Cuentos de hadas escandinavos, Hombrecitos, La isla del
tesoro, Moby Dick, Cinco semanas en globo, Corazón, La vuelta al mundo de dos
pilletes... Había medio centenar, sobre todo de aquellas
estupendas Colección Historias y Cadete Juvenil, y a eso había
que añadir los tebeos que cada domingo comprabas con tu pequeña asignación
semanal: historietas de personajes que todavía hoy, cuando los encuentras por
ahí, regalas a tu compadre Javier Marías, que compartió los mismos territorios:
Dumbo, TBO, Hazañas Bélicas, El Jabato, El capitán Trueno, Pumby, Hopalong
Cassidy, El Llanero Solitario, Gene Autry, Roy Rogers, Red Ryder, Supermán...
De tanto leerlos tú y tus amigos se rompían, así que tus padres los hacían
encuadernar en gruesos volúmenes, para que durasen más. Y toda aquella
deliciosa biblioteca, esos libros y tebeos que eran puertas a mundos
maravillosos, a viajes, aventuras y sueños, te rodeaban en la cama, hasta el
punto de que recuerdas perfectamente tus piernecillas aprisionadas por la
presión que todos esos libros, a uno y otro lado, ejercían sobre la colcha.
Era la felicidad, como digo. Páginas y páginas. Un
termómetro bajo la axila, que se caía al hojear los libros. La llegada del
médico: un señor mayor que olía a tabaco y siempre llevaba un cigarrillo
encendido entre los dedos, y que miraba tu garganta metiéndote en la boca el
mango de una cuchara. Luego llegaba el practicante, que hervía la jeringuilla
en un fascinante infiernillo de alcohol, hecho con el propio estuche, y te
hacía ponerte boca abajo entre los tebeos y libros, apretando los dientes para
aguardar el pinchazo mientras te bajaban el pantalón del pijama. Y el pan
tostado y el caldo humeante, la carne a la plancha que te subían para comer; y
el sabor fuerte azucarado, a fresa excesiva, del jarabe para la tos que debías
tomar después, con cuchara sopera, antes de que todos se fueran, al fin, y tú
pudieras volver a navegar con el capitán Blood a bordo del Arabella, a la melena rubia de Sigrid,
reina de Thule, a Batanero, a Phileas Fogg, al primo Narciso Bello, al arpón de
Ned Land, a Batman, a la familia Ulises, al Corsario negro, al caballo de
Troya, a la estocada de Nevers, a Carpanta, al casco de acero con la
palabra Press de Donald,
reportero de guerra, a los tres mosqueteros y dArtagnan, todos para uno y uno
para todos, cabalgando camino de Calais tras los herretes de la reina, y a tus
propias lágrimas oyendo decir a Porthos «Es demasiado peso» en la
gruta de Locmaría. A los mejores y más leales amigos que tuviste nunca. Al
mundo fascinante que te acompañaba entonces y que, más de medio siglo después,
por la magia de una simple frase escuchada al azar, te acompaña todavía.
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