Por Carlos Fuentes |
La primera y la última, dice el maravilloso poema de Gérard
de Nerval a Artemisa... «Et c’ést toujours la seule —ou c’ést le seul
moment»... Si todas las mujeres que he querido se resumen en una sola, la única
mujer que he querido para siempre las resume a todas las demás. Ellas son las
estrellas. Silvia es la galaxia misma. Ella lo contiene todo. La belleza. El
placer erótico pero también el simple placer de estar juntos, sentarnos a
comer, dormir y despertar, caminar, viajar juntos, compartir amigos, discutir
dudas, hacer planes, entender defectos, aceptar errores, amarnos incluso por lo
que podría irritarnos o disgustamos en nuestras personalidades y conductas. La
alegría de tener hijos. La pena de perderlos.
La comunión de la memoria. El
respeto de los tiempos. Los diferentes gustos. La complementariedad de
profesiones, intelectos, emociones: somos distintos y cada cual le da al otro
lo que ya no le falta porque lo mío fluye hacia ella como lo de ella fluye
hacia mí. La urdimbre de genealogías, amistades, ciudades preferidas, la
minucia esplendorosa de comidas, restoranes, nuestra común afición por el cine,
el teatro, la ópera. Todo lo que nos une, incluso lo que podría separamos,
convertido en punto de encuentro, interrogación y al cabo alianza. Somos muy
distintos físicamente. Ella es delicada, dueña chica, rubia y con unos ojos
sensuales que cambian del azul al verde y al gris con las horas. Su aspecto es
europeo, pero su piel es mate, con un bello fulgor oriental. Su gusto por la
ropa es extremo y me deleita. La quiero porque yo soy el hombre más puntual de
la tierra y ella, puntualmente, siempre llega tarde. Es parte de su encanto.
Hacerse esperar. Los europeos del siglo XVII esperaban que la muerte les
llegase de España, para que llegara tarde. No, a ella y a mí nos llegó temprano
cuando perdimos a Carlos. Unidos desde siempre, llegó una muerte que nos unió
más que nunca. Ella sabe mantener la presencia de Carlos a toda ahora. Yo,
menos sensible o más cobarde, he aprendido a convocar a mi hijo, con una fuerza
que a mí mismo me sorprende, a la hora de escribir. Es cuando él está a mi
lado, sintiendo que en mi esfuerzo cotidiano de trabajo él cumple, de alguna
manera, su destino trunco. Sucede así que todo se prolonga y vuelve a encarnar
en la unión de una pareja. Dijo Apollinaire que hay quienes mueren para ser
amados. En nuestro caso, mi hijo está vivo porque el amor que nos unió (a
Silvia, a Carlos, a mí) está vivo en nuestras vidas. Pero es ella, la mujer, la
que revela la especificidad e inclusividad del amor. Es ella, Silvia, la que
corona mi intento vital de prestar atención, sexual, erótica, política,
literaria, fraternalmente. Pon atención o no tendrás derecho a que yo te quiera
y tú me quieras. Tomás Eloy Martínez, nuestro entrañable amigo argentino,
perdió a su bella mujer Susana Rotcker y escribió un réquiem vivo y adolorido
que termina diciendo: «Habría dado todo lo que soy y lo que tengo por estar en
su lugar. Me habría gustado verla envejecer. Habría querido que ella me viera
morir.»
Una pareja no sabe quién sobrevivirá al otro o si ambos
morirán juntos. Pero el que sobrevive será siempre, no un doliente, sino un
delegado de la muerte. El amor que se delega en la muerte se llama eros.
Después de las noches, los días, los años de la carne contigua, su ausencia
sólo se suple mediante la imaginación erótica. «El erotismo es la aprobación de
la vida hasta en la muerte», dice Georges Bataille de la novela de Emily
Bronte, Cumbres borrascosas. La sexualidad compromete a la muerte porque
reproducirse significa desaparecer. Entender esto es entender la vida erótica
después de la desaparición de la pareja. Entender esto es intensificar al
máximo la relación sexual en el presente y desbordarla, eróticamente, a todas y
cada una de las horas que, físicamente, no regresarán.
Pues, ¿no debe haber, aun en el amor más pleno, un anticipo
de pérdida que intensifica la presencia actual?
A veces, mirando dormir a Silvia, quisiera robarle el
nombre, la apariencia, la experiencia y ser el dueño absoluto de su existencia,
el guardián celoso de sus secretos. Sin ella, sólo concibo el amor ante un
espejo azogado por la memoria. Vuelvo apresurado, inquieto y hambriento, a su
proximidad. Trato su cuerpo como si fuese el mío. Aprendo con Silvia a ser, al
mismo tiempo, apasionado y respetuoso del cuerpo femenino unido al mío. Sólo la
alabo en nombre de la perfección que le otorgo, aunque no la tenga, y que ella
me ofrece, aunque no la vea.
Todas las noches dejo una nota invisible sobre su almohada
que dice «Me gustas».
Las mujeres son pasajeras del alba. Cada una es portadora de
un destino diferente. Mi destino fue encontrar a Silvia y convertir el mío en
el suyo.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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