Por Felipe Frydman
Los argentinos nos hemos acostumbrado a la pérdida del valor
del peso. Sin ir muy lejos, desde el retorno de la democracias en 1983 se han
conocido varias denominaciones del peso y cada uno de los cambios ha
significado una desvalorización frente al dólar que actúa como referente
a nivel internacional.
El austral en los ochenta, el tipo de cambio fijo
en los 90 para estabilizar la economía, la extraordinaria devaluación del 2002
para abandonar la relación de 1:1 con el dólar; cuatro años de estabilidad
y la persistente devaluación a partir del 2007 de 3 a 15 pesos.
No son muchos los países que pueden exhibir estos bruscos
cambios. Brasil adoptó el real en 1994 bajo la Presidencia de Itamar
Franco a un tipo de cambio de 1,21 por dólar. Esta moneda sufrió la crisis de
los mercados emergentes de 1997 y pasó a 1,80 donde permaneció con
oscilaciones hasta el año pasado. En 1990, el peso chileno
tenía una cotización de 304 por dólar y en la actualidad, después de
veinticinco años, varía alrededor de los 650.
La importancia de la estabilidad monetaria es reconocida por
la mayoría de los economistas en el mundo excepto en la Argentina donde siempre
se pueden encontrar motivos para discrepar y elaborar teorías
alternativas para diferenciarse del resto. La reforma de la Carta Orgánica del
Banco Central de 2012 formó parte de la discusión doctrinaria. Los
considerandos de la propuesta realzaron la intención de convertir al
organismo en un instrumento para lograr “la soberanía monetaria y cambiaria y establecer
una política financiera basada en objetivos nacionales” dejando para un lugar
secundario la defensa de la estabilidad monetaria y la lucha contra la
inflación. El parafraseo de objetivos nacionales como presentación siempre es
atractivo pero también lo suficientemente vago por sus connotaciones
valorativas que puede dar lugar a diferentes interpretaciones según quien
ejerza el mandato. Marcó del Pont seguramente no coincida con Federico
Sturzenegger en la definición de “objetivos nacionales” sin negarle a ninguno
de ellos la honestidad de sus planteos.
La desvalorización de la moneda se produce por el incremento
de precios internos que al cambiar la relación con los precios
internacionales convierte a los productos extranjeros en más competitivos
respecto a los nacionales. La devaluación aparece como la forma más rápida para
aumentar la protección y compensar los efectos de la inflación sin afectar la
competitividad. En los últimos años, la inflación pasó a formar parte de los
instrumentos de política económica como consecuencia de utilizar la política
monetaria para financiar el déficit presupuestario. Ni Axel Kicillof ni Marcó
del Pont tienen en su agenda los problemas que pueden causar las políticas
monetarias porque su visión está enfocada a las cuestiones de la estructura
productiva. La estructura es el factor determinante de las relaciones y los
temas monetarios son considerados como un reflejo. Esta explicación donde no se
perciben las interrelaciones entre los factores reales y monetarios podría
denominarse mecanicista.
La inflación fue también reconocida como un mecanismo para
impulsar el consumo. Ante el temor al aumento futuro de los precios los
consumidores adelantarían sus compras creando un mecanismo virtuoso de
crecimiento. Muchos economistas elogiaron este mecanismo luego de la
crisis del 2008/2009 para restablecer la confianza de los consumidores y
traccionar la producción.
En la vereda de enfrente se encuentran los economistas que
priorizan la estabilidad del valor de la moneda para impulsar las
inversiones productivas. Si los cambios monetarios son neutros existirían
mayores posibilidades para efectuar inversiones sin preocuparse por las
alteraciones financieras. El valor implícito sería constante y las inversiones
dependerían de la rentabilidad esperada. Es interesante notar que la diferencia
en los argumentos entre uno y otro constituye una reversión de las posiciones
ideológicas. La famosa derecha centrada en lo que sucede en la superestructura
financiera prioriza las inversiones en la estructura productiva mientras que
aquellos interesados en producir cambios en esta última hacen de las variables
monetarias el eje de su política económica a través de la inflación y el
déficit presupuestario. El mundo al revés.
El uso de la inflación como política económica también
perjudicó la distribución del ingreso. El Gobierno sostenía que los ajustes
anuales del salario de los trabajadores organizados servían para compensar el
aumento de los precios manteniendo el consumo pero al mismo tiempo afectaba las
expectativas porque la aceleración del ritmo inflacionario era percibido como
una pérdida del poder adquisitivo tanto de los consumidores como de los
ahorristas.
El Gobierno de Cristina Fernández fue quizás el gobierno que
más intentó alentar la utilización del peso criticando y persiguiendo aquellos
que buscaban refugio en el dólar. La batería de controles para controlar la
utilización de la divisas extranjero actuó como aliciente para atesorar el
dólar y evadir los controles. El resultado fue que en los ocho años de gobierno
la desvalorización pasó del famoso 3 a 15 pesos/dólar. Cuánto más se insistía
en forzar la utilización del peso más se recurría a la divisa extranjera
quedando la cotización oficial reducida a escasas operaciones controladas por
el Banco Central.
La inflación ha recorrido la historia argentina
convirtiéndose en un escollo para transitar el camino de un crecimiento con
equidad. Desde el famoso rodrigazo, los años finales de la dictadura después de
la tablita, el fracaso del plan austral que llevó a la convertibilidad y el
desmadre del período 2001/2002. Desde el año 2007 el país atravesó un
camino de improvisación y devaluaciones aceleradas. La racionalidad económica
no tiene posicionamiento y recuperar la estabilidad debería ser una prioridad
para convertirse en un país maduro con posibilidades de expandir la estructura
productiva para mejorar los niveles y las retribuciones del empleo.
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