Por Carlos Fuentes |
La política fue como mi segundo líquido amniótico: crecí
nadando en ella, pues entre 1930 y 1960 —mis primeros treinta años— lo mejor y
lo peor de la polis desfilaron ante mi mirada. Lo mejor fue tener desde muy
pronto un concepto constructivo y aristotélico del quehacer político: la
política como costumbre virtuosa, receptiva de los datos de la cultura, la
tradición, el respeto del individuo y el vigor de la colectividad.
Claro, no lo pensaba así de niño y adolescente. Lo sentía
así porque tuve la fortuna de crecer en dos sociedades políticas paralelas: los
Estados Unidos del presidente Franklin D. Roosevelt y el México del presidente
Lázaro Cárdenas, el New Deal y el punto culminante de la Revolución Mexicana.
Roosevelt sacó a su patria de la peor depresión de su historia mediante actos
de confianza en el capital humano de los Estados Unidos. Inspiró la fe y hasta
el entusiasmo ciudadanos. Pero le dio al Estado un papel activo para atender el
desempleo, la reconstrucción financiera, la creación de infraestructuras
modernas, la educación y la cultura. Salvó al capitalismo norteamericano y el
capitalismo norteamericano ni se dio cuenta ni se lo agradeció.
Roosevelt el aristócrata de Hyde Park era un renegado, un
baldado y quizás hasta un judío. En México, Cárdenas le dio su impulso
definitivo a la revolución. La reforma agraria liberó a cientos de miles de
campesinos secularmente atados a la tierra y si los efectos del agrarismo
fueron y son debatibles, lo cierto es que el campesino liberado pudo marcharse
a la ciudad y convertirse en mano de obra barata para el proceso —a la postre
también debatible— de la industrialización. La nacionalización del petróleo le
dio a la naciente industria mexicana combustible barato. Cárdenas sentó las
bases del desarrollo capitalista en México. La burguesía mexicana ni se lo
reconoció ni se lo agradeció. Y es que con Cárdenas, el crecimiento fue
acompañado de la justicia distributiva. Nunca en la historia de México ha sido
más equitativa la repartición de la riqueza que durante el cardenismo. Los
sindicatos obreros y agrarios cumplieron entonces su función de defensa del
trabajo. Traían en su seno, empero, la serpiente del corporativismo excluyente
y antidemocrático.
Las políticas de Roosevelt prepararon a los Estados Unidos
para participar en la Segunda Guerra Mundial. Las de Cárdenas, para demostrar
que ese combate era también una lucha ética. Su política exterior de principios
fue asimismo una política práctica de generosidad. Cárdenas le abrió las
puertas de México a la España peregrina, la emigración republicana que
fortaleció e ilustró superiormente la vida cultural de México.
Pero si éstas eran las luces de la política, las sombras
amenazaban, en esos años, con extinguirlas. La guerra de España fue el primer
signo de una política diseñada sin tapujos para el Mal. Franco la disfrazó de
cruzada nacionalista, sus obispos la bendijeron y sus aliados nazis y fascistas
la armaron. España fue el aviso de lo que venía. Jamás en la historia el Mal se
había proclamado a sí mismo Mal, abiertamente, sin justificaciones estéticas de
ninguna especie. El genocidio, la tiranía total, el racismo, el exterminio, el
Holocausto, la Solución Final. Todo estaba predicho. Adolf Hitler decidió que
el Diablo, finalmente, debía encarnar. Si Dios lo hizo con su hijo Jesús,
Satanás lo hizo con su clon Adolf. Jaspers nos advirtió a tiempo que la fuerza
de Hitler residía en su inexistencia: Hitler era el jefe vacío de las
muchedumbres desarraigadas.
La derrota de los socialistas y los comunistas alemanes en
1932 se explica porque la izquierda miraba al mundo en los túneles de las
infraestructuras económicas, tal y como lo dictaba la Biblia marxista. Hitler
secuestró las superestructuras culturales, miró a lo alto del Valhala, apeló a
los mitos wagnerianos, a los sueños y espejismos del volk alemán. Al daño y la
humillación de la paz de Versalles también, al sentimiento de superioridad
intelectual y étnica, a la necesidad física del espacio vital, el lebensraum.
Su Mal y los recursos de su Mal siempre fueron transparentes. Quizás sea más
grave el engaño del estalinismo. Aquí se trataba de llevar a la práctica una
filosofía humanista, liberadora. La perversión del sueño socialista por Stalin
—las purgas, el Gulag, la abolición de las libertades más elementales, la
paranoia del líder y la sevicia de sus suplicios— fue peor que la actualización
de la pesadilla hitleriana. Hitler nunca engañó. Stalin se puso la máscara del
humanismo marxista y burló a cientos de miles de comunistas honrados, de buena
fe, también, ilusos. Si Gide perdió la fe en 1936, Aragón la mantuvo hasta la
invasión de Checoslovaquia y Neruda hasta el informe de Jruschov al Vigésimo
Congreso del PCUS.
La Segunda Guerra Mundial se justificó. Ha sido llamada la
única guerra buena y necesaria. Nuestra solidaridad juvenil se asoció con
entusiasmo al combate contra el fascismo. Pasé los años de la guerra en Chile y
Argentina. Chile, el primer país latinoamericano que creó, evolutivamente, un
sistema democrático —de la democracia para la aristocracia a la democracia para
los partidos, la prensa y las organizaciones sociales—, era gobernado en 1941
por el Frente Popular y su presidente, Pedro Aguirre Cerda. Se respiraba un
aire de reforma social, avalado por una creación literaria que soldaba palabra
y libertad, poesía y política. Mi formación chilena tenía que contrastar
brutalmente, en mi ánimo, con la Argentina que viví en 1944. Un régimen militar
fascista, precursor sombrío de la dictadura populista de Perón, deformaba la
educación (el antisemita Hugo Wast era el ministro del ramo) y mantenía a
Argentina como un reducto político del fascismo —reducto y más tarde refugio de
los nazis en fuga.
La política podía ser el águila que vuela más alto y ve el
panorama más ancho desde «el alto arrecife de la aurora humana» que dice Neruda
en su Canto General o podía ser la bestia que se arrastra hacia Belén, el
monstruo del Apocalipsis de Yeats. La guerra fría trató de enjaular al águila y
encantar a la serpiente sustituyéndolas por un híbrido de camello y cuervo,
soñoliento animal del desierto, resistente a la sed, y ávida ave, dispuesta a
sacarnos los ojos. Los Estados Unidos, con McCarthy, sucumbieron a una paranoia
anticomunista que condujo a los inquisidores a emular lo mismo que combatían:
la intolerancia y crueldad del estalinismo. La resistencia de las instituciones
democráticas norteamericanas privó e incluso, como una prolongación de la lucha
social, originó el movimiento de los derechos civiles y las leyes contra la
discriminación racial. Hubo un McCarthy. Hubo un Martín Luther King. Pero si
dentro de su patria, los norteamericanos pueden ser a menudo el benévolo Dr.
Jekyll, fuera de ella se convierten, con facilidad, en el monstruoso Mr. Hyde.
La política de Buena Vecindad y coexistencia con la izquierda de México y
Chile, el corporativismo de Brasil, o las dictaduras del Caribe y Centroamérica
(«Somoza es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta»: FDR), se
transformaron, a partir de Eisenhower y Dulles, en una campaña anticomunista
que confundió con las políticas del Kremlin, y las combatió, las políticas
reformistas de Arbenz en Guatemala y Goulart en Brasil, la revolución seducible
y comprensible de Castro en Cuba y la limpia democracia electoral de Allende en
Chile.
Todo ello retrasó fatalmente las necesarias reformas
sociales, económicas y políticas de la América Latina, precipitó a Cuba en una
imitación extralógica del «socialismo real» tan perniciosa como la imitación
extralógica de los modelos del capitalismo autoritario en el resto de
Latinoamérica, que se tradujeron en brutales dictaduras militares en Chile,
Argentina y Uruguay. Por cuanto llevo dicho, política es un sinónimo de
reconstrucción pero sobre todo de construcción, en Latinoamérica. Chile,
Uruguay y hasta cierto punto Argentina pueden restaurar una democracia.
Centroamérica y el Caribe la tienen que construir, México tiene que transformar
la «dictadura perfecta» del poder único presidente-PRI en una democracia
imperfecta de partidos, división de poderes, fiscalización del Ejecutivo,
activación del capital humano y mejor distribución del ingreso.
¿Cómo responder a estos desafíos que son los de la
democracia? El entorno mundial ha cambiado radicalmente. Salimos del zoológico,
dijo el checo Milos Forman, y entramos a la selva. Sin contrincante comunista
al frente, el capitalismo se globalizó. La globalización es el nombre de un
sistema de poder. Pero a diferencia de los sistemas de poder anteriores, la
globalidad carece de un marco legal bueno o malo, o, dicho de manera más suave,
existe un gran déficit político en la mundialización.
A partir de la guerra fría, que creaba una suerte de
jurisdicción compartida entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y se
basaba en el equilibrio del terror nuclear, hemos atestiguado la debilidad y, a
veces, la desaparición, de las instancias tradicionales de aglutinación social
y solución de problemas.
Nación e Imperio, Estado y Comunidad Internacional, sector
público, sector privado y sociedad civil. Todas estas apelaciones tradicionales
están hoy, de una manera obvia, a veces paradójica, a veces disfrazada, en
crisis o, por lo menos, en mutación.
¿Por qué sucede esto?
Porque no hemos sido capaces de crear una nueva legalidad
para una nueva realidad.
El occidente moderno —es decir, a partir del Renacimiento—
se estructuró en torno a ideas de escasa relevancia en la Edad Media: La
Nación, el Estado, el derecho internacional, la economía mercantil-capitalista
y la sociedad civil.
¿Qué relevancia —es más, qué realidad— tienen estas
instancias en el mundo actual de la globalidad y la posguerra fría? Como la
América Latina está situada dentro de ambas premisas, se pueden aventurar
algunas ideas compartidas.
Nación y nacionalismo, por ejemplo, son términos de la
modernidad que aparecen para legitimar ideas de unidad territorial, política y
cultural, necesarias para la integración de los nuevos estados surgidos de la
ruptura de la comunidad medieval cristiana.
Pero, ¿qué es lo que provoca la aparición misma de la
ideología nacionalista?
Emile Durkheim habla de la pérdida de viejos centros de
identificación y de adhesión.
La Nación los suple.
Isaiah Berlín añade que todo nacionalismo es respuesta a una
herida infligida a la sociedad.
La Nación la cicatriza.
Y nosotros, hoy, repetimos con ellos:
Si la ideología nacionalista y la nación misma están en
crisis, ¿qué nueva ideología, qué nuevas formas sustentarán a la sociedad?,
¿cuál es hoy nuestra herida social, y qué suturas la podrán cerrar?, ¿cómo se
llamará este proceso, aún anónimo, que nos permitirá crear una nueva legalidad
para una nueva realidad?
¿Cómo serán suplidos los centros de identificación
nacionales, y colectivos?
En respuesta, nos gustaría creer que a medida que se diluyen
las instancias nacionalistas, se configuran las instancias internacionalistas.
No es así.
El caso de Kosovo demuestra los peligros y las dudas que
embargan al nuevo orden internacional.
La intervención armada contra un Estado delincuente está prevista
en la Carta de las Naciones Unidas. Lo que no está previsto es que una
organización regional, la OTAN, se arrogue el derecho a la intervención pasando
por encima del orden jurídico internacional, sembrando la confusión y la
inseguridad y promoviendo un derecho de facto a la injerencia.
No habrá un nuevo orden internacional si se permite a los
más fuertes intervenir según su capricho —sólo para encontrarse con dilemas que
dañan al derecho, a la seguridad y a las propias potencias injerentes.
Esto no significa que no haya remedio.
Todo lo contrario. La crisis de los Balcanes nos aboca a
todos a introducir reformas en un sistema internacional creado para y por medio
centenar de naciones vencedoras al terminar la Segunda Guerra Mundial, a fin de
darle, hoy, mayor representatividad y mayor agilidad a las instituciones
internacionales.
Conversando un día en Roma con el entonces primer ministro
italiano, Massimo D’Alema, convencido de que la OTAN debió actuar en Kosovo,
confesó que él había procedido con la convicción de estar en lo justo, pero con
angustia también y, sobre todo, consciente de que la tragedia pudo evitarse
actuando desde hace una década para impedirla con medios diplomáticos y
jurídicos. «No ha sido éste el caso», dijo D’Alema, pero a fin de que Kosovo no
se repita, lo que corresponde es reformar el sistema internacional creando
—cito al Premier italiano— «instrumentos de prevención de las crisis, basándose
no sólo en medios militares, sino también en recursos políticos y económicos».
En otras palabras: nueva legalidad para una nueva realidad.
Nos encontramos ante una situación en que la jurisdicción
internacional se diluye, pero también las soberanías nacionales, némesis
anterior del derecho de gentes, palidecen y se debilitan ante un asalto
imprevisto hace medio siglo.
Ese movimiento se llama la globalización y en ella ponen hoy
sus esperanzas —pero también en ella ven reflejados sus temores— muchísimos
hombres y mujeres en el umbral del siglo XXI.
La globalización somete y hasta descarta la ideología del
nacionalismo en la que se fundó el mundo moderno, pero también propone
interrogantes críticos, dentro de cada comunidad nacional, al sector público,
al sector privado y al tercer sector; a la empresa, a la cultura, a la
democracia y al Estado.
Las respuestas políticas a esta transición del Estado-Nación
al Mundo Global tardan en llegar, como tardaron en perfilarse el propio
Estado-Nación, y las instancias de soberanía, en el movimiento de la Edad Media
al Renacimiento. Vale la pena recordar que el propio Medioevo no creó un
sistema vertical e inapelable para la comunidad cristiana, sino que se gestó —y
gestó a lo que habría de sucederle— mediante un conflicto entre el poder
temporal y el poder religioso. Las pugnas entre Gregorio VII y Enrique IV,
entre Gregorio IX y Federico Barbarroja y entre Bonifacio VIII y Felipe IV de
Francia, crearon una tensión entre la Iglesia y el Estado ausente de la Rusia
bizantina y su identificación entre el Zar y la Iglesia —el césaropapismo
vigente hasta la simbiosis Estado-Partido bajo Lenin y Stalin. De la tensión
medieval de Occidente nació la democracia, a medida que la esfera temporal se
independizó de la esfera espiritual y ambas debieron aceptar y respetar la
configuración de poderes locales, políticos (justicias, tribunales, municipios)
y sociales (corporaciones) que crearon la posibilidad de un Estado nacional
soberano y una nueva serie de debates en torno a esta novedad. La política,
para Maquiavelo, es autónoma y amoral. Para Bodino política es inseparable de
soberanía y ésta excluye toda participación pluralista. Hobbes invoca un
absolutismo naturalista y sólo a partir de la Ilustración, y antes, del
parlamentarismo inglés, las clases sociales, las corporaciones y al cabo los
individuos, se convierten en actores de la vida política. ¿Asistimos hoy a un
movimiento comparable de las marejadas políticas? ¿Lograremos establecer un
orden internacional que se imponga a las jurisdicciones sin ley del mercado,
del narcotráfico, de las migraciones? ¿Habrá instancias internacionales capaces
de regular estos procesos —mercados sujetos a normas de beneficio social y
desarrollo de los países más pobres; despenalización global del tráfico de
drogas, privando a los cárteles de sus ganancias fabulosas e ilícitas; migraciones
protegidas y reguladas por la ley de protección al trabajador y reconocimiento
de su indispensable aportación a la sociedad que los recibe? Algunos signos
apuntan en esta dirección.
La consagración universal de los derechos humanos, el
carácter imprescriptible de los crímenes de lesa humanidad, el tribunal
internacional de derechos humanos, privan de impunidad a los grandes violadores
y crean una cultura de legalidad internacional que podría extenderse a las
actividades de los mercados, sujetándolos a normas de beneficio social y de
responsabilidad política. La creación del Tribunal Penal Internacional (el
Estatuto de Roma) coronará este esfuerzo por dotar de legalidad a la política y
castigar la violación de ambas.
Todo ello fortalecerá políticamente al Estado nacional, como
lo están demostrando los hechos al iniciarse el siglo XXI. No hay economía
fuerte sin Estado fuerte, no grande, sino regulador. Y no hay Estado fuerte sin
sociedad fuerte que lo sujete a mandatos políticos, normas de transparencia y
fiscalización y no sólo a celebrar elecciones periódicas sino, como dice Pierre
Schori, llenar los vacíos entre elección y elección, revocar mandatos, realizar
referendos, exigir la responsabilidad parlamentaria de los ministros, contar
con un ministerio público independiente y sujetar a juicio los abusos del
poder.
La política es algo más que un episodio electoral. Se
necesita elevar la participación política, ampliar el acceso a las
comunicaciones y asegurar que la gente conozca y reivindique sus derechos. La
política tiene que ser un ejercicio diario de derechos y de vigilancias. Más
que nunca —y aunque no esté de moda citar a Hegel— la política tiene una tesis:
el derecho, una antítesis: la ética, y una síntesis: legalidad y moralidad. Y
para compensar a Hegel, quizás nadie mejor que Burke nos recuerda que la
política es una asociación, no sólo económica, sino «en todo arte, en toda
virtud, en toda perfección».
La suma de mis esperanzas políticas no me ciega ante los
peligros de la proliferación de jurisdicciones criminales fuera de todo
control; de que una sola superpotencia ponga en jaque la voluntad mundial de
crear instancias de justicia, desarrollo y protección del medio ambiente; que
en nombre de un supuesto «choque de civilizaciones» se satanice a culturas
enteras.
Gracias a Israel, gracias al Islam, Europa volvió a saber,
el Occidente volvió a ver y nosotros, sus descendientes, no podemos suscribir
la noción de un conflicto de civilizaciones que niega la mitad de nuestro ser.
La historia sube y baja, la historia tiene ciclos y si la modernidad occidental
no existiría sin los aportes islámicos, hoy el déficit técnico en el Islam sólo
puede superarse mediante el pago generoso de una deuda universal hacia las
comunidades con fe en Mahoma.
Islam e Israel nos han dado muchísimo a todos. ¿No podemos
devolverles, en primer lugar, una voluntad de paz mediante negociaciones
generosas? Y en segundo lugar, un reconocimiento del humanismo mayoritario e
intrínseco de los pueblos árabes, rehusándonos a encarcelarlos tras los
intolerables barrotes de una sinonimia con el terror y aun, ni más ni menos,
con el mal.
De allí mis preocupaciones políticas para el nuevo siglo:
Me preocupa la salvaje explotación de los recursos limitados
del planeta y nuestro asalto contra el aire, el agua y la tierra.
Me preocupa que seamos seis mil millones de hombres y
mujeres en 2001: el salto demográfico más grande de la historia.
Me preocupa que el prejuicio y la explotación, disfrazados
de orden social, le sigan negando a las mujeres —más de la mitad de la
población del mundo— derechos elementales de trabajo, representación y libertad
corporal.
Me preocupa que la libertad del mercado se imponga,
negándola, a la libertad del trabajo.
Me preocupa que la economía global aliente el libre
movimiento de las cosas y prohíba el libre movimiento de los trabajadores.
Me preocupa un orden capitalista autoritario en el que, sin
enemigo comunista totalitario al frente, se le imponga al mundo un modelo único
y dogmático de mercado.
Me preocupa el regreso de los peores signos del fascismo: la
xenofobia, la discriminación racial, el fundamentalismo político y religioso,
la persecución del trabajador migratorio.
Me preocupa que el imperio de la droga cree su propia
jurisdicción impune, por encima de las jurisdicciones nacionales e
internacionales.
Me preocupa el deterioro de la civilización urbana en todo
el mundo, de Bostón a Birmingham a Bogotá a Brazzaville a Bangkok: gente sin
hogar, mendicidad, abandono de la tercera edad, pandemias incontrolables,
inseguridad, criminalidad, declive de los servicios de salud y educación...
Me preocupa la reanudación de absurdas carreras
armamentistas entre vecinos pobres para beneficio de vecinos ricos.
Me preocupa que por primera vez en la historia el ser humano
tenga la espantosa capacidad de suicidarse matando al mismo tiempo a la
naturaleza que, antes de la era nuclear, sobrevivía siempre a nuestras trágicas
locuras.
Me preocupa un mundo sin testigos.
Me preocupa todo lo que atente contra la continuidad de la
vida.
Todo ello es parte de la política, de la vida en comunidad,
de la ciudadanía en la polis.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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