Por Daniel Macmillen
“No se puede discutir con una canción”
Maurice Bloch
En política las palabras suelen compartir el destino de las
personas. Algunas son cortejadas y lisonjeadas todo el tiempo, otras sufren
diversos grados de desgaste, y otras son penadas con el exilio.
El poder se aferra a la palabra. Imponer vocabularios es, en
parte, imponer la realidad.
La trascendencia política de los términos no es un
descubrimiento moderno. En Las Analectas,
el alumno Tzu-lu le pregunta a Confucio qué sería lo primero que haría si
tuviese la oportunidad de gobernar. El maestro responde: “rectificar los
nombres.”
Desde la antigüedad hasta nuestros días, el poder siempre
busca el servicio de los rectificadores de nombres. Orfebres del idioma, ellos
movilizan metáforas y metonimias, forjando discursos y comunicados para
construir glosarios oficiales.
Aunque raramente se los conoce, su artesanía es esencial a
la obsesión fraseológica que domina el espectro político. Lenin, por ejemplo,
reconocía que la tarea más importante del Partido Comunista era “la selección
del lenguaje”.
Claro que algunas palabras eluden el proceso de selección.
“Democracia”, “progreso”, “pueblo”, “libertad” son indudables expresiones de
bien común. Otras requieren un poco más de deliberación y esfuerzo para
adentrarse en la imaginación pública. Para ello existe un amplio abanico de
técnicas disponibles. Algunas son sofisticadas; otras son más burdas.
Desde 1949 rige en la República Popular China un estricto
control sobre las palabras (tifa),
que detalla la fraseología permitida para la discusión política. “La democracia
dentro del partido”, “el poder responsable”, “el ascenso pacífico del país”,
son locuciones compatibles con la realidad. “Partido-estado”, “déficit
democrático” y “cárceles negras” pertenecen en cambio a ficciones de la peor
calidad.
Limitar el léxico es restringir el paisaje posible de la
realidad. Las palabras prohibidas pueden erigir otros mundos, otras historias.
Durante el Golodomor, la terrible hambruna que las
autoridades en la URSS impusieron a buena parte de la población ucraniana
durante los años estalinistas, la medicina oficial soviética aseguraba que las
víctimas habían sufrido un “agotamiento del organismo”.
Bajo el Tercer Reich los judíos deportados se habían
“mudado”, y sus posesiones saqueadas quedaban “bajo la segura custodia de las
autoridades”.
En Berlín Oriental el muro era una mera “barrera de
seguridad”.
Los Jemeres Rojos raramente hablaban de matanzas o ejecución
de individuos no deseados. Los soldados recibían órdenes de “barrerlos”,
“tirarlos” o “esparcirlos fuera de vista" (khchatkhchay os roling).
En Rwanda los agitadores del genocidio instaban al “trabajo
colectivo” para “despejar el monte”.
En la Uganda de Idi Amin los escuadrones de la muerte se
confundían con “unidades de seguridad pública”.
En economía los recortes presupuestarios son “ahorros” y los
gastos son “inversiones”. Los salarios no se reducen, se “moderan”. Los
desalojos son “ejecuciones hipotecarias”, y los servicios públicos se
“externalizan”. Los problemas son “desafíos”, y las reformas radicales son poco
más que “ajustes estructurales”. Los fondos robados del presupuesto se
convierten en “bienes afectados por error material”. Los desocupados, en pleno
período de “transición laboral”, olvidan su nueva denominación: “mano de obra disponible”.
En las guerras, o mejor dicho en “las intervenciones”, las
destrucciones se disfrazan de “daños colaterales”. Nadie pelea, todos
“pacifican”. Nadie bombardea, todos recurren al “apoyo aéreo”. Nadie muere,
algunos son “neutralizados”. Nadie es torturado, se trata de “interrogatorios
potenciados”.
Hay “operaciones” o “acciones limitadas” que siempre son
impulsadas por “urgencias morales” o “causas nobles”. En 1989, el gobierno
estadounidense lanzó la operación “Causa Justa” en Panamá. Colin Powell, el
entonces Presidente del Estado Mayor Conjunto, recordó que le gustó el nombre
porque “nuestros críticos más severos tendrían que pronunciar ‘Causa Justa’
mientras nos denunciaban”.
Las “intervenciones” siempre tienen “impactos positivos”
innegables, aunque ocasionalmente aparezcan algunos “obstáculos” en el camino.
Después de desplazar al régimen baathista tras la invasión de Irak en 2003, la
Autoridad Provisional de la Coalición definía cada ola de violencia civil como
un “pico” o “repunte” que, obviamente, era necesario eliminar.
Pero en este universo de semánticas lisiadas y significados
refundidos, a veces aparecen algunos que desobedecen a las palabras oficiales.
En 1983, en plena guerra ruso-afgana, el locutor Vladimir
Danchev de Radio Moscú modificó el guión. “Los ocupantes soviéticos quemaron una aldea”, relató. Fue condenado a
un centro de “tratamiento psiquiátrico”.
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