Por Jorge Fernández Díaz |
Hace unos años, en el número 70 de la calle Ferraz, cinco políticos
argentinos que visitaban Madrid escucharon por primera vez de boca de Felipe
González su caracterización sobre el neopopulismo. Según el líder
socialdemócrata no se podía confundir a chavistas y kirchneristas con el
progresismo a pesar de su discurso izquierdoso: "Ellos practican una
utopía regresiva", les explicó.
Es decir, una quimera desactualizada, cuyo
objeto deseado no se ubica adelante sino atrás: no proyecta hacia el futuro;
sólo busca regresar a alguna época presuntamente dorada y perdida. Lo contrario
del progreso es el retroceso, que resulta esencialmente reaccionario. De alguna
manera Barack Obama se hizo cargo estos días de esa caracterización al definir
a Cristina como "una dirigente con una retórica de los años 60 y 70".
La Pasionaria del Calafate estará, por supuesto, orgullosa de encarnar esos
ideales tardíos, a pesar de que revelan sus límites etarios y su cristalización
en una estación de la obsolescencia.
Aunque no todas las culpas le caben a la gran dama. En la Argentina hay
progresistas inteligentes y modernos, pero también cunde un progresismo
retrógrado y papanatas formado por kirchneristas y antikirchneristas, todos
unidos por su analfabetismo económico, su pereza intelectual, sus prejuicios
aldeanos y su antioccidentalismo hipócrita. Una parte de ese segmento, formado
por tiernos artistas y épicos militantes de Palermo Hollywood, apoyó en otra
época asesinatos políticos en nombre de la Patria Socialista y luego se enamoró
de un régimen autoritario y corrupto. Y muchos de los que se colocaron en la
vereda de enfrente no lo hicieron desde una lucidez superadora: algunos
comparten incluso las mismas taras que los kirchneristas, esa cosa culpógena,
arrogante y simplificadora según la cual toda la vida puede encerrarse
eternamente en izquierdas y derechas, algo tan antiguo e inservible como la
linotipia. Ciertos progres esperan la llegada de un gobierno que no sea del
palo para volver a unirse, en una amalgama feliz y bullanguera; para posar de
sensibles sociales (justo ellos que no conocen ni un pobre de cerca); para
apedrear los escaparates del capitalismo mientras van de shopping; para
criticar a Europa aunque la visiten con veneración, y para crear un nuevo
relato de virtuosos y réprobos. La palabra "sustentabilidad" les
resulta incomprensible: creen que la plata del Estado llueve y es infinita, y
que abrirse al mundo necesariamente es someterse al imperialismo. Y no se
preocupan por entender cómo se deben administrar con responsabilidad los
dineros públicos para no caer cada tanto en una crisis macroeconómica. No
reconocen la grave herencia que dejó la peripecia cristinista, y tampoco el
hecho de que nos llevará años poder superarla. Estas "almas bellas"
comparten con los ortodoxos neoliberales el deseo inconfesable de que Macri
produzca de una vez por todas un ajuste salvaje, privatice a mansalva y se
convierta en Menem ("contra el Turco estábamos mejor"), así todos se
amigarán en el repudio y se apoltronarán en sus cómodas trincheras libertarias.
Ese mismo sector le hizo todo el daño posible a Raúl Alfonsín, a quien
catalogaba como "la nueva derecha" y como "el presidente de las
multinacionales". Eso me consta personalmente, porque yo era entonces un progre
papanatas para quien el padre de la democracia resultaba un mediocre y un
entreguista; luego tuve que pedirle disculpas personales por esa tira de
sandeces. No comparo aquel alfonsinismo con el frente Cambiemos, y de hecho
habrá que castigar con dureza a la nueva administración nacional si no logra su
cometido normalizador, pero traigo a cuento todo esto para mostrar la ceguera
histórica y la pérdida del sentido común de cierto progresismo vernáculo, grupo
amplio e invertebrado que debería hacer autocrítica y refundarse, porque
fracasó como gobierno y también como oposición. Y porque esta semana cayó en el
ridículo con la visita de Obama y convalidó sin escandalizarse que notorios
corruptos e impresentables se vistieran de santos a expensas de los
desaparecidos durante la conmemoración de los 40 años del golpe militar.
El verdadero escándalo es que sus lenguaraces mantengan un trazo grueso
según el cual Carter y Obama son lo mismo que Reagan y Donald Trump, y también
que cualquier vínculo con Estados Unidos tenga obligadamente que reducirse a
las "relaciones carnales". Durante la Guerra Fría, la Casa Blanca
apoyó dictaduras tenebrosas y luego con el Consenso de Washington intentó
inocular políticas rapaces. Pero lo cierto es que ha hecho mea culpa sobre esas
etapas: adjudicarle a Obama aquellos pecados sería tan injusto como
responsabilizar a Macri por la Triple A y la guerra de Malvinas. Algunos
yanquis también utilizan la brocha gorda con nosotros, y creen que todos somos
iguales: antidemocráticos, venales y peligrosos. Obama es el mandatario más
progresista de los Estados Unidos, representante de una minoría perseguida por
el racismo, autor del más revolucionario seguro de salud para los pobres,
contrario a las incursiones belicistas a gran escala e impulsor de la paz definitiva
con el castrismo cubano. Durante sus casi ocho años de gestión se retiró de
nuestras vidas y dejó que nosotros nos equivocáramos solitos. Luego de perder
el juicio con los holdouts en Nueva York, Cristina intentó
seducirlo para que presionara a los jueces. Como Obama se negó, la despechada
nos entregó de pies y manos a las simpáticas autocracias de Maduro y
Ahmadinejad.
Necesitamos al presidente demócrata para que anoticie al mundo: ya no
somos una nación bolivariana y tampoco formamos parte de la crisis
institucional brasileña. También para que los inversores pongan los ojos en
este país irrelevante que intenta ponerse de pie con un déficit incendiario y
después de una época de aislacionismo infantil. Quienes creen que Obama viene a
someternos están tan equivocados como quienes piensan que solucionará nuestras
vidas. Quienes quieren rechazarlo como si fuera el demonio están tan
tristemente errados como quienes creen que es un dios milagrero. Necesitamos a
Estados Unidos y a Europa, y también a Rusia y a China. Necesitamos a todos
porque nos urgen créditos e inversiones, lo único que puede salvarnos de un
Rodrigazo, de una hiperinflación o de un ajuste masivo que dejaría a un millón
de personas en la calle y crearía una convulsión social. A Obama le interesa
poner como ejemplo a un gobierno que viene a reinstaurar los valores
republicanos. Y a nosotros nos conviene que a Obama le interese eso. Parece un
trato justo. No tenemos que arrodillarnos ni sacar el puñal, extremos en los
que nos colocaron peronistas de distinta extracción pero con idéntico vicio: la
fe de los conversos.
El reconocimiento de los errores norteamericanos durante la dictadura,
su homenaje a las víctimas y la desclasificación de los archivos del Pentágono
y la CIA no calmaron al progresismo, que arropó en su marcha humanitaria a
personajes patibularios y prefirió aferrarse como autómata a la utopía
regresiva. Valdría la pena que todos recordáramos aquel monólogo generacional
de Solos en la madrugada: "Van a acabarse para siempre la
nostalgia, el recuerdo de un pasado sórdido, la lástima por nosotros mismos
-recitaba Sacristán-. No podemos pasarnos otros 40 años hablando de los 40
años. Tal y como vivimos estamos fracasando. Vamos a intentar algo nuevo y
mejor. Vamos a cambiar la vida y vamos a empezar por nosotros".
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario