Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Todo el combo al que llamamos “Proceso de Reorganización
Nacional” se replicó en la mayoría de los países de la región, con resultados
menos violentos, pero igual de catastróficos en materia de derechos humanos y
matrices productivas.
No fue coincidencia: la coordinación y cooperación para
que nadie se escapara se disfrazó de “colaboración diplomática y económica”
entre países aliados, algo que se vistió de Plan Cóndor, mediante el cual
aunaron esfuerzos para destruir la subversión en el continente y, de paso,
llenarse los bolsillos de muchos billetines.
Para los más grandes, los que padecieron en mayor o menor
medida la última dictadura militar, quedarse en aquellos años es comprensible.
Para los que integramos el remanente de la Generación X, la percepción es
distinta: nacimos en dictadura, crecimos en una democracia frágil, con padres
temerosos, clima de posguerra malvinense y tanques en la calle cada dos por
tres, transcurrimos nuestra adolescencia con estabilidad económica y terrorismo
internacional, y salimos a la vida adulta con una crisis institucional
disruptiva. A nosotros la dictadura puede dolernos o no, pero por una cuestión
cronológica nos dolió más la democracia, donde nos desarrollamos y donde
formamos nuestras ilusiones y aspiraciones para la vida.
El Plan Cóndor del siglo XXI incluyó una red sistemática de
contribuciones y protecciones locales disfrazadas de patriotismo y referencias
a la preservación de la voluntad popular frente al ataque interno y cultural de
infiltraciones extranjeras. Podrá no haber tenido la planificación del Plan
Cóndor original, pero no podíamos esperar menos de estos chapuceros. Hugo
Chávez picó en punta, y en tan sólo un lustro se sumaron Lula en Brasil, Néstor
Kirchner por estas tierras, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia.
Si bien podríamos meter en el combo a Michelle Bachellet en Chile y al Frente
Amplio de Uruguay por sus tendencias ideológicas, lo cierto es que no da, ya
que fueron cómplices por omisión, por hacerse los boludos, pero no por prestar
consentimiento para el vaciamiento en conjunto.
Definir “populismo” es difícil. Probablemente se deba a que
la Real Academia Española sólo la reconoce como término despectivo, pero
convengamos que tampoco acepta “kirchnereo” como sinónimo de robo descarado en
todas sus variantes, a pesar de que desde estas columnas lo solicito hace años.
Sin embargo, creo que el verdadero motivo por el cual “populismo” no figura en
el diccionario se debe al hecho de que son tantas las variables, y tan
incoherentes sus máximos exponentes, que es casi imposible efectuar una
definición.
Históricamente, los populistas no se dividieron en izquierda
y derecha, mucho menos en los países al sur de los Estados Unidos. En esta
inmensa Latinoamérica, el reparto planteado por la Revolución Francesa existe
sólo en la cabeza de quienes quieren enfrentarse a un razonamiento contrario
recurriendo al simplismo de auto encasillarse para llenar el vacío de
argumentos, o también para encasillar al otro con el fin de desacreditarlo. El
neopopulismo toma esta cualidad de discusiones de sobremesa de año nuevo y hace
ambas cosas: se encasilla y acomoda a los demás a su conveniencia.
El primer planteo en común de todo populismo que se precie
de tal radica en la ausencia de una ideología concisa y coherente. Es cierto
que en el siglo XXI es al pedo y peligroso gobernar desde la ideología, pero el
populista no es muy de ir a la vanguardia, aunque diga lo contrario. Todos
afirman que tienen una ideología fuerte, pero la misma es tan vaga que,
dependiendo de las circunstancias, puede ir del capitalismo “con consciencia
social”, al socialismo “democrático del siglo XXI”.
Al igual que la naturaleza, la política no admite vacíos.
Ante la notable ausencia de ideologías, el lugar es suplido por la dicotomía
“Pueblo-Antipueblo”, en la cual el primero son los que acompañan, quedando el
“antipueblo” para todo lo demás. También existe el término “patria-antipatria”,
muchas veces reemplazado por “cipayo” o “vendepatria” en un claro exceso de
vanidad, como si alguien quisiera comprar un país con esa mentalidad. Bajo el
amparo de la premisa “el pueblo nunca se equivoca”, se permite cualquier cosa
en una suerte de legitimación del absolutismo por vía de una mayoría tan
superflua que, cuando ganan por más de la mitad de los votos emitidos, “tienen
el pueblo a su favor”, pero cuando pierden por un punto o por paliza, “el
pueblo ha sido derrotado por los intereses de los vendepatria”. Si ganan, ganan
ellos. Si pierden, pierde el pueblo. Porque se la darán de omnipotentes, pero
la inseguridad les brota por los poros y no pueden tolerar un rechazo.
Así como no importan izquierdas ni derechas más allá de lo
discursivo, el concepto de pueblo es tan sólo un recurso del cual se desprenden
subclasificaciones que dependen del momento. O sea: se puede hablar de pueblo como
sinónimo de “los más humildes”, o “los más necesitados” ante el aplauso
emocionado de los acólitos que no pueden ver a un pobre ni aunque se tropiecen
con él, aunque también es aceptable la comparación de pueblo con “todos los que
apoyan al gobierno”. Sí, también asombra que digan que se sustentan en la
fuerza de los más necesitados mientras afirman que ya no quedan personas
infelices económicamente.
En cambio, la diferenciación que hará la Historia (siempre
tan necesitada de clasificaciones) radicará en si a los pobres los escondieron
físicamente al echarlos de las ciudades, o si los borraron del mapa con deseos
realizados por la magia de las palabras en algún discurso. La legitimación
popular es el pase VIP para la ilegalidad, porque el pueblo así lo quiso, así
lo quiere y así lo querrá, aunque no vuelva a consultársele.
No importa de cuál populismo hablemos –puede elegir el que
quiera, de cualquier país, idioma, color o época–, todos hacen culto al líder
mientras hablan de un proyecto, modelo, programa o plan que nadie leyó. El
líder, como corresponde, disfrazará la carencia de contenidos detrás de ese
proyecto justificando que hay que hacer más y hablar menos, o que mejor que
decir es hacer, o que no hay tiempo de explicar cuando se están solucionando
los problemas “del pueblo”.
Esta ausencia de programas es la que hace que, con el pasar
de los años (a veces meses, otras días, mayormente minutos en un mismo
discurso) cambien radicalmente de actitud sin plan a la vista. En el neopopulismo
latinoamericano se acercan al capitalismo, viran al socialismo, hacen negocios
con enemigos históricos de la Patria en nombre de la Patria, están en contra de
las corporaciones, se hacen amigas de las corporaciones, niegan que una crisis
pueda afectarlos porque sus políticas que nos presentan como fundacionalistas
–recetas aplicadas hasta el hartazgo siempre con el mismo resultado pedorro–nos
blindaron, y terminan promocionando el consumo de calefones, bañarse en un
minuto, o limpiarse el culo una vez al mes.
Lamentablemente, y al igual que hace tres milenios, cuando
fue descrito por Aristóteles y Platón en una predicción que se cumple
perversamente a cada rato, el caldo de cultivo para que nazca el populismo es
el colapso del sistema racional, eso que nos jodió tanto la vida que preferimos
cualquier cosa, cualquiera, mientras nos de tranquilidad. No interesa la
verdad, con la ilusión de que son distintos, alcanza.
Conceptos como “división de poderes” son lujos burgueses que
la Patria no puede permitirse mientras “el interés del pueblo” esté en riesgo,
salvo que hayan logrado cooptar a la Justicia y al Poder Legislativo, claro.
Porque esa percepción extrasensorial que les permite decodificar lo que el
pueblo quiere, les permite “democratizar” las hamacas de una plaza, y todo en
honor al porcentaje que votó un programa que nunca se mostró, o al apoyo
popular expuesto en una manifestación que, si realmente consistiera en la
mayoría del pueblo, generarían un terremoto al saltar.
Otra bella característica de los movimientos populistas
radica en la supuesta ruptura con el statu-quo que les precedió. Pueden decirle
al pueblo que no provienen de la política o que entraron a la política para
cambiar las cosas desde adentro, como los Kirchner, Rafael Correa o Lula. Esta
aparente “no pertenencia” les da el aire de no tener que hacerse cargo de
ninguna herencia y, cuando conviene, usar el pasado como cuco. No olvidemos que
estábamos mal hasta que llegaron ellos. Y acá apuntan a un juego sádico en el
que mueven simultáneamente las piezas “pueblo”, “patria” y “pasado”. O sea: son
ellos o volver a cuando nos comíamos los piojos para matar el hambre.
Básicamente, que nosotros somos los responsables de una crisis que en realidad
fue generada por la política. Eso es lo pesado: con son “distintos”, alcanza
retóricamente para no ser políticos tradicionales, situación que aprovechan
para ser lo peor de la política clásica. Así, el clientelismo pasa a ser
“organización”, la corrupción son maniobras desestabilizadoras, la eliminación
física o tácita de la oposición que pudieron comprar es “el debate y el diálogo
constructivo”, y el sometimiento a otros imperialismos es un “cambio de
paradigmas”.
Son solidarios en el reparto de amigos. O sea, el enemigo de
ellos, es en realidad el enemigo del pueblo. La elección de un némesis
antipueblo y vendepatria único tiene sus contras: eliminado, aislado o
repelido, hay que buscar un nuevo culpable físico. Curiosamente, cuando ya se
han robado todo salen a tranzar con el primer postor que, a esta altura, nunca,
pero nunca es el mejor. Nunca.
Así es que terminamos teniendo líderes que acaban en seco
sólo con pisar Miami, París o Roma, pero que critican el consumo de culturas
ajenas a la nuestra, mientras nos hablan de patria grande y son capaces de
obligarnos a ver canales de noticias de países culturalmente tan distintos como
los del primer mundo. Estos socios gozan de un raro privilegio que los
conciudadanos contreras jamás tendrán, que es la “excepción de ideología”. Si
el populismo parece de derecha y siente el mandato divino de combatir la
insurrección del zurdaje que atenta contra los valores del Pueblo, no tiene
drama de rosquear con el comunismo cubano para tener el beneplácito comercial
de la Unión Soviética de la Guerra Fría. A los de acá se los desaparece, a los
de allá de los abraza. Si los populistas, en cambio, se auto definen como
progresistas –como si pudiéramos encontrar algo de progreso en un régimen
hiperpersonalista sin chance de disidencia– sus opositores puede ser calificados
de fachos, homófobos y estar a favor de la supresión de los derechos humanos
aunque se trate de un Nobel de la Paz, mientras hacen negocios con países
antidemocráticos, encarceladores de opositores, mataputos, o donde las mujeres
son lapidadas por coger.
Lo curioso es que para ellos nada de lo que hagan es
antidemocrático ya que se autoconvencieron de la misma locura que nos
impusieron: que democracia es lo mismo que república y que, en caso de tener
que elegir, vale más la primera, confundiendo “voluntad popular” con el sentido
de bien superior nacional, al que apelan cuando les conviene. Y si alguien
llegara a plantear que no todo votante sabe de qué carajo le están hablando,
será señalado de querer suprimir la democracia, mientras ellos buscan la eliminación
de la república. Curiosidades de la vida: la mayoría de las Constituciones
modernas plantean la destitución como mecanismo legal y afirman que el
enriquecimiento en el Estado es un atentado a la democracia. Pero bueno, cosas
que se pueden pasar por alto en defensa de una causa superior.
Lo que nadie se imaginaba es que pudieran llegar a convivir
tantos populismos juntos en una misma región y que coordinaran las estrategias
para saquearnos mientras se forran en guita. Ni siquiera en la Europa de la
primera mitad del siglo XX hubo tamaño alineamiento ideológico, dado que les
podían más los egos. Los discursos y las acusaciones contra los adversarios se
homogeneizaron en Sudamérica, como si el Foro de San Pablo se hubiera tratado
de un curso de capacitación y coordinación para el choreo sistemático. En 2002,
Chávez sufrió “un golpe de Estado” cuando en medio de un quilombo después de
voltear todo resorte republicano, presentó la renuncia generando un vacío de
poder. Tres días después volvió al Poder con más fuerza que nunca y con 19 muertos
a cuestas. Culpó a los medios, a la oposición y a Estados Unidos. En 2008 Evo
Morales denuncia un golpe de Estado. Mueren 29 personas en una fantochada que
duró 14 horas de tiros entre campesinos instigados por el oficialismo. Evo se
apuró y denunció la oposición, a los medios de comunicación y a los Estados
Unidos por desconocer la voluntad popular. La Unasur respaldó el accionar de
Evo en salvaguarda del estado de derecho. Los 29 muertos no importaron.
En 2010, Rafael Correa decide su intentona golpista, cuando
denunció el intento de la oposición, los medios de comunicación y la embajada
de Estados Unidos de querer voltearlo y matarlo. El conflicto consistió en un
acuartelamiento de una parte de la Policía que estaba en llamas después de un
recorte en el salario real. No pasó nada. En 2010 mueren seis policías
paraguayos emboscados por una facción de la subversión de aquel país, cercanos
al entonces presidente Fernando Lugo. El exobispo de los mil hijos culpa a la
oposición, a los medios y a los Estados Unidos por desconocer la voluntad
popular. Es sometido a un juicio político que, según la constitución paraguaya,
es bastante legal, aunque exprés. Es destituido. El Mercosur no quiere
reconocer al nuevo presidente por “golpista”. El tipo concilia el sueño de
todos modos. En 2012 la Gendarmería Nacional se autoacuartela en reclamo de
mejoras salariales y condiciones laborales. El Estado como empleador les paga
menos que el salario mínimo. No tienen sindicato. El oficialismo afirma que es
un intento de Golpe de Estado contra la voluntad popular –al igual que el paro
agropecuario de 2008 o la huelga policial de 2013– y, para no romper con la
originalidad, con complicidad de los medios de comunicación y los Estados
Unidos. En 2016 Dilma Rousseff demuestra que no aprendió nada a lo largo de
todos sus años en el poder y le dice a Lula que tiene un decreto para hacerlo
zafar. Lo hace por teléfono, que es igual a que un sicario despache un muerto
por encomienda. La oposición le quiere iniciar juicio político, los
manifestantes se la quieren comer entre dos panes, y mientras le toma juramento
al sospechado de megacorrupción, afirma que “esas manifestaciones no son del
pueblo, sino un murmullo golpista”, recuerda todo lo conseguido por sus dos
mandatos y el de su predecesor y mentor, y en las calles reparten panfletos en
los que piden cuidar a Dima, ya que podrían “perder la casa, el trabajo y los
planes sociales”.
Lo increíble del caso de Lula es que los negocios que le
imputan tienen relación directa con la Argentina. Es la tercera vez que me
llama tanto la atención la reacción de un mandatario sudamericano respecto a
sucesos que ocurren en nuestro país. Primero, Evo que viene a la Argentina a
jugar un partido y comerse una asado con Macri. Después, Nicolás Maduro
llamando a resistir al nuevo presidente argentino. Ahora, el kirchnerismo
residual defendiendo con uñas y dientes a Lula y Dilma. ¿El motivo? El mismo
por el cual utilizan las mismas estrategias de lástima, amedrentamiento y
discursos: que no se descubran los negociados entre los países. Porque detrás
de la fantasía de la Patria Grande, un delirio pannacionalista que supera con
creces al hipernacionalismo de cualquier populismo que se precie de tal, está
la firme convicción de quedarse en el poder para siempre, llenarse de guita
para toda la eternidad y vivir con lujos burgueses e hipercapitalistas mientras
le tiran un par de migajas al “pueblo” que tanto dicen representar.
Decía al principio que el Plan Cóndor jodió a toda una
generación antes de que la mía naciera. Y lejos estoy de querer desmerecer o
igualar el daño humano en costo de vidas. Pero la expulsión del sistema, la
condena al hambre de millones en nombre de la bonanza, y el choreo sistemático,
coordinado y encubierto entre las naciones, es la gran tragedia de mí
generación. Y de los millenials, pero ellos están en otra. Por suerte.
Martedi.
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