El programa del
presidente enfrenta un desafío de sincronía entre objetivos económicos y
fortaleza política.
Por Ignacio Fidanza |
La administración de Mauricio Macri empezó a ver el corazón
del agujero negro que deberá atravesar para soñar con un futuro más agradable
que este presente opaco de ajustes a medio camino, conflicto laboral –por
ahora- de baja intensidad y triunfos políticos con gusto a poco.
Si se concreta la derogación de las leyes cerrojo y de pago
soberano, Prat Gay finalmente accederá al famoso financiamiento externo,
regresado antibiótico para todos los males argentinos. Pero esa es otra
discusión.
Lo interesante es observar el cruce de dos curvas. El
descenso de la aprobación del Presidente y de su Gobierno –más acentuada- y la
proyectada recuperación de la economía argentina.
El gobierno de Macri tiene una debilidad estructural: para
alcanzar el quórum en el Congreso depende de dos adversarios peronistas, Miguel
Angel Pichetto en el Senado y Sergio Massa en Diputados. Macri se apalanca en
su popularidad para sortear ese déficit, consciente que ningún político sensato
–o calculador- quiere confrontar con el sentir de la mayoría.
Es decir que su Gobierno, a diferencia de los de Carlos
Menem y Cristina y Néstor Kirchner, no cuenta con un respaldo legislativo
propio que funcione como retaguardia para cuando las circunstancias exijan o
impongan una pérdida de popularidad. Dicho de otra manera: ¿Cuánto tardarían
Pichetto o Massa en abandonar su perfil dialoguista si la popularidad de Macri
cayera por debajo del 50 por ciento? ¿Qué harían si el grueso de la sociedad
estuviera enojada o decepcionada con el Gobierno?
El problema es la sincronía de los tiempos que tiene por
delante. El plan Prat Gay es de una candidez enternecedora: La pagamos a los
holdouts, salimos del default, tomamos deuda y con eso empujamos obra pública
sin emitir. Así, se reduce la inflación y se crece al mismo tiempo. Una
pregunta se impone: ¿Si era tan sencillo, porqué todavía quedan en el mundo
economías en recesión?
Pero seamos optimistas. Supongamos que lo planeado ocurre.
Igual restan algunos interrogantes: ¿Cuánto tarda en ponerse en marcha la obra
pública? ¿En llegar la prometida lluvia de inversiones, que según el ministro
Cabrera ya suma 20 mil millones de dólares desesperados por montar fábricas y
otros emprendimientos en el país?
Cualquier empresario sabe que entre que decide invertir y
esa determinación se traduce en empleos reales, pasa –según el sector- al menos
un año. La economía real exige un sinfín de decisiones que llevan tiempo, desde
conseguir el lugar para montar la fábrica, importar la maquinaria, contratar al
personal idóneo, hasta analizar en profundidad cual será el contexto
macroeconómico.
Veamos la macroeconomía. El consenso de los economistas cree
que este año la Argentina en el mejor de los casos terminará en cero y en el
peor caerá dos puntos del PBI. Los más optimistas vaticinan para el año próximo
un crecimiento de un punto. Hipótesis que por otro lado se choca de frente con
el ajuste anunciado por Prat Gay para el 2017, que es incluso más drástico que
el de este año. La pregunta obvia es: ¿Ajustará Macri en un año electoral?
Es el drama del gradualismo, cuando se parte de una
situación tan crítica como la que dejaron Cristina y Kicillof. Gradualismo
significa que si creemos a la meta de Prat Gay de terminar en el 2019 con
déficit cero, todo el mandato de Macri será una interminable sucesión de
ajustes.
¿De dónde obtendrá el Gobierno, capital político para
semejante esfuerzo? ¿Cómo pasará el test decisivo de las parlamentarias del año
próximo? ¿Con qué candidatos? No abundan y Michetti ya dijo que no cuenten con
ella para bajar a la provincia.
Los sondeos de febrero revelan una preocupante caída en la
imagen positiva del presidente –de seis a nueve puntos- y la creciente
sensación de que el futuro no será todo lo brillante que se esperaba.
Y esto nos lleva a la variable que falta en el análisis de
Prat Gay: El tiempo. Un bien muy escaso que al gobierno de Macri no le sobra. A
mediados del año próximo el proceso electoral ya estará plenamente lanzado. Es
decir que para marzo o abril la recuperación de la economía debería sentirse
con la fuerza suficiente, para revertir la tendencia de declive político
actual.
Describir estos desafíos no significa –necesariamente-
impugnar el rumbo del Gobierno ni vaticinar su fracaso. Macri ha demostrado que
tiene talento y perseverancia para ordenar situaciones muy complejas. Pero en
ningún lugar esta escrito que el éxito final está garantizado.
Por ejemplo, cierta arrogancia de sus principales
colaboradores está enajenando el apoyo de aliados claves en el peronismo. ¿Se
puede revertir? Se puede. ¿Era necesario generar esa fricción? Para nada.
¿Tiene costos? Por supuesto.
Acaso el problema central en este punto es que contra todo
lo que proclama la incesante campaña de la Jefatura de Gabinete con sus juegos
de imágenes idílicas y bondadosas, Macri parece creer que gobernar es
administrar relaciones de interés; y en ese pragmatismo implacable, olvida la
fuerza de construir afecto con los distintos.
Una extraña mezcla de pensamiento político naif y
mercantilización de las relaciones de poder, se empalma entonces con la
suficiencia del doble estándar ético típico de la cultura corporativa. Eso es
lo que gobierna en estos días.
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