Por Arturo Pérez-Reverte |
Stefano Sollima es uno de mis directores italianos actuales
favoritos. Quizá el que más. De entrada me era simpático por familia, pues su
padre, Sergio Sollima, dirigió las películas de Sandokán, entrañable personaje
de Emilio Salgari. De Stefano había visto hasta ahora los veintidós episodios
de la serie Romanzo Criminale y,
sobre todo, los siete de la primera parte de la extraordinaria Gomorra, cuya segunda temporada sigo
esperando con mal contenida avidez. Sin embargo no conocía toda su obra, pese a
ser poco abundante.
En cine, desde luego, no había visto nada suyo. Hasta que,
por casualidad, huroneando de caza por la Feltrinelli de Nápoles, di con una
película rodada en 2012 cuyo título es ACAB
(All Cops Are Bastards). Después de verla, mi afecto por Sollima se ha
vuelto veneración. No por lo buena que es la peli, que también. Sino por su
atrevimiento. Por sus cojones.
ACAB, que se basa
en la novela homónima de Carlo Bonini, es una película dura y real. Cuenta un
largo momento de las vidas de cuatro celerini,
agentes de la Célere, la brigada antidisturbios de la policía italiana: cuatro
elementos cuyo trabajo consiste en golpear a manifestantes, apoyar desahucios,
actuar, en suma, como brazo brutal de un Estado represor donde las palabras
equidad, justicia y decencia hace mucho se fueron al carajo. Ellos son esbirros
del sistema, perros de presa, y como tales actúan en su vida profesional y
proyectan las consecuencias en su vida privada. Alguno de ellos, como Cobra -el
magnífico actor Pierfrancesco Favino-, no oculta sus simpatías filofascistas, y
hasta decora su salón con un retrato de Mussolini. Son hombres duros que se ven
a sí mismos como legionarios en las fronteras del Imperio, defendiendo éstas
contra las hordas bárbaras: grupos antisistema, neonazis, inmigrantes violentos
y delincuentes en general. Y esa idea, la de soldados de Roma que defienden
el limes, no es casual. Una de
las más espectaculares secuencias de la película muestra, precisamente, cómo
los celerini, equipados con
cascos, protecciones, porras y escudos, actúan ante los manifestantes más
violentos, después de un conflictivo partido de fútbol, con una táctica cerrada
idéntica a la de las legiones romanas.
Con todo eso, lo admirable de la película es que muestra a
seres humanos. El espectador puede pensar por su cuenta. Compartir o no los
puntos de vista de esos hombres, participar o no de sus emociones y problemas,
aprobar sus métodos o sentirse horrorizado por ellos; pero lo indiscutible, y
ahí reside el valor de la película, es que en todo momento se trata de
personajes vivos, mostrados en su realidad humana y no a través de filtros
políticamente correctos, ideológicos y maniqueos. Mazinga, Cobra, el Negro, son
hombres de oficio brutal, pero seres de carne y hueso; y Adriano, el joven
antidisturbios mal adaptado al grupo, que no se encuentra a gusto con ciertos
métodos y arrastra sus propios fantasmas, tampoco se presenta como el contraste
de pureza y bondad frente a violentos malvados. Todos se mueven en los confines
turbios de vidas singulares, teniendo propias y buenas razones para hacer lo
que hacen, o lo que dejan de hacer, o lo que permiten hacer a otros; o para
poner, por encima de todo, la lealtad personal de hombres que viven en
territorio hostil, guerreros condenados, soldados perdidos de una causa en la
que, a estas alturas de la película, de la política y de la vida, resulta
demasiado difícil creer, tanto en Italia como aquí, en España.
Y es a propósito de España, precisamente, cuando ver ACAB supone un ejercicio muy
interesante del que, incluso ante Italia, los españoles no salimos bien
parados. Porque se necesitan mucho talento y valor para hacer esa película dura
y ambigua sin buenos ni malos, sin etiquetas ni clichés fáciles. Un ejercicio,
ése, para el que la vieja sabiduría italiana, su sentido común e inteligencia,
resultan imprescindibles. Dudo que en España alguien se hubiera atrevido a
rodar una película como ésta; y de haberlo hecho, para no quedar mal con el
ambiente de etiquetas facilonas y lugares comunes, aquí habrían sido guardias
ultrafascistas y malísimos, de los que golpean sin remordimientos a ancianas
desvalidas, todos con la foto de Franco en la cartera; y el joven policía con
escrúpulos habría sido un inmaculado santo laico, de moral y finura
conmovedoras. O al revés, claro, según las épocas, los lugares y quienes
manden. Como de costumbre. Como siempre. Pero claro: uno escucha el discurso
intelectual de los agradecimientos en cualquier gala de los Goya y comprende
que no damos para más. Que no puede ser de otra manera.
© XL Semanal
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