Por Beatriz Sarlo |
Han pasado cuarenta años
del golpe de Estado; en junio habrá pasado medio siglo del que derrocó a Arturo
Illia. En esa década que va entre 1966 y 1976 se preparó la tormenta que cerró
el horizonte a partir del siniestro 24 de marzo.
En ambas fechas, un periodismo
mal informado, confundido o cooptado proporcionó a sus lectores un cuadro de
marasmo político (en 1966) o de inconmensurable desorden interno (en 1976), que
no tenía otra solución que la que se preparaba en los cuarteles.
Frente a un
gobierno que no actuaba (el de Arturo Illia) o frente a un gobierno peronista
en disolución que no estaba en condiciones de enfrentar los hechos de
violencia, en parte generados desde su mismo corazón por la Triple A; entre un
presidente blando y lerdo, como se dijo de Illia en las poderosas revistas
semanales que lo caricaturizaban como una tortuga; y una presidenta como Isabel
Perón que se refugiaba en Ascochinga, muchos argentinos, apoyados por tesis que
difundían los grandes diarios, y el menos leído, pero muy infuyente La
Opinión de Jacobo Timerman, creyeron que el golpe llegaba para
restaurar el orden. La fatal equivocación explica el apoyo o la indiferencia
civil que acompañó a los tanques.
La sociedad (nunca más
justo ese término que tenía pocas excepciones) terminó eligiendo entre “orden”
o “anarquía” sin querer enterarse del precio que pagaba. No necesitó otros
motivos que el caos de los últimos meses de Isabel Perón y la violencia entre bandos
armados. Se creyó que el golpe traía una promesa que llevaba como inmerecido
nombre “Proceso de Reorganización Nacional”. Los partidos aceptaron convencerse
de que esos militares eran caballeros que llegaban a restaurar un sistema
político que ya no servía por defección e incapacidad de sus mismos dirigentes.
Le proporcionaron a la dictadura funcionarios, intendentes, diplomáticos.
Fueron colaboracionistas incapaces y cómplices. Ellos también habían dejado de
entender.
Si se me permite un
recuerdo: en aquel entonces, yo era parte del activismo pequeño burgués de un
partido marxista y conocía el clima de las entradas y las salidas de fábrica. Mis
compañeros obreros, salvo los muy enceguecidos por una línea partidaria, no
podían organizar su experiencia de violencia cotidiana, la portación de armas
por gente hasta entonces pacífica, los rumores de muertes, la militarización de
quienes en muchos casos habían sido camaradas y amigos. Nada podía
interpretarse con las claves que hasta entonces se usaron; la realidad se
disgregaba como si fuera una construcción arenosa, donde todo paso abría un
agujero en la superficie que, antes conocida, ahora se volvía un pantano lleno
de trampas. Aunque tuviéramos “línea política” no estábamos en condiciones de
contestar las preguntas más elementales ni respuestas capaces de orientar actos
cotidianos: ¿tenía sentido dejar un paquete de volantes en casa de esa obrera,
aunque si eran encontrados a ella seguramente le costaría su libertad o su
vida?, ¿podía pedirse a ese compañero de Ford que hablara en la asamblea,
aunque lo mataran al día siguiente? Es increíble el modo en que la convicción
ideológica vuelve despreciables los propios riesgos, pero también aquellos que
tomamos sin avisar a quienes ponemos en peligro en nombre de la revolución o la
liberación o el pueblo. Nos habíamos vuelto implacables creyendo que éramos
generosos y valientes. Atribuíamos a todos nuestra propensión intelectual al
sacrificio.
Pensar los errores. En estos cuarenta años hemos maldecido a la
dictadura y está bien. Pero en 1985 comencé a preguntar si, ya en condiciones
de democracia, no era momento de que nos examináramos nosotros. No sólo
los que fueron guerrilleros sino también quienes pensábamos que la guerra
vendría después, cuando “estuvieran dadas las condiciones”. El repudio que
recibió mi pregunta de 1985 fue casi unánime. Y eso que no había Twitter.
Como sea, la cuestión
sigue intrigándome. La incapacidad para pensar los errores parecía prolongar,
en la débil transición democrática de los 80, los silencios de los años
anteriores. El golpe no sólo mató, torturó e hizo de-saparecer a miles. Logró,
por el terror, interrumpir la vida política, incluso en sus formas más
elementales. Para algunos de nosotros, sin embargo, la discusión sobre el
peronismo y la iquierda revolucionaria debía comenzar ya, incluso en las peores
condiciones. Pero eso tenía mucho de abstracto y era discutido con
argumentos morales: no hablar de las víctimas mientras gobiernen los verdugos;
no hablar de nosotros mismos cuando podíamos ser las próximas víctimas; no
llamar guerrilleros a los militantes muertos o desaparecidos; no denunciar el
aventurerismo de las organizaciones revolucionarias que habían sacrificado a
sus integrantes.
Tuvieron que pasar muchos
años para abrir ese debate. Oscar del Barco tiene el mérito y la coherencia de
haber reflexionando sobre el caso de un militante asesinado por su propia
organización. Mucho antes, todavía en el exilio de México, Héctor Schmucler
escribió una frase decisiva que nadie había escrito: “¿Acaso Rucci no tenía
derechos humanos?”. Esas palabras abrieron una nueva etapa. La primera, sin
duda, fue la resistencia heroica de los organismos de derechos humanos,
impulsada por el desesperado coraje. Esa lucha abrió una perspectiva sin
obtener el derecho de trazar un límite.
Nota al pie. ¿Cuántos desaparecidos? Cualquier cifra nos
convence de que fue un infierno. Eso no pudo entenderlo un funcionario
(ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires que hace doblete como
director artístico del Teatro Colón). Sacó la calculadora y sirvió una
mescolanza de datos históricos, comparaciones poco esclarecidas y, sobre todo,
manifiesta impunidad para ser al mismo tiempo pedante y escasamente conocedor
de un tema al que ofendía con su intervención desorganizada por la
precipitación y el nerviosismo.
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