Por Guillermo Piro |
Se trata de una idea de autoafirmación personal el hecho de
que conciba al libro como cualquier otro objeto, es decir, un arma. Un arma de
esas que ni siquiera hace falta desenfundar para obtener lo que no quiere:
todos saben que existe.
Ando de paseo por la Ciudad de México, mirando. Aquí no hay
nada de pequeñas dimensiones: todo es monstruosamente barroco, inmenso e
irreal.
Las librerías, donde hasta ahora sólo encontré una preciosa edición
conmemorativa del Faraneuf de Salvador Elizondo, son inmensas y están repletas
de gente y de traducciones españolas, lo que equivale a decir que son inmensas
y están vacías. Aquí, a juzgar por los carteles publicitarios que tapizan las
librerías, también creen que los libros hacen a la gente más buenas y mejores. Me
refiero a esas campañas de marketing con las que las organizaciones de fomento
del libro, los editores y los libreros creen, con argumentos y sentencias que
podían tener algún sentido en el siglo XIX, que invitan y promueven la lectura.
Pero vayamos por partes. Ya Matthew Arnold aseguraba en 1850 que la lectura de
libros hacía a la gente más buena, más tolerante, más justa y más equilibrada.
Cosa que ya era una estupidez entonces, pero no era tan fácilmente comprobable.
La Segunda Guerra Mundial sirvió para muchas cosas, entre ellas para saber que
los hombres que administraban por la tarde los campos de concentración, por la
mañana leían a Cervantes, y lo leían bien, y cuando a la noche volvían a sus
casas y se sumergían en Shakespeare, nadaban muy bien.
No, señores, leer libros no hace a la gente mejor. Leer
libros es una ocupación como cualquier otra, y dentro de esa ocupación hay que
saber diferenciar la basura del resto. Los libros son una entelequia tan
amplía, tan imprecisa e inasible como decir las nubes o los hombres. Si leer
libros de mierda no hace a la gente más estúpida, nada puede hacernos creer que
leer las obras magnas de la literatura universal puede hacer a la gente más
inteligente. Hay libros malos, del mismo modo que hay malos jugadores de
fútbol. Y nadie puede juzgarme como intolerante o poco justo si prefiero tener
en mi equipo a alguien que sabe jugar. Las campañas de fomento a la lectura
dicen, palabras más, palabras menos, que todos los libros son iguales, que lo
que importa es competir, cosa que todos sabemos que es mentira.
De modo que quien ama los libros, los compra o los roba y
los lee no es mejor que quien ama los zapatos, los compra o los roba y los usa.
Esas campañas de fomento a la lectura no hacen otra cosa que alejar a los verdaderos
lectores de la lectura, que ante semejantes manifestaciones de ignorancia e
hipocresía podrían, como en mi caso, asquearse y salir y dirigirse raudo a una
buena zapatería.
Se me dirá que me estoy perdiendo de algo, pero quien diga
eso no habrá visto los zapatos que compré o me robé.
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