Por James Neilson |
Hace medio siglo, un cacique brasileño, el paulista Adhemar
de Barros, hizo suya la consigna “rouba, mas faz”, o sea, “roba pero hace”, que
había acuñado un rival que entendía muy bien cómo funciona el populismo. Se
trata de un pacto: con tal que logren mejorar el desempeño de la economía para que
quede algo para los demás, los políticos y sus amigos tendrán derecho a llenar
sus bolsillos o las cuentas bancarias que mantienen en lugares como Suiza, las
islas Caimán o Seychelles sin sentirse constreñidos a preocuparse por la
despreciada legalidad burguesa.
Pero, como sucede con todos los pactos, ambas
partes, la gente por un lado y los políticos por el otro, tienen que cumplir
con sus promesas. Si los gobernantes dejan de “hacer”, la ciudadanía les
reclamará devolver todo lo robado, con los intereses correspondientes, además
de someterse a la Justicia.
En Brasil, los justicieros que se creen estafados por el
Partido de los Trabajadores ya se cuentan por millones. En centenares de
ciudades grandes y chicas, multitudes oceánicas quieren que vayan a la cárcel
no sólo la presidenta Dilma Rousseff sino también su mentor, el ex presidente
Lula, el que hasta hace poco era uno de los políticos más venerados del
planeta. No los denuncian por haber arruinado la economía sino por ser
corruptos. Tendrán razón, ya que es de suponer que los dos sabían muy bien que
muchos miembros de la clase política de su país aprovechaban las oportunidades
brindadas por diversas cajas, de las que la manejada por Petrobras era la más
notoria, y por modalidades tradicionales como la venta de favores, para
permitirles gozar del estilo de vida que suponían merecer. Parecería que Lula,
como muchos otros políticos, atribuyó los regalos que recibió, cositas como
casas, a la amistad sincera de empresarios altruistas que nunca soñarían con beneficiarse
de su influencia.
Sería reconfortante tomar el fervor moralizador que se ha
apoderado de tantos brasileños por evidencia de que se sienten hartos de la
venalidad de políticos hipócritas que hablan de justicia social sin por eso
desistir de apropiarse de dinero público, pero el hecho de que haya coincidido
con una implosión económica casi tan destructiva como la venezolana hace pensar
que el pacto tradicional ha conservado toda su vigencia.
Los indignados tienen motivos de sobra para sentir miedo
cuando piensan en lo que podría aguardarles en los meses próximos. La economía
brasileña está achicándose a una velocidad que da vértigo: se encogió el 3,8
por ciento el año pasado, y se prevé una pérdida igualmente angustiante para
este año. Tales desastres siempre traen costos políticos. De no haber sido por
el colapso del “modelo” moderadamente populista que habían prohijado, Dilma y
Lula no correrían peligro de terminar entre rejas.
Y si, como procuran convencerse sus correligionarios en el
resto de América latina, son víctimas inocentes de las maniobras de un imperio
ajeno a la región, el gran culpable no es Estados Unidos sino China. Al
enfriarse la economía china, el clima económico mundial cambió radicalmente. Lo
mismo que muchos otros, Brasil, un país nada competitivo, está sufriendo las
consecuencias.
Como pudo preverse, los militantes del populismo
supuestamente izquierdista que, gracias en buena medida a la irrupción de China
como una gran potencia comercial voraz que necesita importar cantidades
fenomenales de soja, petróleo y otros recursos, disfrutó de años de
protagonismo en la región, han decidido que las desgracias de Dilma y Lula,
Nicolás Maduro, Cristina y, si bien por ahora no son tan penosas, de Rafael
Correa y Evo, se deben a una maquiavélica conspiración yanqui urdida para
desprestigiar a los gobiernos autoproclamados populares. Es una versión progre
del planteo ensayado por la dictadura militar, la de “los argentinos somos
derechos y humanos”, cuando desde Washington llovían las críticas por las
atrocidades que cometía en “la guerra contra la subversión”. La única
diferencia es que, para los militares de aquel entonces, aprobar la violación
sistemática de los derechos humanos era patriótico, mientras que, para los
chavistas, kirchneristas y otros de mentalidad similar, consentir la corrupción
lo es.
Puede que sea injusto que, por lo pronto al menos, Dilma y
Lula hayan sido los más perjudicados por el naufragio del populismo
latinoamericano, por ser cuestión de mandatarios que resultaron ser muy cautos
en comparación con compañeros de ruta como Maduro y Cristina; no se imaginaron
líderes de una revolución fantasiosa parecida a la improvisada por Hugo Chávez
y sus admiradores. Asimismo, a partir de las elecciones de octubre de 2014 en
que derrotó al centrista Aécio Neves por un margen estrecho, merced a una
campaña de miedo que Daniel Scioli procuró reeditar un año más tarde, Dilma ha
intentado administrar Brasil con sensatez, sin entregarse a las extravagancias
que tantos daños ocasionarían a las vecinas Venezuela y la Argentina Además de
hacer un esfuerzo genuino por adecuar la economía a los tiempos que corren, no
ha vacilado en echar de su gobierno a muchos funcionarios corruptos. Aunque
Dilma y Lula han apoyado diplomáticamente a los chavistas, no se les ocurrió
tomar en serio el esperpéntico “socialismo del siglo XXI” del extinto
comandante Chávez.
Así y todo, lo mismo que los militares de algunas décadas
atrás, los populistas más obcecados quieren ubicar todo cuanto sucede en el
contexto de un campo de batalla ficticio en que las huestes del bien, es decir,
ellos, luchan con heroísmo contra las fuerzas satánicas de un “imperio” foráneo
y sus aliados locales. A su entender, cualquier acusación que podría ser usada
por el enemigo es necesariamente interesada y por lo tanto hay que descartarla.
Gracias a tales malabarismos ideológicos, robar decenas, quizás centenares de
millones de dólares y lavar dinero en escala industrial resultan ser actos
revolucionarios legítimos, golpes certeros asestados contra un sistema
perverso, que toda persona de bien debería aplaudir. Por aberrante que parezca,
los hay que se suponen inteligentes que aún están dispuestas a reivindicar
tales barbaridades.
Acaso les convendría más a los sinceramente convencidos de
que lo que necesitan los países latinoamericanos es una revolución más o menos
socialista tratar de entender las razones por las que han fracasado de manera
tan ignominiosa los intentos más recientes de impulsar los cambios que tenían
en mente. De haberse entendido desde el vamos que, tarde o temprano, dejarían
de entrar los ingresos torrenciales que fluyeron hacia la región mientras China
crecía “a tasas chinas”, se hubieran arreglado para gastarlos mejor. Asimismo,
en casi todos los países latinoamericanos, gobiernos supuestamente populares
han subestimado groseramente los problemas que tendrían que superar para que el
crecimiento económico resultara sostenible. Con optimismo conmovedor, suponían
que sería virtualmente automático, que, una vez liberados de “la ortodoxia”,
todo resultaría maravillosamente fácil. Se equivocaron, claro está.
Acierta Barack Obama cuando dice que Cristina “recurría a
una retórica que data probablemente de los años 60 y 70”, pero sucede que en
aquella época las ideas de moda entre los militantes estudiantiles ya estaban
anticuadas. Se inspiraban en las nociones progresistas de los años finales del
siglo XIX y los iniciales del siguiente, un período sin duda emocionante al que
intelectuales de generaciones posteriores aludirían con tanta nostalgia que
muchos procurarían prolongarlo. Como resultado de sus esfuerzos en tal sentido,
América latina se ha visto transformada en un museo ideológico en que pueden
encontrarse los restos de proyectos largamente muertos, lo que, desde luego,
fascina a ciertos intelectuales europeos y norteamericanos que quisieran
repetir las experiencias de sus antepasados espirituales rusos, chinos,
franceses o españoles de tiempos irremediablemente idos.
Puesto que todos los “modelos” que los populistas se
pusieron a construir hace aproximadamente quince años y que, por un rato,
parecieron estar en vías de consolidarse, dependen de la exportación de
materias primas o productos del campo, la caída reciente de los precios ha
tenido un impacto desastroso. Para recuperarse de los reveses sufridos,
necesitarían que la economía mundial se expandiera a un ritmo cada vez más
frenético, lo que a esta altura parece imposible.
Así, pues, los encargados de los destinos de Brasil,
Venezuela, Bolivia y Ecuador, además de la Argentina, tendrán que optar entre
tratar de hacer más tolerable una etapa tal vez prolongada de pobreza
protestando contra lo terriblemente injusto que es el mundo y procurar aumentar
la productividad de sus países. Lo mismo que Mauricio Macri, Dilma preferiría
la segunda alternativa, pero es tan precaria su posición que podría verse
destituida luego de un juicio político. En cambio, con la eventual excepción de
Evo otros, los comprometidos con proyectos decididamente populistas, parecen
resueltos a subordinar todo, comenzando con el bienestar de sus compatriotas, a
sus propias ilusiones ideológicas. Desde el punto de vista de los especialistas
en sacar provecho de la miseria ajena, tal estrategia no carece de lógica.
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