Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Ahora que estamos todos entretenidos en el debate de si
tenemos que seguir cumpliendo con nuestro deber de argentinos mal informados y
brindar soluciones al planeta para que arreglen problemas que no tenemos ni
idea de cómo ocurrieron, o tan sólo quedarnos con la duda existencial de si es
misógino o no desearle feliz día de la mujer a las mujeres, podemos volver a
hablar de cosas realmente importantes, como el brutal ajuste del 1% del PBI, el
reemplazo del nepotismo K por el acomodo necesario de los parientes de los
nuevos funcionarios, la pasión de Axel Kicillof por el sexo masoquista en
público, o que personas que aún pretenden dilapidar recursos públicos
mangueando aviones para hacer la revolución, sean las defensoras de cosas que
no entienden, como el empleo público.
El empleo público es uno de esos temas a los que le venía
esquivando desde hace rato porque no hallaba la forma de dar una opinión al
respecto sin terminar con un pedido de ejecución inmediata en el lugar del
mundo en el que me encuentre. Sin embargo, luego de que terminara dando mi
opinión ante una pregunta que me hicieron en un programa de radio, y que derivó
en una bello y civilizado contrapunto con Gabriel Solano del Partido Obrero
–que finalizó con un piquete en la esquina de Guido y Uruguay–, creo que no hay
nada peor que la autocensura.
Pensé mucho en cómo abordar este tema sin herir
susceptibilidades hasta que caí en la cuenta de que, desde que Lubertino
reformuló el Inadi y la lengua castellana, y la comprensión de texto del
argentino promedio lo lleva a suponer que una prueba Pisa es una cata de jamón
y morrones, acá podemos encontrar un ofendido aunque hablemos del tejido
crochet. Pero vamos a intentarlo de todos modos.
Antes que nada, soy un exempleado estatal que cumplió
funciones en el Poder Judicial y en poderes ejecutivos no nacionales bajo
administraciones de distintas banderas ideológicas y partidarias. En buena
medida, algo entiendo de lo que hablo. La primera vez que me despidieron tenía
18 años. La segunda, 23 eneros. La tercera, 26 y un hijo recién nacido. Para la
cuarta ya contaba con 28 años. A los 31 descubrí que podía meter quinta y sexta
en una semana –tenía dos laburos, uno privado, otro estatal–, más exactamente, en tres días. En ninguna de
esas ocasiones tuve tiempo de hacer quilombo: en el mismo instante en que me
rajaron, salí a buscar laburo. Algunas veces conseguí enseguida, otras pasé
meses sin pegar una y hubo un período
nefasto de tres años con laburos esporádicos. De todos modos no me puedo quejar,
ya que la única vez que conseguí la planta permanente, terminé renunciando, lo
que debería haber derivado en un proyecto de ley para colocar una placa
conmemorativa del increíble suceso.
Por una cuestión lógica –tengo 34 años– cinco de mis seis
despidos se dieron en la década más mejor de la historia de la Via Láctea y
galaxias cercanas. En algunas lloré, otras fueron un alivio similar a cuando te
deja esa persona a quien te da cosa cortarle. Y tres de esos rajes fueron en el
Estado.
Las reglas son claritas y todos lo sabemos desde el minuto
cero: te vas a tu casa por la misma puerta que se va el funcionario que te
firmó el nombramiento, y probablemente sea el mismo día. Y si te quedás,
probablemente obedezca a una cuestión de suerte, falta de recursos humanos –en
el Estado, la capacidad de los recursos humanos es inversamente proporcional a
la cantidad de empleados– o a la lógica del esfuerzo: la famosa y siempre
desconsiderada meritocracia.
Y ya que hablamos de lógica, sentido común y otros arcaísmos
en desuso, también deberíamos recordar un detalle no menor, que son aquellos
que están cobrando lo que no merecen –del español “hacer mérito para ser digno
de algo”– y que son conscientes de eso. No, no me refiero a los ñoquis, sino a
los que forman parte de planteles cuya relación entre cantidad y necesidad es
insólita, y lo saben. Por ejemplo: en una mesa de entradas de una dirección de
línea del gobierno nacional rajaron a 50 personas de un total de 120. Un
numerazo se mire por donde se mire, salvo que algunos van a hacer hincapié en
el medio centenar de despidos y otros pueden llegar a colapsar
cardiovascularmente luego de caer en la cuenta de que una mesa de entradas
tenía 120 empleados.
El karma no es exclusivo de los poderes del Estado más politizados.
Uno pasea por el edificio de Tribunales y se encuentra con un ascensorista. Sí,
una persona que cobra un sueldo de casi 30 mil pesos –ahá– por tener el
expertise y el know-how para poner en funcionamiento esa compleja maquinaria de
ingeniería y que impide que el común de los mortales sepa cómo apretar un botón
con un número que, casualmente, se corresponde con el piso al que queremos
dirigirnos. Dios los bendiga por su tarea.
Y en los tres poderes se da una conducta habitual entre los
empleados, que para lo que les conviene son capaces de convertirse en
guerrilleros por la igualdad de los trabajadores, pero cuando es necesario
aplican el derecho de castas con tal de que entre a laburar el hijo, un
sobrino, un nieto, la amante o el que les consigue las drogas a buen precio.
Guillermo O’Donnell sostenía que “el gran desafío de la
ciudadanía es recordar exigentemente a los poderes del Estado que ellos son
nuestros y que, por lo tanto, son para nosotros”. El tema es que se nos
mezclaron los tantos que el “para nosotros” lo tomamos como que podemos hacer
con él lo que se nos cante. Como en Argentina tenemos el lóbulo frontal
atrofiado de tanto onanismo biempensante, nos olvidamos que el Estado no es un
ente corpóreo destinado a la beneficencia, sino que lo mantenemos entre todos
desde que el contractualismo social sentó las bases para los países modernos.
Por si es difícil de entender, vamos al ejemplo práctico: Si usted, estimado
lector, un día se despierta y se encuentra que tiene cinco mayordomos, tres
plomeros, tres gasistas, seis coordinadores y diez personas dedicadas a la
limpieza para mantener funcionando su dos ambientes ¿lo aceptaría? Si en la
reunión de consorcio de su edificio propusieran contratar doce encargados
¿votaría a favor? Y si por estar en desacuerdo sus vecinos del edificio de al
lado –que no pagan los salarios de su harén de porteros– lo tildaran de
descorazonado, asesino de bebés, fotógrafo de delfines on-shore en Santa
Teresita, fundamentalista de la pizza con ananá, o cualquier aberración humana
por el estilo ¿le caería en gracia?
Dando por sentado que conozco su respuesta, salgo del
ejemplo y voy a lo concreto: su departamento, su vida sus gastos, se cubren con
el 45% de sus ingresos anuales. Los gastos de sostenimiento del Estado, se
lleva el 55% restante. Sí, más de la mitad del año laburamos para el Estado,
pero por esas cuestiones del realismo mágico sudamericano, nunca hacemos la
relación. O sea: es una locura que con mi 45% tenga que mantener a todas esas
personas que no necesito, pero está perfecto que con mi 55% restante
multiplicado por toda la masa de laburantes de la Argentina, se mantenga a todo
empleado de más en el Estado.
Si bien nunca imaginé que llegaría a ver a progres
defendiendo la burocracia estatal que fomentó el crecimiento de los sindicatos
verticalistas que tanto les jode a fuerza de cuota sindical a miles de
trabajadores que no importan que no laburen, sino que aporten, hay otros
elementos que me joden mucho más. No hay forma de que un tipo que está por debajo
de la línea de pobreza laburando 70 horas a la semana pueda sentir que “el
laburo dignifica”. Del mismo modo, no tiene nada de digno decir que se tiene
trabajo cuando se sabe que se está cobrando un sueldo para no hacer otra cosa
que bajar termos de mates y jugar competencias de cuantos paquetes de bizcochos
de grasa se pueden deglutir en una mañana. No hay forma decorosa de conseguir
apoyo popular para frenar la “ola de despidos en el Estado” cuando en Argentina
no existe la persona que no tenga un pariente, amigo o vecino que labure en una
dependencia estatal. Y mucho menos cuando cualquiera que haya pisado un banco
ve que cinco personas atienden de 200 a 500 clientes en una mañana y una mesa
de entradas necesita de 120 personas para poner sellos.
No es una cuestión de concepción del Estado, es algo más
peligroso: es la aceptación de que el Estado no está para administrar sino para
dar cobijo a los que las políticas del Estado no puede solucionar. Y como todo
lo que ocurrió en los últimos años, cuando se rompió la ventana, se la tapó con
cartón corrugado. Si dibujar estadísticas del índice de precios al consumidor
es sencillo, hacerlo con la masa laboral no lo es tanto. Pero como en todo
gobierno hiperpersonalista los funcionarios creen que no están para administrar
temporalmente los bienes de todos, sino que se encuentra ahí porque así lo
quiso Dios, gastar plata no le importa. Total, no sale de sus bolsillos y
tienen la maquinita de imprimir billetes. El Estado se convirtió a sí mismo en
un seguro de desempleo saladito de mantener al absorber a una enorme masa de
personas que, de pronto, se sintieron económicamente viables.
Conceptos como contrato de locación de servicios, planta de
gabinete o planta transitoria, deberían ser analizados desde la lingüística más
básica: locación es por tiempo determinado, planta de gabinete es el personal
que llegó y se va con el gabinete, y planta transitoria no es el tránsito entre
el contrato y la permanencia, ni el cruce de Moisés por las aguas abiertas del
Mar Rojo, ni una publicidad de yogur contra la constipación. Es tan sólo eso:
transitoria.
Los sindicatos de los trabajadores del Estado deberían
hacerse cargo, más allá de protestar, más cuando la planta transitoria ya paga
cuota sindical y obra social. Nunca entendieron –o se hicieron los boludos– que
la sobreabundancia de empleados deriva en la pauperización de otros derechos
adquiridos hace añares. ¿Cuándo fue la última vez que un empleado público
accedió a una vivienda construída o financiada por el Estado? Ni siquiera
cuentan con créditos blandos de los bancos administrados por el propio Estado.
No se calentaron por blanquearlos, o por pedir que se rehabilite la carrera
administrativa, ni porque haya concursos para ingreso y para la ocupación de
cada cargo administrativo. Mientras la masa de aportes creciera, el resto podía
esperar. Y eso que no hay mayor empleador en negro que el propio Estado, donde
las indemnizaciones las paga la Aseguradora Tu Vieja, y si se habilitaran,
tampoco importa demasiado porque se garparían con la nuestra.
El mayor flagelo de todo este tema es que, durante años,
creció como nunca la imaginación popular de los más pibes de que el ideal de
vida es conseguir un trabajo en el Estado, porque “no te echan más”. Y ahí
están, personas de veintipico, sentadas a esperar la jubilación a los 65 años,
sin otra ambición que terminar rápido el turno para volver a casa.
Los veo conformistas, mansos, sin deseos de algo distinto y
dispuestos a bancarse una eternidad haciendo lo mismo. No duran dos años con la
misma pareja, pero la sola idea de cambiar el laburo los pone ciegos. Perdieron
la libertad y la iniciativa privada, esa que hace que explotemos la creatividad
para hacer algo distinto de cara a la sociedad. ¿O por qué piensan que empecé
este blog? Les tiro una pista: tenía 26 años.
Martedi. El trabajo que dignifica es el que te hace feliz
siendo útil. El resto, es relleno.
0 comments :
Publicar un comentario