viernes, 4 de marzo de 2016

Coito, Ergo Sum

El sexo observado desde 
una perspectiva filosófica

Por Gabriel Arnaiz

Los filósofos, como los ángeles, no tienen sexo. O eso parece, a juzgar por la escasa presencia que este ha desempeñado en sus vidas y en sus obras. No hay que olvidar que la mayoría de los filósofos se mantuvieron solteros y algunos de ellos incluso murieron vírgenes (como Spinoza, Kant o Santo Tomás). 

Esta falta de necesidad por mantener relaciones sexuales sería una señal inequívoca de que la práctica de la filosofía conllevaría una profunda carga erótica y que podría ser un sustitutivo del sexo. Ortega tendría razón, pues, cuando dijo que “filosofar es como tener erecciones”. Otros filósofos, sin embargo, tuvieron una relación bastante conflictiva con su sexo (y con el de otras personas). Por ejemplo, Orígenes, teólogo cristiano del siglo II d. C., se emasculó para acabar con las tentaciones que le obsesionaban; y Pedro Abelardo, el filósofo más importante del siglo X, castrado por la fuerza cuando el tío de Eloísa descubrió que había dejado embarazada a su sobrina en lugar (o además) de impartirle clases particulares, tal como él le había encomendado.

El animal furioso

Platón fue el primer filósofo que describió el subyugante poder de la “jodienda” (como diría el gran Agustín García Calvo) sobre el espíritu. En el Timeo, uno de sus últimos diálogos, podemos leer que “los dioses nos han proporcionado un miembro desobediente y tiránico que, como un animal furioso, intenta por la violencia de su apetito someterlo todo. Del mismo modo, a las mujeres, un animal ávido y glotón y que, si se le niegan los alimentos en su ocasión, se enfurece, impaciente por la espera, e insuflando la rabia en sus cuerpos, obstruye sus conductos, detiene la respiración, causando mil tipos de males hasta que, habiendo absorbido el fruto de la sed común, haya regado y sembrado generosamente el fondo de su matriz”.

Adúlteros y pedófilos

Pero Abelardo no ha sido el único profesor de filosofía que se ha acostado con alguna de sus alumnas (el caso reciente más conocido es el de Heidegger y Hanna Arendt, cuando el primero era un cuarentón casado –por cierto, con otra exalumna– y ella una joven judía veinteañera), aunque a veces tiene uno la impresión de que este “vicio” es la deformación profesional más extendida entre el gremio. Un buen número de pensadores (como San Agustín o Descartes) han optado por mantener relaciones “prohibidas” (lo que antes se llamaba concubinato y hoy “vivir en pareja”) con mujeres de baja extracción social y muy poco intelectuales, y han llegado incluso a tener hijos “bastardos” con ellas (el más conocido de todos ellos fue Rousseau, que abandonó a sus cuatro hijos en un orfanato).

Hay que hablar también de los promiscuos, que escasean como los tréboles de cuatro hojas (con tanto clérigo y tanto profesor apolillado, se hace difícil encontrar libertinos), entre los que hay que destacar a Jean-Paul Sartre, que hasta compartió algunas de sus amantes con Simone de Beauvoir, el único “amor necesario” de su vida (aunque jamás se casó con ella), y a Bertrand Russell, que contrajo matrimonio cuatro veces y tuvo numerosas amantes ocasionales. Y es que parece que los filósofos son alérgicos al matrimonio. O quizás sea que el recuerdo de las anécdotas de las humillaciones a los que Jantipa sometía al pacienzudo Sócrates todavía pervive en la memoria colectiva como una situación patética a evitar a toda costa (aunque si nos ponemos en el lugar de la sufrida esposa, se podría comprender que esta tuviese tan mal carácter, pues la pobre mujer tenía que convivir con un hombre que se pasaba todo el día fuera de casa, charlando con sus amigotes, y que no traía dinero al hogar familiar ni se ocupaba de sus tres hijos).

Putañeros y sodomitas

Luego están los asiduos a los burdeles (como Nietzsche, que enfermó de sífilis por frecuentarlos de joven), y aquí tendremos que hablar prácticamente de filósofos grecorromanos, que en estas cuestiones eran menos pudibundos que los modernos. Laercio nos cuenta anécdotas muy jugosas de los cínicos (sobre todo de Diógenes) y de los cirenaicos con distintas prostitutas. Por ejemplo, Aristipo decía que él poseía a Lais, una de las hetairas más famosas de su época, pero que Lais no le poseía a él (es decir, que él era capaz de dominar su impulso sexual), o que lo vergonzoso no era entrar en un burdel, sino no poder salir de allí.

Y, por último, debemos mencionar a los homosexuales (confesos o no), que desde que se impuso la moral cristiana han vivido normalmente una sexualidad atormentada, como Wittgenstein, que anotaba en sus diarios el número de veces que se masturbaba y que, según alguno de sus biógrafos, solía acudir a un conocido parque de Viena para mantener furtivos encuentros sexuales con desconocidos, o Foucault, que en sus últimos años se aficionó al sexo anónimo de las saunas de San Francisco y al sadomasoquismo (y, según Žižek, al “fist fucking”).

Así que parece ser que a los filósofos no les va la medianía aristótélica (nada de un polvete o dos por semana), sino los extremos: o el desinterés angelical o la perversión más extrema. Quizás toda filosofía no sea otra cosa más que sodomía, como insinúa Deleuze cuando cuenta que lo que él hace en sus libros con los filósofos es sodomizarlos y preñarlos de un hijo que ni ellos mismos reconocerían como propio. Incluso el beatífico Sócrates confiesa el Cármides que se excitó sexualmente al ver el atractivo cuerpo de un chaval de poco más de doce años y apartó ese pensamiento de su mente para poder filosofar con él. Él mismo reconoce que se parece físicamente a un sátiro y que su deseo sexual es tan ardiente como el de esta divinidad menor, aunque él es capaz de transmutarlo en pasión filosófica. De hecho, Alcibíades se queja de que, después de ser seducido sutilmente por Sócrates, este le rechazó un día que él se encamó a su lado completamente desnudo. Aunque el sexómano más impenitente de todos es sin duda Diógenes el cínico, mundialmente célebre por masturbarse en plena ágora (para demostrar a sus conciudadanos que era un acto tan natural como comer o defecar), mucho antes de que Jim Morrison, el cantante de The Doors, le copiará la performance en uno de sus conciertos.

Pero aparte de abstenerse de él o de practicarlo de manera furibunda, los filósofos ¿han reflexionado sobre el sexo? Pues no demasiado. Son muy pocos los filósofos que han considerado el sexo como un problema filosófico digno de atención. Es cierto que Platón comenta algo en El Banquete y en Fedro, y que Lucrecio inicia su Rerum Natura (Gredos, 2012) con un discurso muy hermoso sobre el influjo de Venus, la diosa de la lujuria, pero habrá que esperar hasta el Renacimiento para que Montaigne defienda que no hay por qué avergonzarse de las cosas que se hacen en la alcoba y que incluso sería muy conveniente que se pudiese hablar de estas cuestiones en la mesa para deshacer malentendidos, desengaños y prevenir futuros problemas.

La lascivia de Montaigne

Montaigne es partidario de la ilustración sexual, como también lo eran los pensadores grecorromanos (es más, llega a mencionar hasta diez filósofos antiguos que escribieron tratados sobre esta materia), pues “no hay deseo más acuciante que este”. En uno de sus más atrevidos y extensos artículos del tercer volumen de sus Ensayos, titulado como para despistar “Sobre unos versos de Virgilio”, el filósofo francés hace un ejercicio de striptease íntimo sobre sus gustos sexuales que muy pocos filósofos se atreverían a hacer hoy día (ni yo mismo, la verdad), y nos confiesa que su temperamento es más bien rijoso (“los naturales libertinos, como el mío, que odian toda especie de lazo y compromiso”), que su miembro viril es más bien pequeño, que a veces sufre de impotencia, que prefiere tener sexo con otras señoras antes que con su esposa (pues con ella el placer es más bien soso) y que suele practicarlo unas tres veces por semana.

“¿Qué les ha hecho a los hombres el acto genital, tan natural, tan necesario y tan justo, para no atreverse a hablar de él sin vergüenza y para excluirlo de las conversaciones serias y ordenadas? Pronunciamos con osadía matar, robar, traicionar; y lo otro, ¿no osaremos decirlo sino entre dientes?”, se pregunta con razón Montaigne. Más allá de chismografías filosóficas, hay que reconocer que las observaciones de Montaigne sobre el apetito sexual todavía siguen siendo pertinentes e instructivas. Su filosofía sexual podría resumirse en el siguiente apotegma: “Cada una de mis partes me hace a mí mismo como cualquier otra. Y ninguna otra me hace más propiamente hombre que esta”. Para el gascón, “la filosofía no combate las voluptuosidades naturales (con tal que a ellas vaya unida la mesura) y predica la moderación, no la huida”. Sin embargo, al final de sus reflexiones parece que subyace un sustrato pesimista muy similar al de Schopenhauer: “El amor no es otra cosa que la sed de ese goce con un sujeto deseado, y Venus otra cosa que el placer de descargar los jarros, que se hace vicioso ora por inmoderación ora por indiscreción”.

Los suspiros de Schopenhauer

Después de Montaigne, solo Schopenhauer se atreverá a convertir el sexo en el epicentro de su filosofía, especialmente en La metafísica del amor sexual, uno de los últimos complementos que incluyó en el segundo tomo de El mundo como voluntad y representación. Primero reconoce enfáticamente que el sexo es un problema filosófico que aún no ha sido abordado convenientemente por ningún otro gran filósofo antes de él y que por eso permanece todavía sin explorar, algo que el filósofo alemán no consigue entender, pues “ningún otro tema puede igualar en interés a este”. Aunque el alemán parece olvidar que, tres siglos antes, Montaigne ya había considerado que el sexo era la fuerza motriz del universo, cuando escribió que “todo el movimiento del mundo se reduce a este ayuntamiento y gira en torno a él: es una materia infusa por todas partes, es el centro hacia el que todo apunta”. La perspectiva que utiliza Schopenhauer para analizar el instinto sexual es marcadamente biológica (prefigurando ideas que después desarrollará Darwin); él considera que el objetivo de toda atracción amorosa no es otro que la procreación. Cuando un individuo cree perseguir sus fines individuales (consumar la pasión amorosa que le inflama), lo que en realidad hace es seguir la “voluntad de la especie”, pues todo amor sexual no tiene otro fin que la propagación de la especie. Schopenhauer lo expresa de manera muy poética: “Este anhelo que vincula a la posesión de una determinada mujer la representación de una dicha infinita y un inefable dolor al pensamiento en caso de no conseguirlo son el suspiro del espíritu de la especie”, ya que “solo la especie tiene una vida infinita y por eso es capaz de infinitos deseos, de una satisfacción infinita y de infinitos dolores”. Para el filósofo alemán, todos los lamentos de los poetas no son más que gimoteos de la especie.

Foucault, el mesías

Pero será solo en el último tercio del siglo XX cuando el sexo se convierta en un campo de estudio filosófico con entidad propia, gracias a los trabajos de Foucault (sobre todo a los tres volúmenes de su Historia de la sexualidad), Judith Butler (con obras como El género en disputa) y Beatriz Preciado (con su provocador Manifiesto contrasexual). Estos dos últimas pensadores harán de la sexualidad el eje central de sus reflexiones, pero esa es una historia tan larga que merece otro artículo. La dejamos para otro número. Hasta entonces, eviten los pensamientos impuros.

© Filosofía Hoy

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