El sexo observado desde
una perspectiva filosófica
Por Gabriel Arnaiz
Los filósofos, como los ángeles, no tienen sexo. O eso
parece, a juzgar por la escasa presencia que este ha desempeñado en sus vidas y
en sus obras. No hay que olvidar que la mayoría de los filósofos se mantuvieron
solteros y algunos de ellos incluso murieron vírgenes (como Spinoza, Kant o
Santo Tomás).
Esta falta de necesidad por mantener relaciones sexuales sería
una señal inequívoca de que la práctica de la filosofía conllevaría una
profunda carga erótica y que podría ser un sustitutivo del sexo. Ortega tendría
razón, pues, cuando dijo que “filosofar es como tener erecciones”. Otros
filósofos, sin embargo, tuvieron una relación bastante conflictiva con su sexo
(y con el de otras personas). Por ejemplo, Orígenes, teólogo cristiano del
siglo II d. C., se emasculó para acabar con las tentaciones que le
obsesionaban; y Pedro Abelardo, el filósofo más importante del siglo X,
castrado por la fuerza cuando el tío de Eloísa descubrió que había dejado
embarazada a su sobrina en lugar (o además) de impartirle clases particulares,
tal como él le había encomendado.
El animal furioso
Platón fue el primer filósofo que describió el subyugante
poder de la “jodienda” (como diría el gran Agustín García Calvo) sobre el
espíritu. En el Timeo, uno de sus últimos diálogos, podemos leer que “los
dioses nos han proporcionado un miembro desobediente y tiránico que, como un
animal furioso, intenta por la violencia de su apetito someterlo todo. Del
mismo modo, a las mujeres, un animal ávido y glotón y que, si se le niegan los
alimentos en su ocasión, se enfurece, impaciente por la espera, e insuflando la
rabia en sus cuerpos, obstruye sus conductos, detiene la respiración, causando
mil tipos de males hasta que, habiendo absorbido el fruto de la sed común, haya
regado y sembrado generosamente el fondo de su matriz”.
Adúlteros y pedófilos
Pero Abelardo no ha sido el único profesor de filosofía que
se ha acostado con alguna de sus alumnas (el caso reciente más conocido es el
de Heidegger y Hanna Arendt, cuando el primero era un cuarentón casado –por
cierto, con otra exalumna– y ella una joven judía veinteañera), aunque a veces
tiene uno la impresión de que este “vicio” es la deformación profesional más
extendida entre el gremio. Un buen número de pensadores (como San Agustín o
Descartes) han optado por mantener relaciones “prohibidas” (lo que antes se llamaba
concubinato y hoy “vivir en pareja”) con mujeres de baja extracción social y
muy poco intelectuales, y han llegado incluso a tener hijos “bastardos” con
ellas (el más conocido de todos ellos fue Rousseau, que abandonó a sus cuatro
hijos en un orfanato).
Hay que hablar también de los promiscuos, que escasean como
los tréboles de cuatro hojas (con tanto clérigo y tanto profesor apolillado, se
hace difícil encontrar libertinos), entre los que hay que destacar a Jean-Paul
Sartre, que hasta compartió algunas de sus amantes con Simone de Beauvoir, el
único “amor necesario” de su vida (aunque jamás se casó con ella), y a Bertrand
Russell, que contrajo matrimonio cuatro veces y tuvo numerosas amantes
ocasionales. Y es que parece que los filósofos son alérgicos al matrimonio. O
quizás sea que el recuerdo de las anécdotas de las humillaciones a los que
Jantipa sometía al pacienzudo Sócrates todavía pervive en la memoria colectiva
como una situación patética a evitar a toda costa (aunque si nos ponemos en el
lugar de la sufrida esposa, se podría comprender que esta tuviese tan mal
carácter, pues la pobre mujer tenía que convivir con un hombre que se pasaba
todo el día fuera de casa, charlando con sus amigotes, y que no traía dinero al
hogar familiar ni se ocupaba de sus tres hijos).
Putañeros y sodomitas
Luego están los asiduos a los burdeles (como Nietzsche, que
enfermó de sífilis por frecuentarlos de joven), y aquí tendremos que hablar
prácticamente de filósofos grecorromanos, que en estas cuestiones eran menos
pudibundos que los modernos. Laercio nos cuenta anécdotas muy jugosas de los
cínicos (sobre todo de Diógenes) y de los cirenaicos con distintas prostitutas.
Por ejemplo, Aristipo decía que él poseía a Lais, una de las hetairas más
famosas de su época, pero que Lais no le poseía a él (es decir, que él era
capaz de dominar su impulso sexual), o que lo vergonzoso no era entrar en un
burdel, sino no poder salir de allí.
Y, por último, debemos mencionar a los homosexuales
(confesos o no), que desde que se impuso la moral cristiana han vivido
normalmente una sexualidad atormentada, como Wittgenstein, que anotaba en sus
diarios el número de veces que se masturbaba y que, según alguno de sus
biógrafos, solía acudir a un conocido parque de Viena para mantener furtivos
encuentros sexuales con desconocidos, o Foucault, que en sus últimos años se
aficionó al sexo anónimo de las saunas de San Francisco y al sadomasoquismo (y,
según Žižek, al “fist fucking”).
Así que parece ser que a los filósofos no les va la medianía
aristótélica (nada de un polvete o dos por semana), sino los extremos: o el
desinterés angelical o la perversión más extrema. Quizás toda filosofía no sea
otra cosa más que sodomía, como insinúa Deleuze cuando cuenta que lo que él
hace en sus libros con los filósofos es sodomizarlos y preñarlos de un hijo que
ni ellos mismos reconocerían como propio. Incluso el beatífico Sócrates
confiesa el Cármides que se excitó sexualmente al ver el atractivo cuerpo de un
chaval de poco más de doce años y apartó ese pensamiento de su mente para poder
filosofar con él. Él mismo reconoce que se parece físicamente a un sátiro y que
su deseo sexual es tan ardiente como el de esta divinidad menor, aunque él es
capaz de transmutarlo en pasión filosófica. De hecho, Alcibíades se queja de
que, después de ser seducido sutilmente por Sócrates, este le rechazó un día
que él se encamó a su lado completamente desnudo. Aunque el sexómano más
impenitente de todos es sin duda Diógenes el cínico, mundialmente célebre por
masturbarse en plena ágora (para demostrar a sus conciudadanos que era un acto
tan natural como comer o defecar), mucho antes de que Jim Morrison, el cantante
de The Doors, le copiará la performance en uno de sus conciertos.
Pero aparte de abstenerse de él o de practicarlo de manera
furibunda, los filósofos ¿han reflexionado sobre el sexo? Pues no demasiado.
Son muy pocos los filósofos que han considerado el sexo como un problema
filosófico digno de atención. Es cierto que Platón comenta algo en El Banquete
y en Fedro, y que Lucrecio inicia su Rerum Natura (Gredos, 2012) con un
discurso muy hermoso sobre el influjo de Venus, la diosa de la lujuria, pero
habrá que esperar hasta el Renacimiento para que Montaigne defienda que no hay
por qué avergonzarse de las cosas que se hacen en la alcoba y que incluso sería
muy conveniente que se pudiese hablar de estas cuestiones en la mesa para
deshacer malentendidos, desengaños y prevenir futuros problemas.
La lascivia de
Montaigne
Montaigne es partidario de la ilustración sexual, como
también lo eran los pensadores grecorromanos (es más, llega a mencionar hasta
diez filósofos antiguos que escribieron tratados sobre esta materia), pues “no
hay deseo más acuciante que este”. En uno de sus más atrevidos y extensos
artículos del tercer volumen de sus Ensayos, titulado como para despistar
“Sobre unos versos de Virgilio”, el filósofo francés hace un ejercicio de
striptease íntimo sobre sus gustos sexuales que muy pocos filósofos se
atreverían a hacer hoy día (ni yo mismo, la verdad), y nos confiesa que su
temperamento es más bien rijoso (“los naturales libertinos, como el mío, que
odian toda especie de lazo y compromiso”), que su miembro viril es más bien
pequeño, que a veces sufre de impotencia, que prefiere tener sexo con otras
señoras antes que con su esposa (pues con ella el placer es más bien soso) y
que suele practicarlo unas tres veces por semana.
“¿Qué les ha hecho a los hombres el acto genital, tan
natural, tan necesario y tan justo, para no atreverse a hablar de él sin
vergüenza y para excluirlo de las conversaciones serias y ordenadas?
Pronunciamos con osadía matar, robar, traicionar; y lo otro, ¿no osaremos
decirlo sino entre dientes?”, se pregunta con razón Montaigne. Más allá de
chismografías filosóficas, hay que reconocer que las observaciones de Montaigne
sobre el apetito sexual todavía siguen siendo pertinentes e instructivas. Su
filosofía sexual podría resumirse en el siguiente apotegma: “Cada una de mis
partes me hace a mí mismo como cualquier otra. Y ninguna otra me hace más
propiamente hombre que esta”. Para el gascón, “la filosofía no combate las
voluptuosidades naturales (con tal que a ellas vaya unida la mesura) y predica
la moderación, no la huida”. Sin embargo, al final de sus reflexiones parece
que subyace un sustrato pesimista muy similar al de Schopenhauer: “El amor no
es otra cosa que la sed de ese goce con un sujeto deseado, y Venus otra cosa
que el placer de descargar los jarros, que se hace vicioso ora por inmoderación
ora por indiscreción”.
Los suspiros de Schopenhauer
Después de Montaigne, solo Schopenhauer se atreverá a
convertir el sexo en el epicentro de su filosofía, especialmente en La
metafísica del amor sexual, uno de los últimos complementos que incluyó en el
segundo tomo de El mundo como voluntad y representación. Primero reconoce
enfáticamente que el sexo es un problema filosófico que aún no ha sido abordado
convenientemente por ningún otro gran filósofo antes de él y que por eso
permanece todavía sin explorar, algo que el filósofo alemán no consigue
entender, pues “ningún otro tema puede igualar en interés a este”. Aunque el
alemán parece olvidar que, tres siglos antes, Montaigne ya había considerado
que el sexo era la fuerza motriz del universo, cuando escribió que “todo el
movimiento del mundo se reduce a este ayuntamiento y gira en torno a él: es una
materia infusa por todas partes, es el centro hacia el que todo apunta”. La
perspectiva que utiliza Schopenhauer para analizar el instinto sexual es
marcadamente biológica (prefigurando ideas que después desarrollará Darwin); él
considera que el objetivo de toda atracción amorosa no es otro que la
procreación. Cuando un individuo cree perseguir sus fines individuales
(consumar la pasión amorosa que le inflama), lo que en realidad hace es seguir
la “voluntad de la especie”, pues todo amor sexual no tiene otro fin que la
propagación de la especie. Schopenhauer lo expresa de manera muy poética: “Este
anhelo que vincula a la posesión de una determinada mujer la representación de
una dicha infinita y un inefable dolor al pensamiento en caso de no conseguirlo
son el suspiro del espíritu de la especie”, ya que “solo la especie tiene una
vida infinita y por eso es capaz de infinitos deseos, de una satisfacción
infinita y de infinitos dolores”. Para el filósofo alemán, todos los lamentos
de los poetas no son más que gimoteos de la especie.
Foucault, el mesías
Pero será solo en el último tercio del siglo XX cuando el
sexo se convierta en un campo de estudio filosófico con entidad propia, gracias
a los trabajos de Foucault (sobre todo a los tres volúmenes de su Historia de
la sexualidad), Judith Butler (con obras como El género en disputa) y Beatriz
Preciado (con su provocador Manifiesto contrasexual). Estos dos últimas
pensadores harán de la sexualidad el eje central de sus reflexiones, pero esa
es una historia tan larga que merece otro artículo. La dejamos para otro
número. Hasta entonces, eviten los pensamientos impuros.
© Filosofía Hoy
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