Por Arturo Pérez-Reverte |
No hace mucho, el primer ministro británico, David Cameron,
pronunció un discurso y escribió un artículo, distribuido en todo el mundo,
sobre Shakespeare y el cuarto centenario de su muerte, que estos días está a
punto de cumplirse. En su discurso y su artículo, Cameron subrayó la
importancia universal del autor inglés, expresó el orgullo de saberse su
compatriota, y demostró que las tareas de gobierno no sólo se refieren al pasteleo
político, a cobrar impuestos y todo eso, sino que incluyen, y hasta lo exigen,
apoyar y difundir el rico patrimonio nacional que a cada uno le tocó en suerte,
rindiendo homenaje a la cultura y la memoria.
Y ahora, oigan, con un acto de poderosa voluntad, imaginemos
a Mariano Rajoy Brey -que no sé si a estas alturas seguirá siendo presidente en
funciones o se habrá ido a tomar por saco-, pronunciando un discurso o
escribiendo un artículo sobre los cuatrocientos años, que también se cumplen
ahora, de la muerte de Miguel de Cervantes. Imaginen si pueden -yo, la verdad,
no puedo- a Rajoy, con ese agudo punto cultural que tiene, dejando a un lado
el Marca y la camiseta de
ciclista para ocuparse, por una vez en su puta vida, de algo relacionado con la
palabra cultura. Imaginen
-insisto que con titánico esfuerzo, quien sea capaz- a ese estólido estafermo,
a ese pétreo don Tancredo, a ese primer presidente de gobierno que en cuatro
años de mandato nunca visitó la Real Academia Española, del que no consta una
foto en un estreno teatral, un concierto, una sala de cine, una librería,
contándonos cómo le emocionan las peripecias del ingenioso y desdichado
hidalgo, sus diálogos con Sancho Panza, la ternura heroica de la ensoñación y
el fracaso. Recordándonos, como Cameron con Shakespeare, que el hombre que
escribió la más moderna y más espléndida novela de todos los tiempos era
español. Rindiendo homenaje a ese hombre extraordinario, soldado en Lepanto,
oscuro funcionario de ventas y caminos, autor inmenso que va a hacer ahora
cuatro siglos justos murió pobre, ninguneado, más respetado en el extranjero
que por sus ingratos, miserables compatriotas.
He dicho alguna vez, o varias, que si la mayor parte de los
gobiernos españoles desde la democracia se mostraron indiferentes con la
cultura, el de Mariano Rajoy ha pasado cuatro años agrediéndola directamente.
Su desprecio absoluto llega a la bofetada ruin, al escarnio infame. La campaña
de extorsión económica dirigida por el ministro Montoro contra escritores,
músicos y cineastas, la canallada de la ministra Fátima Báñez al retirar las
pensiones e imponer multas a los escritores jubilados que cobran legítimos
derechos de autor, la pasividad ante la piratería que esquilma y arruina, la
asfixia económica impuesta por los ministros de Cultura a la Real Academia
Española (que hace el Diccionario, la Ortografía y la Gramática, y mantiene el
delicado e importante vínculo -alto asunto de Estado- con 500 millones de
hispanohablantes), y otras cosas que no caben en esta página, vienen siendo,
desde el principio hasta el fin, de una avilantez inaudita. Y como traca final,
esta legislatura se despide con la vergüenza internacional del Año Cervantes.
Hay que decirlo y repetirlo hasta que a estos idiotas les
zumben los oídos. Frente al anunciado Shakespeare Lives británico, en
el que van a participar 140 países con los ingleses echando la casa por la
ventana, el ministerio de Cultura español maneja un programa de actividades
descoordinado, casposo hasta la náusea, de iniciativas sueltas, metiendo a
última hora todo cuanto se le ocurre, por cutre que sea, para engordar el
programa desatendido hasta ahora. Porque siempre les ha importado Cervantes un
carajo. Y para más recochineo, a las críticas por haber llegado hasta aquí de
esta manera, el Gobierno hasta ahora en funciones arguye que es complicado
cuadrar agendas, que hay riesgo de politizar el centenario y que la interinidad
gubernamental ha complicado las cosas; o sea, como si las cosas se pusieran en
pie de un día para otro y en el último momento. Y ahora resulta que después de
cuatrocientos años sabiendo que estos días se cumplirá el cuarto centenario
cervantino, nadie ha tenido tiempo suficiente para preverlo.
De todas formas, cuando uno lo piensa, quizá sea mejor así.
El mejor monumento a Cervantes y a su Quijote, lo que da sentido exacto a ese
libro extraordinario, es precisamente la patria que lo hizo posible: este lugar
desmemoriado, ingrato, desleal, miserable, insolidario, analfabeto hasta el
suicidio, sin el que nunca habría podido escribirse el libro que mejor nos
retrata. Una España donde hoy, como hace cuatrocientos años, seguimos siendo
consecuentes con nuestra propia infamia.
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