Por Manuel Vicent |
La generación que llegamos a este mundo entre la Guerra
Civil y el final de la autarquía en 1960, sobrevivimos de milagro al parto de
nuestras madres, que apenas se cuidaron durante el embarazo. Crecimos bajo la
amenaza del infierno y de la represión moral, pero entonces las puertas de las
casas, incluso de noche, nunca estaban cerradas con llave.
Dormimos en colchones de borra o de lana apelmazada y sobre
ellos soñábamos con El Hombre Enmascarado; bebíamos agua pura de la fuente y
jugábamos todo el día en la calle con patinetes, aros y flechas que habíamos
fabricado con nuestras manos; hacíamos la guerra a pedradas contra la pandilla
contraria y si volvías herido a casa nadie te regañaba, pero la idea de que tu
padre se enfrentara en tu defensa al maestro, al párroco, al alcalde o al
policía era impensable; nuestras madres nos bañaban en un barreño con agua
caliente una vez a la semana en invierno, pero en verano íbamos al río o a la
playa en una bicicleta en cuyos radios habíamos colocado una carta de la
baraja, a menudo el as de oros, para que sonara a motor.
Siempre entrábamos sin llamar en casa de un compañero con el
que nos iniciamos en el sexo bajo los limoneros y compartíamos nidos y nombres
de los pájaros, tebeos y gusanos de seda con aquel niño silencioso cuyo padre
estaba en la cárcel o había sido fusilado.
Esta generación nacida durante la autarquía franquista
consiguió romper los hierros de la dictadura y entre la libertad conquistada y
la corrupción sobrevenida, ha dado a este país, pese a todo, grandes
científicos, líderes empresariales y artistas internacionales.
Ahora desde la altura del tiempo contempla el paso de la
juventud airada sin adivinar hasta dónde llevará a este país la cólera social y
puesto que el pasado no parece servir de nada, se limita a contar a sus nietos
estas lejanas y perdidas batallas.
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