Por Arturo Pérez-Reverte |
El otro día me ocurrió algo curioso. O no tan curioso, si
consideramos el paisaje actual y el que viene de camino: la estupidez y su gran
aliada, la ignorancia. Estaba el arriba firmante asomado a las redes sociales,
uno de esos domingos en que me dejo caer un rato por el bar de Lola, cuando di
con una polémica sobre la publicación, ahora que han caducado los derechos de
autor, de una nueva edición completa y revisada de Mein Kampf, o sea, Mi lucha,
el libro escrito en 1924 por Adolf Hitler; una exacta y casi completa
exposición de lo que poco más tarde iba a ser su obra política: un Estado
alemán siniestro, totalitario, antiparlamentario, racista, antisemita, imperialista
y criminal.
Fue interesante echarle un vistazo a lo de Internet. La
mayor parte de los que debatían, por no decir todos, sostenía que el libro era
impublicable, que sus ejemplares deben ser destruidos, y que esas páginas
infames deben olvidarse para siempre. Me acordé entonces de una conversación
que mantuve con el periodista, escritor y entrañable amigo Jacinto Antón hace
cuatro años en una facultad de Periodismo de Barcelona; cuando, interrogado por
algunos alumnos sobre si debe cerrarse la boca a los malvados, yo sostuve lo
contrario. Hitler, Mussolini, Franco, sentados aquí donde estamos, dije, serían
interesantísimos de escuchar. ¿Cómo ibas a ser tan idiota para decirles:
«Franco, Hitler, Stalin, callaos, cerrad la boca»? Al contrario. En un lugar
como éste, donde se supone hay gente con la debida formación intelectual,
atender lo que un canalla o un criminal tienen que decir, conocer sus ideas, es
de lo más valioso. ¿Imagináis -les dije- lo interesante que sería, por ejemplo,
Franco contando de primera mano cómo durante cuarenta años logró tener a España
agarrada por el pescuezo? ¿Que relatase cómo ganó la guerra, o firmó sentencias
de muerte? ¿De verdad os perderíais al Himmler que realizó técnicamente el
Holocausto o al Pol Pot de las matanzas masivas en Camboya? ¿Cerraríais la boca
de Mao o Stalin si los tuvieseis enfrente, sin hacerles preguntas para indagar
en sus cabezas, en sus ideas, en sus motivos? ¿Ibais a rechazar la formidable
ocasión de conocer los mecanismos del horror, la maldad, el crimen, el lado más
sucio y terrible de la condición humana?
Volviendo a Mein Kampf,
debo decir que durante veintiún años fui reportero en lugares difíciles. Y para
hacer mi trabajo, para llegar donde debía llegar y narrar las tragedias y el
horror que presenciaba, tuve que hacer muchas cosas poco ortodoxas. Mentí,
soborné, transgredí leyes de todos los países en todos los idiomas posibles, me
relacioné con gente infecta, con asesinos, con narcotraficantes. No podía
decirle a un tipo: «Como usted es un torturador y un criminal no le doy la
mano», porque entonces ese fulano me mataba, o me daba un culatazo, o se negaba
a hablar conmigo; y yo me quedaba sin saber lo que necesitaba saber, o ver lo
que precisaba ver. Sin el testimonio directo del mal. Sin el conocimiento de la
condición humana, tan necesario para comprender las cosas que ocurren;
conocimiento con el que entonces hacía reportajes y hoy escribo novelas.
Por eso recuerdo muy bien cómo acabé aquella charla ante los
jóvenes en Barcelona: «Después os lo cargáis, si podéis; pero antes escuchadlo,
porque hasta la lección que puede daros el más perverso del mundo puede ser oro
puro». Por eso lo de Hitler es bueno que se publique. Creo. Y es útil leerlo.
Eso sí, hace falta cultura. Ser lector inteligente. Ciudadano lúcido y
responsable. Saber lo que estás leyendo y no tragar basura a palo seco. Para
eso están los prólogos y las notas a pie de página; y está, como digo, la
necesaria formación intelectual previa del que lee o escucha. Pero no está de más,
en este caso, saber cómo era la cabeza del criminal que sedujo a una nación
entera -y no sólo a ella- encarnando sus complejos, rencores y ambiciones. Mein Kampf fue la biblia del III Reich,
la que se regalaba a los recién casados y se leía en las escuelas. Y adorando a
quien escribió ese libro, millones de personas levantaron el brazo y lloraron
emocionados cuando pasaba su querido Führer con su corte de gángsters y
asesinos. Algo que ahora se niega, pues resulta que todos los alemanes eran
antinazis; aunque por suerte están las fotos y los documentales para
recordarlo. Ahora dicen allí que Mein
Kampf era el libro que todos tenían pero que nadie leía. Y a lo mejor ése
fue el problema. Si lo hubieran leído, si hubieran sabido qué enorme hijo de
puta los conducía camino de la Gran Alemania que todos soñaban, las cosas
habrían ocurrido de otra manera.
0 comments :
Publicar un comentario