Por Carlos Fuentes |
Hace ya mucho tiempo, viajaba por el estado mexicano de
Morelos con el dramaturgo neoyorquino Jack Gelber y su esposa. Nos perdimos en
el laberinto de montañas, arrozales y cañaverales. Nos detuvimos para pedirle a
un anciano campesino el nombre de la aldea donde nos hallábamos.
—Depende —contestó el viejo—. El pueblo se llama Santa María
en tiempos de paz. Se llama Zapata en tiempos de guerra.
Ese viejo campesino sabía algo que «nuestro tiempo» parece
haber olvidado y es que hay más de un tiempo en el mundo. Existen otros
tiempos, en plural, al lado, por encima o por debajo del tiempo lineal de los
calendarios de Occidente.
Un viejo que podría vivir, «dependiendo», en el tiempo de
Zapata o en el tiempo de Santa María, era heredero vivo de una cultura
compleja, de múltiples estratos. Ese hombre, no sólo nos es indispensable. Nos
es fraternal. Nos recuerda que tiene un hermano en la India para el cual el
pasado nunca es pasado sino presente eterno, perpetuamente enriquecido por lo
que en Occidente se llama «pasado» muerto. Sospecho que tiene un mellizo en
China que concibe el tiempo como una proposición puramente dinástica y un
sobrino, quizás, en Marruecos, para el cual el tiempo, lejos de desarrollarse
horizontalmente del pasado al presente y al futuro, es concebido como un
ascenso vertical y paralelo de Dios y del Hombre.
Me imagino, incluso, que tiene un joven nieto viviendo en
Madagascar entre los imerima que rehúsan exiliar los tiempos antiguos en
beneficio de los nuevos. Uno y otro, en vez de desterrarse mutuamente, se suman
entre sí en una especie de acreción continua. Todo está vivo, todo es y está
presente. Los imerima resumen toda posible historia en dos declives de la
realidad: La herencia de los oídos y la memoria de los labios. Oídos y labios
nos dicen, entrando al siglo XXI, que debemos darle al tiempo un cauce más
amplio a fin de dar vida y cabida a las múltiples culturas de un mundo que
corre el peligro de la uniformidad global pero también el de la dispersión
local. Ello requiere una crítica del tiempo dentro del patrón occidental que es
el nuestro, que a su vez implica una crítica de la historia como orientación
hacia el futuro, una crítica del progreso como ascenso lineal inevitable hacia
la perfección y, finalmente, una crítica cultural de la hegemonía y la
servidumbre internacionales en el siglo XXI. Además, el mundo nos ofrece hoy la
posibilidad de un tiempo sin tiempo, un tiempo que puede ser el fin del tiempo
si, como es posible, logramos asesinar a la naturaleza al tiempo que nos
suicidamos.
La defensa del tiempo es por todo ello defensa de la cultura
y de la manera de vivirla en la historia. Esa defensa tiene un sitio. Se llama
el presente, aquí y ahora. Porque el pasado ocurre hoy, cuando recordamos. Y el
futuro ocurre también hoy, cuando deseamos.
No puede haber presente vivo con pasado muerto. Cuando
expulsamos al pasado por la ventana, no tarda en regresar por la puerta
principal, disfrazado de las más extrañas maneras. Las guerras contra la
memoria son perdidas, al cabo, por quienes las emprenden. Tenemos que hacer
presente el pasado para comprender a las culturas reemergentes, insatisfechas
con la carrera de cabeza hacia un futuro sin cabeza, así como la tensión
interna, dentro de las propias culturas, entre las exigencias técnicas y
supranacionales de la aldea global y la afirmación de las diferencias locales,
los regionalismos, las microculturas y los ritmos temporales que les son
propios.
Todas estas tensiones suponen una reelaboración de los
conceptos de la temporalidad y del papel del lenguaje y de la imaginación en
una redistribución del reparto de las civilizaciones de acuerdo con tradiciones
más profundas y menos efímeras que las nuestras. México es un país mestizo e
hispanoparlante, pero sigue siendo, también, un país indio. Un repertorio de
posibilidades que hemos olvidado o aplazado o expulsado de nuestros conceptos
del tiempo progresista nos aguarda calladamente en el mundo indígena, reserva
de todo lo que hemos olvidado y despreciado, la intensidad ritual, la sabiduría
atávica, la imaginación mítica, la relación con la muerte, la manera de contar
el tiempo —narración y suma— no sólo como calendario solar sino como calendario
del destino, el tonopuhali de ciclos de veinte días, cada uno con su secuela
particular de trece días, hasta integrar un verdadero mándala del tiempo más
pleno, más abarcante, más orientado que nuestras simples concepciones lineales.
El tiempo siempre ha sido un problema. Desde el principio
del tiempo. Un problema redundante, puesto que el problema del tiempo es el
tiempo mismo. En la raíz del problema, hay dos maneras de concebir al tiempo.
Para unos, la realidad es cambio incesante. El mundo está en llamas. La ley de
los opuestos es cruenta. Todo tiende a convertirse en su contrario y es esto lo
que crea el cambio. La historia es la historia de la violencia. El tiempo es
lucha. El devenir y el flujo son la única realidad temporal. La permanencia es
ilusoria. Si el movimiento cesa, el universo se colapsa y el tiempo termina.
Para otros, sólo lo que permanece y dura es real. El flujo,
el movimiento y el cambio son meras apariencias. Platón concilia ambas
corrientes pero privilegia a la segunda. Si el cambio es real, la permanencia
es irreal. Si el cambio es irreal, la permanencia es real. El dualismo de
Platón nos dice que existe un mundo de formas, real y permanente, fuera del
tiempo y liberado del cambio: un mundo eterno. Pero hay otro mundo de objetos
sensoriales, basado en la apariencia y el cambio, que ejemplifica al mundo de
las formas en otro mundo de tiempos cambiantes. En el Timeo, el Creador explica
cómo transformó el Caos original en Orden universal. La inmensidad de Dios no
depende del espacio. La eternidad de Dios no depende del tiempo. Pero en cuanto
tiempo y espacio son ocupados por cosas y por eventos, cosas y eventos
coexisten en el espacio y se suceden en el tiempo.
Lessing dividió las artes en formas que coexisten en el
espacio (en pintura y escultura, artes de la impresión total e inmediata) y
artes que suceden en el tiempo (música y literatura). La gran cuestión de la
literatura moderna ha sido: ¿Por qué se ve obligada la escritura a la sucesión
en vez de a la coexistencia? Porque el lenguaje consiste de unidades sucesivas
y discretas. La revolución de la novela moderna ha consistido, en alto grado,
en rebelarse contra la fatalidad discreta y sucesiva. Pero lo mismo ha sucedido
en la música, en la física y en la poesía. Es la aspiración imposible a la
simultaneidad que, rebelándose contra la sucesión, no la derrota, pero la
transforma: Picasso, Pound y Eliot, Apollinaire, Joyce, Faulkner, Virginia
Woolf... Su grandeza es su propósito, pero su genio es el fracaso del
propósito, la medida del cambio logrado por la rebelión... La literatura es el
gran laboratorio del tiempo.
Otorgarle directamente la eternidad al universo fue
imposible, dice Platón. Pero el Creador «resolvió concedernos una imagen de la
eternidad en movimiento... y esto es lo que llamamos tiempo». El tiempo es la
imagen de la eternidad cuando se mueve. La eternidad en movimiento es el
tiempo. No ceso de maravillarme ante esta idea que es imagen. Pero admirado,
consolado o inspirado por ella, no me libero de la conflictiva relación con el
tiempo que es la mía —la de todos— porque sigo persiguiendo al tiempo,
arañándolo sin asirlo. Nacido, crecido, amado y siendo amado, deseando,
envejeciendo y al cabo, muriendo en el tiempo, nunca sabré lo que yo era cuando
aún no era —el pasado sin mí— o lo que seré cuando ya no sea —el futuro sin mí.
Pues por más que racionalicemos al tiempo, su reino —el
original y el fatal— es el misterio. Me pregunto por la sabiduría común de Dios
y el Diablo y digo que es una relación con el tiempo. Dice la Cábala: Nada
desaparece por completo, todo se transforma, lo que creíamos muerto sólo ha
cambiado de lugar. Permanecen los lugares. No les vemos cambiar de lugar. Mas,
¿qué es el tiempo sino medida, invención, imaginación nuestra? Cuanto es, es
pensado. Cuanto es pensado, es. Los tiempos mudan de espacio, se juntan o
superponen y luego se separan. Podemos viajar de un tiempo a otro sin mudar de
espacio. Pero el que viaja de un tiempo a otro y no regresa a tiempo al
presente, pierde la memoria del pasado (si de él llegó) o la memoria del futuro
(si allí tuvo su origen). Lo captura el presente. El presente es su vida. Y
todos, sin excepción, regresamos tarde a nuestro presente. El tiempo no se
detiene a esperarnos mientras viajamos al pasado o al futuro. Siempre llegamos
tarde. Un minuto o un siglo; da igual. Ya no podemos recordar que también
estamos viviendo antes o después del presente. Quizás nuestro pacto con el
tiempo es vivir en el presente sin memoria de nuestro pasado o de nuestro
porvenir, los más lejanos, no los más próximos, si de ellos llegamos a nuestro
hoy. A veces cruzamos miradas incomprensibles, en una calle, en un aeropuerto,
en un barco, en un almacén, en una escalera, en un ascensor, en una iglesia, en
un teatro, en un cementerio, que nos dicen: ¿Quién fuiste, dónde viviste antes,
dónde moriste antes? ¿Nos conocemos?
Si yo quisiera descargarme de la memoria algo atrozmente
triste, mi pacto con Dios o con el Diablo sería éste: —Quítame mi memoria y te
regalo mi alma. Pero ni siquiera Dios puede deshacer lo hecho. El Diablo, en
cambio, afirma que él sí puede convertir lo que fue en lo que no fue. Así
desafía y tienta Dios al hombre. Pero al olvidar un hecho atroz, ¿no corremos
el riesgo de olvidar también lo mejor de nuestras vidas, el tiempo del amor de
nuestros padres, de la belleza de una mujer, de la pasión de un hombre, del
orgullo de un hijo, de la alegría de una amistad, de todo? La cláusula
diabólica es: Olvidarlo todo o no olvidar nada.
Veo a un niño y me digo que cada hombre que nace
posiblemente reencarna a cada hombre que muere. Si quiero conocer la cara que
dentro de cuarenta años tendrá ese niño, me basta ir directamente al lugar
donde será bautizado: nombrado. Allí lo encontraré. Allí veré la cara que
tendrá el niño. Allí me diré que nadie puede terminar su propia vida. A nadie le
es dado vivir completamente su tiempo posible.
¿Quiénes son, entonces, los inmortales? Hay seres que no nos
hablan, pero nos miran. No nos ven, pero nos recuerdan. No nos recuerdan, pero
nos imaginan. ¿Quiénes son los inmortales? Los que vivieron mucho tiempo, los
que reaparecen de tiempo en tiempo, los que tuvieron más vida que su propia
muerte, pero menos tiempo que su propia vida.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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