Sobre la melancolía
de saberse no representado
La muerte de Romeo, en la tragedia shakespeariana: ¿la tragedia de las democracias? |
Por Carlos Bortoni
1.
Imaginemos por un segundo la puesta en escena de Romeo y
Julieta. Imaginemos también que —por alguna razón, la que resulte del agrado
del lector— Romeo no tiene representación alguna sobre el escenario. Es decir,
la obra no deja de ser Romeo y Julieta, la historia que se muestra ante los
ojos atentos de los espectadores no es otra que Romeo y Julieta; todo el mundo
sabe que Romeo existe y es parte de la trama pero —simple y llanamente— nadie
representa a Romeo. Imaginemos —abusemos de ello— que el espíritu del personaje
(el espíritu de Romeo) es consciente, tras bambalinas, de esta falta de
representación.
2.
Al no haber nadie que represente a Romeo, no hay forma de
que Romeo asista al baile familiar de los Capuleto. Como resultado de su
ausencia, Julieta termina matando la noche con alguien más, quizá con Paris,
como era la intención del señor Capuleto, quizá con Benvolio —primo de Romeo—,
quizá con un extra que sólo estaba en el escenario para simular la escena del
baile. No importa con quién, lo que importa es que Julieta se divierte un rato
y luego todo termina. No se vuelven a ver.
3.
Tras bambalinas, el espíritu de Romeo —que ve todo— no puede
intervenir. No hay nadie en el escenario que lo represente y le dé vida. De tal
suerte que ve a Julieta marcharse. Quizá incluso la ve salir al balcón y
confesar el desasosiego de sentirse utilizada por aquel individuo que
—aprovechando la ausencia de Romeo— ha ocupado su lugar. La melancolía se
apodera de Romeo ante el innegable hecho de existir fuera de la existencia.
4.
Resultaría burdo seguir con este planteamiento escena tras
escena. Supongo que la idea se entiende. La obra sigue su curso a pesar de
Romeo. La función debe continuar, con o sin los personajes principales; el
teatro no se detiene, mucho menos en tiempos donde el tiempo es dinero y los
actores deben cubrir dos o tres funciones seguidas. Así, la obra alcanza su
clímax con una Julieta que sale de un coma de dos días y cuarenta horas y se
descubre sola dentro de la cripta familiar. La escena es terrible, la soledad
resulta insoportable, nadie cuidaba el sueño de Julieta, nadie esperaba verla
despertar. Hace más de dos días que todos la dan por muerta, que todos han
retomado su rutina. Después de un breve instante de confusión, como el de quien
despierta un miércoles pensando que es sábado, Julieta toma una daga (que sin
razón alguna está a su alcance) y se atraviesa el corazón, incapaz de soportar
ese sentimiento de no tener lugar en este mundo.
5.
Detrás del escenario, detrás de cortinas y bastidores, Romeo
se lamenta de ni siquiera tener la posibilidad de quitarse la vida.
6.
La tragedia se reduce no al desamor, sino a la imposibilidad
del acto —o de la renuncia, da igual. La tragedia de esta puesta en escena de
Romeo y Julieta, donde Romeo no es representado, no existe más allá de eso
mismo, del hecho de que Romeo no es representado. Sin mayor trasfondo. La
tragedia, no hay que confundirse, no la vive Julieta sino Romeo.
7.
La democracia representativa deviene en esto. En una puesta
en escena donde los personajes no tienen representación. Es decir, el
personaje/ciudadano sale a votar cada tres años por una serie de
personajes/candidatos con la idea de que aquel que resulte electo por mayoría
habrá de representarlo. Sin embargo, el personaje/candidato electo no tiene
forma de representar a esa masa amorfa que es el personaje/ciudadano, no
necesariamente por malicia, no necesariamente por corrupción, sino —simple y
llanamente— porque la masa tiene más cabezas que la Hidra y no hay forma de
establecer comunicación alguna con ella. En consecuencia, el
personaje/candidato electo actúa como mejor le parece. En el mejor de los
casos, este actuar coincide con lo que la masa amorfa espera de él. Cosa
absolutamente accidental.
8.
El personaje/ciudadano, viviendo la misma tragedia —la de no
ser representado— que vivió Romeo queda condenado al absurdo y al estado
melancólico que deviene al cobrar conciencia de existir fuera de la existencia.
Justo en ello radica su tragedia. Sin importar lo que haga, las cosas, la vida
pública, las decisiones que habrán de ser tomadas en su nombre y que de alguna
u otra manera le afectarán seguirán su curso y no lo tomarán en cuenta. Por
supuesto que cuando digo sin importar lo que haga me refiero única y
exclusivamente a que el personaje/ciudadano salga a votar cada tres años o no
salga a votar. Cualquier otra acción queda fuera de este texto, como —por
definición— queda fuera del quehacer ciudadano en una democracia representativa
donde el poder se delega periódicamente a unos cuantos.
9.
La decisión que tome el personaje/ciudadano o la masa amorfa
(a estas alturas el lector tiene la libertad de llamarle como le venga en gana)
será archivada en los anales de las estadísticas electorales. Nada más. Si
vota, su voto será computado —correctamente o no, eso importa poco. Si no vota,
su abstencionismo será computado. Lo demás, la vida, seguirá su camino y el
ciudadano tendrá, en el mejor de los casos, oportunidad de verla pasar frente a
sus ojos. Como quien ve una obra de teatro en la que no participa.
© Revista Replicante
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