Por Beatriz Sarlo |
Esta semana, Elisa Carrió le pidió públicamente a Macri que
lo saque a Jorge Todesca del Indec y la reponga a Graciela Bevacqua. Antes había
hecho otras críticas. Conviene recordar que calificó a Angelici, el presidente
de Boca, como “operador judicial” de Macri. Carrió fue una dirigente
indispensable para romper el frente de centroizquierda, que incluía al
socialismo de Santa Fe y a Stolbizer junto a la UCR.
Fue indispensable, igual
que Sanz, para abrir el camino de Macri a la presidencia. El servicio de Carrió
al PRO fue grande, pero sus críticas actuales demuestran que no es una
incondicional. Para Carrió hay vida después de Macri.
El Presidente no parece un hombre agradecido ni generoso. Lo
primero que dijo después de que se armó Cambiemos es que su futuro gabinete no
representaría esa alianza. No le dio a Sanz lo que Sanz creyó que le
correspondía. Tanto que Sanz, otro albañil radical de Cambiemos, descubrió que
extrañaba su lejana Mendoza y la vida en familia. En cuanto a Carrió,
probablemente ella prefiere no deberle mucho a nadie y colocarse por encima del
tráfico cotidiano para ser la fiscal de la república.
Lejos de tomar esto como una ironía, hay que recordar que
las acusaciones de Carrió casi siempre demostraron tener bases sólidas. Eso
sucedió con las que hizo durante años contra Aníbal Fernández, que quizás hoy
puedan probarse ante la Justicia. Carrió siempre tuvo excelente información,
aunque la usara como si manejara sólo unos datitos sueltos. O sea que su
descripción de Angelici como lobista judicial de Macri no debería olvidarse.
Sobre todo no debería ser olvidada por el lugar que el fútbol y Boca ocupan en
el espíritu del Presidente.
Macri no ha invitado a Carrió a ninguna de las mesas donde
se sentó su Comando de Imagen y Discurso (un problema suplementario es que
Carrió no juega al fútbol). Imposible saber si alguna vez, desde que Macri es
presidente, se reunieron a solas. Pero no es imposible tener la hipótesis de
que el sin-corbatismo cool de Macri se opone a la beligerancia caliente de
Carrió. Son temperamentos que no tienen rasgos de sensibilidad en común.
Hay algo que separa a Carrió de Macri. Las cuestiones no
negociables son diferentes para cada uno de ellos. Las convicciones de Macri
son sobre decisiones económicas. Es frío como una anguila. Le saca las
retenciones a la minería y punto. Está convencido de que todas las
consecuencias de esa resolución pesan menos que sus beneficios. Fuera de las
decisiones económicas, Macri tiene un programa moral que muestra una indigencia
de concepto: la felicidad de la gente.
Conversaba hace poco con mi amigo el economista Rubén Lo
Vuolo sobre las mediciones de “felicidad”. Lo Vuolo me indicó algunos índices.
Para quien le gusten las listas está el Informe Mundial de la Felicidad
difundido por las Naciones Unidas, correspondiente a 2015. Los países más
felices son: 1. Suiza; 2. Islandia; 3. Dinamarca; 4. Noruega; 5. Canadá; 6.
Finlandia; 7. Holanda; 8. Suecia; 9. Nueva Zelanda; 10. Australia. Estos
países, con diferentes sistemas políticos, tienen en común un fuerte estado de
bienestar fundado en la mayor parte de ellos por gobiernos de centroizquierda,
pero mantenido sin cambios dramáticos por gobiernos de centroderecha.
Si Macri quiere realmente que la gente sea feliz, que se
ocupe de recaudar impuestos entre los que más tienen para financiar educación,
salud y servicios de la misma calidad para pobres y ricos. Hay otras listas con
otras metodologías que ordenan a los
países de manera diferente. Pero la de las Naciones Unidas da ese resultado,
que es el menos sorprendente de todos.
Recalculando la herencia. Muchos partidarios del Gobierno le
piden que denuncie la “pesada herencia”, llamada ahora “enorme trampa”; confían
en que sus consejos sean incorporados al discurso que pronunciará Macri ante el
Congreso el 1º de marzo.
Sin embargo, no sucedió que los funcionarios fueran mudos
sobre la “herencia/trampa”. Prat-Gay fue
bestialmente claro y pronunció las palabras “basura” y “grasa”, a falta de
mejores imágenes. El ministro de Energía describió una situación de catástrofe,
casi parecía que describía una escena de posguerra. El sindicalismo docente
difunde sus reclamos basados en la inflación pasada y futura, y ningún
negociador del Gobierno los desmiente afirmando que la herencia no es tan
pesada, sino que, a los tumbos y con inconsistencias, parecen darle la razón.
Finalmente, muchos de los que votaron a Macri lo hicieron sabiendo que no era
Flash Gordon (ni con música de Queen), y que recibía un país en problemas. De
todos modos, si Macri sigue los consejos de una parte de su equipo, podría
pronunciar un dramático “estado de la nación”.
Hay dos razones para no haberlo hecho todavía. La primera es
que no lo hizo durante la campaña, porque su estado mayor lo juzgó
contraproducente (algo así como la versión política de tirar pálidas en un
casamiento). La segunda es que su campaña se basó en la idea de un candidato
feliz y un futuro país feliz. Guarangadas como la de Prat-Gay estaban fuera de
lugar.
¿Quién le escuchó nunca a Marcos Peña decir cosas
desagradables? Corre el rumor de que es una lumbrera y, por lo tanto, debe
hacerlo por decisión política. En cambio, una tropilla de antikirchneristas
desalmados le está pidiendo al Presidente que se ponga el uniforme de combate y
hable de la maldita herencia. Basta esperar hasta el 1º de marzo en el Congreso
para ver si la herencia es más importante que la “unión y felicidad” de todos y
todas.
Nota al pie. Nadie
puede afirmar, con cierta inclinación por los juicios exactos, que Macri
recibió un país como el que recibió Eduardo Duhalde. Me permito sugerir a los
lectores el discurso de asunción presidencial de Eduardo Duhalde en enero de
2002. De ese discurso suele recordarse muchas veces la frase “quien puso
dólares… etc.”. Pero Duhalde hizo, además, un diagnóstico escalofriante de una
crisis como no se conoció ni antes ni después, que vale la pena releer para
tener una visión comparativa de las cosas: www.presidenciaduhalde.com.ar/system/objetos.php?id_prod=158&id_cat=36
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