Por Manuel Vicent |
El arte contemporáneo lo aguanta todo, salvo el que un patán
que no lo ama ni lo entiende, lo utilice para blanquear o refugiar el dinero
sucio de la droga o del expolio a mansalva del erario público. Una colección de
pintura sirve en muchos casos para dorar la biografía de un nuevo rico e
incluso permite especular con su valor de cambio, como viene sucediendo desde
los tiempos del Antiguo Egipto.
Pero el arte sufre una agresión mortal cuando un contratista
cateto, un político ladrón o un mafioso pelanas almacena en una guarida secreta
cuadros de pintores de renombre solo porque un compinche más enterado les ha
dicho que valen una fortuna.
Si en una subasta de Shotheby´s un asesino se enamora de un
Matisse, lo puja y lo paga debidamente, eso solo demuestra que es un asesino
muy refinado.
Si un ladrón se lleva de un museo una pequeña tabla de
Mantegna bajo el gabán impulsado por una pasión irremediable de poseerla,
adorarla y la encierra en un armario, se considera un caso de locura amorosa
que suele engendrar a veces el coleccionismo.
Puede un demente, llevado por la diabólica neurosis que a
menudo provoca la belleza, romperle con un martillo la nariz a la Piedad de
Miguel Angel sin que por eso la estética se destruya.
A lo largo de la historia el arte ha servido para perpetuar
la memoria de muchos tiranos; se ha visto involucrado en innumerables crímenes
y a su alrededor se han derramado caudales sangre.
A Cesar Borgia le diseñaba los cañones y los puñales
Leonardo da Vinci; en la Florencia renacentista la crueldad de los príncipes o
la lascivia de los papas no impedía su fervor por la belleza.
El arte contemporáneo también lo aguanta todo, la vanidad
del burgués, el esnobismo del diletante, la codicia del especulador, cualquier
pompa de jabón, todo salvo que lo manosee un zafio con las uñas sucias.
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