Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Que subió el dólar, que sólo se blanqueó la cotización que
ya tenía, que se levantó el cepo, que no había cepo, que aumentan las tarifas,
que en realidad les quitan los subsidios, que en la ciudad más rica se pagan
los servicios más baratos, que se despiden a trabajadores del Estado, que en
realidad se dieron de baja a avivados militantes, que el Papa es cómplice de
Milagro Sala, que sólo le mandaron el mismo rosario que le envían a cualquiera
que visite a Francisco, que en el hospital Posadas reventaron un resonador, que
se confundieron y pensaron que era una máquina para hacer alineado y balanceo a
sillas de ruedas. Todo es cierto, por más ambivalente que suene. Depende de
quién lo diga, cada medida de Gobierno tiene lógica o es un atentado a la moral
y las buenas costumbres.
Del mismo modo que garparía que muchos entiendan que empalar
exfuncionarios no está permitido por ninguna legislación occidental –por más
tentador que resulte– estaría bueno aclararle a los kirchneristas que no es
necesario hacer un manifiesto de cada nimiedad cotidiana que les pasa ni
contarnos la loca idea paranoica y conspiracionista de que todo es en contra de
ustedes. Lamento informarles que, si bien vivieron en una suerte de secta
durante los últimos dos lustros y medio, no son el centro del universo, Dios no
los castiga, nadie les está haciendo un gualicho y ni por asomo se los tiene en
cuenta individualmente a la hora de decidir si es necesario o no mantener y
financiar programas que no son políticas públicas.
La militancia tardía y mal entendida se degradó aún más
llegando a la pelotudez supina de tener que fumarnos en cualquier red social el
acoso de lamentos por gansadas. Son llorones, no hay caso. Un coro de fantasmas
con el futuro económico de sus bisnietos asegurado que se la pasan puchereando
en las Plazas los fines de semana preocupados por “el ajuste brutal” del 1% del
PBI o por la libertad de expresión. Entiendo que atravesar un sábado sin
compañía les resulta insoportable y que evaluar la vacuidad de sus vidas que
transcurren en un eterno devenir de días sin fama subsidiada puede parecerles
duro, pero realizar convocatorias para que el gobierno nacional no se apropie de
la palabra “alegría” es un poco mucho. Más allá del ridículo, suena fuerte
viniendo de quienes inventaron conceptos divinos como “soberanía satelital”,
“democratización de medios privados” o “peronismo de izquierda”.
Podrá resultar extraño, pero estas líneas no son una excusa
para hablar de mi gremio –periodístico– sino que vienen como anillo al dedo,
dado que en nuestras trincheras se han generado situaciones similares y que
generarían el mismo nivel de vergüenza si no fuera porque el común de los ciudadanos
no consume periodismo –si no me creen, saquen la ecuación
lectores/televidentes/radioescuchas/cantidad de habitantes, y hablamos– y
porque nos creemos grosos. Y hablo desde la generalidad de la primera persona
porque no sé si yo no merezco alguno de los palos que arrojo al aire desde este
texto.
Los periodistas vendríamos a ser como la cantera de la
sobreactuación. Va con onda, pero así como creo que “la Grieta” es un concepto
bastante flojo de papeles –por cuestiones que ya fueron abordadas en este otro
texto– y que sólo sirve para seguir machacándonos con que somos todos una manga
de inadaptados sociales, también sostengo que a muchos les viene fantástico. Y
me sumo a la ola, eh: yo no sé si estaría acá escribiendo estas líneas si las
circunstancias de los últimos años no me hubieran empujado hacia el periodismo.
Pero… Cómo decirlo de un modo sutil… Hay cada pelotudo con carnet de periodista
que se cree dueño de la única verdad y cada animalito que necesita sobresalir
todo el tiempo y no se da cuenta de que siempre es a costa de terceros. No
exageremos: nosotros no inventamos nada y nuestra materia prima son las
personas o los hechos producidos por esas personas. El tema es qué hace el
artesano con la arcilla, si construye algo único o vende latitas pintadas en la
peatonal, si obliga a pensar o prefiere demostrar cuántos libros leyó, si
trabaja sobre los hechos públicos de las personas o le gusta más hacer puré a
las personas en base a los trapitos de su vida privada, si le gusta el
periodismo o el show. Basicamente, si es periodista por función social o para
paliar un trauma no resuelto que le reduce el ego a la mínima expresión si no
consigue demostrar que es superior a cualquier colega que lo rodee y,
obviamente, muchísimo más capo que cualquiera que consume las columnas, notas o
informes que se hagan. Son esos colegas que tratan a los lectores de tal modo
que da la impresión de que, si tuvieran un comercio, se habrían quedado sin
clientes hace rato largo.
Es loable, también, la habilidad que tienen muchos para
victimizarse luego de hacer torta a alguien, e incluso en este punto hay
distintos cristales para mirar. No es lo mismo que lloren hostigamiento los que
desde el canal del Estado dedicaron dos horas diarias, seis días de cada una de
las 52 semanas de cada año desde 2009 a escrachar la vida de cada uno de los
que critican al Gobierno, que el muñeco que publica una investigación u opinión
y se come una amenaza. En sentido contrario, no es lo mismo protestar por
comerte una carta documento tras publicar una investigación que podría llevar a
la cárcel a un funcionario, que dar cátedra mediáticamente sobre por qué están
atentando contra la libertad de expresión del mundo occidental luego de que un
tipo que ni siquiera pertenece a la farándula te cagó a puteadas porque te
metiste con la vida privada de toda su familia.
Cuesta creer que personas que lo único que tienen es la
reputación no conciban otra forma de laburar que hacer mierda la reputación y
la vida de otras personas y de terceros inocentes. Y pasa. Pasa todo el tiempo,
del mismo modo que algunos presentan como “investigación exclusiva” cosas
incomprobables, operaciones abiertamente interesadas o burradas que ni se
calientan en llevar al terreno de la lógica.
Esto no pretende ser un nuevo capítulo en la eterna
discusión sobre el rol de los medios, sino sobre los periodistas como seres
humanos con licencia para escribir como cualquier otro, pero que, por esos
milagros de la humanidad, tenemos algunos grados más de impunidad que nuestros
conciudadanos. Fíjense lo básicamente humanos que seremos los periodistas que
muchos demuestran que, durante buena parte del kirchnerismo mantuvieron una
postura crítica por cuestiones comerciales, y hoy se nota cuando vemos que no
saben cómo reinventarse. Si tuvieran las ideas más claras, se darían cuenta de
que no tienen que reacomodarse en ninguna vereda ideológica: si se quedan
quietitos, resultarán más creíbles. Porque eso de criticar a uno lo que se le
perdonó al otro o sacar de contexto cosas que todos vivimos hasta hace nada más
que un par de meses, no sólo suena a desesperación por permanecer en el
candelero, sino que demuestra que la única forma que conocen de ejercer el
periodismo es haciendo a los demás más infelices de lo que ellos son.
Los que se niegan al cambio de las tecnologías de
comunicación merecen un capítulo aparte, y va más allá del extremo inentendible
de los periodistas de negarse a utilizar las redes sociales o, al menos, a
interiorizarse en cómo funcionan. Los formatos de papel como consumo de
noticias entraron en alerta roja en el ranking de especies en extinción con
contadas excepciones, que son las publicaciones de nicho, las revistas
especializadas o coleccionables. Por definición, un diario es un racconto de
sucesos ocurridos con antelación. Hoy nos informamos mientras el hecho ocurre.
Si eso pasa con una publicación que sale todos los días, imaginemos qué tan
excitante puede resultar consumir una edición semanal o mensual sobre
actualidad.
Los tiempos cambian y el que no se adapta, ya se jubiló. Así
como se le dijo “adiós” al linotipista cuando llegaron las máquinas off-set,
pronto se le dirá adiós al periodista que se resista a subirse al tren del
presente. Cuando asumió el macrismo, en las aulas se empezó a escuchar de boca
de los más veteranos del periodismo “ahora podemos enseñarle a ustedes cómo se
ejercía antes”, en clara alusión a la posibilidad que contamos ahora de llamar
a un funcionario y que nos atienda el teléfono. Para nuestra generación, que
eso ocurra es algo similar a que nos enseñen cómo usar un telégrafo: está
piola, pero dejame con los celulares inteligentes. Nos educamos en el
periodismo sin tener la posibilidad de que nos atienda ni un director general
de tercera línea y tuvimos que hacer las notas igual, en tiempo real porque hay
que publicar antes que la competencia y si otro portal lo saca antes, se
pierden lectores lo que se traduce en menos publicidad, ¿acaso hay que hacer un
curso para que nos enseñen a marcar un número, decir “buenas tardes” y preguntar?
En el siglo XXI ya no hay tiempo para que nos digan por teléfono lo que ya
sabemos porque emitieron un comunicado que se publicó por internet y se
compartió por redes sociales. No es falta de ganas de chequear: es que,
sencillamente, ya está chequeado. Y lo que el personaje de turno no quiere
decir públicamente, lo seguirá diciendo en off como toda la vida.
Sobreactuación, impostaciones morales, tribunales éticos,
buches, operadores, respuestas que nadie pidió para preguntas que ninguno hizo.
Algunos se comportan como si estuvieran librando una batalla para salvar a la
humanidad y apelan a conceptos comunicacionales anacrónicos, escriben en un
idioma que sólo ellos entienden y se muestran públicamente con una forma de ser
que pareciera que todos les molestamos, que la vida les duele, o que nada les
importa porque son mejores que el resto. Es el drama de crecer con Superman y
no darse cuenta de que Clark Kent se hizo periodista no para salvar al mundo,
sino para pasar desapercibido. Y no, no hay romanticismo en el periodismo.
Lamento que lo leas de este modo, joven argentino que estudias esta carrera por
creer que es como ser policía de investigaciones pero con menos estudios, lo
cual ya es bastante. Somos todos tipos comunes, más arruinados psiquiátricamente
que la media, sólo que algunos lo asumimos. El resto es un asilo donde se puede
encontrar todo el compendio de trastornos de la personalidad: egocéntricos,
depresivos, paranóicos, esquizoides, histéricos, narcisistas y antisociales.
Mercoledi. Gilbert Chesterton decía que “el periodismo
consiste esencialmente en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que
Lord Jones existía”. En Argentina consiste en decir “Lord Jones ha muerto” a
gente que no sabía que existía, reírse de ellos por su ignorancia y contar que
el padre de Jones tenía un romance con el jardinero, que a su vez fue
drogadicto en su adolescencia, fan de Justin Bieber y abusaba del Fotolog.
PD: Hace unos días falleció José María Stella. A José lo
conocí personalmente y laburé con él eventualmente, pero no es algo que venga
al caso. Al fin y al cabo, está lleno de obituarios en los que se aprovecha al
muerto para remarcar qué grosos que fuimos por haber permitido que el difunto
nos conozca. José era uno de los mejores periodistas que he conocido y generó
una suerte de revolución interna en el periodismo junto a Nacho Montes de Oca
gracias a Eliminando Variables. Fue una revolución silenciosa para los
consumidores de notas de investigación, pero dentro del gremio se sintió y
fuerte. En épocas en que los popes hablaban de censura, o preferían callar
atrocidades, o no sabían de qué disfrazarse para conseguir información sin que
se las regale un funcionario, estos dos tipos prendieron fuego todo desde una
plantilla de blogger y sin presupuesto. Para el dolor de cabeza de muchos,
buena parte de las causas que podrían terminar con sentencias judiciales en
contra de funcionarios del kirchnerismo –como el Plan Qunita–, salieron de la
mente obsesiva de José y el laburo de hormiga de Nacho. Algunas veces los
citaban, otras veces usaban sus investigaciones y se hacían los boludos, y
siempre, pero siempre lo hacían gratarola. Acordarse de José en las redes
sociales fue lo mínimo que pudieron hacer: demasiado barato les salió el
pésame.
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