Por Gabriela Pousa |
Todo parece asombro, nada lo es. Una vez más, los argentinos estamos aferrándonos a un
relato porque no gusta la realidad. No la realidad de Mauricio Macri sino la
realidad de un país saqueado durante doce años.
Nada es más fácil y cómodo que echar culpas a una
administración que aún no ha podido empezar a actuar por la simple razón de que
no hay qué administrar. Y nuestra
tendencia al lugar común, a elevar un dedo acusador nos vuelve a situar en un
rol de inconformistas que lamentablemente no tuvimos durante la era
kirchnerista.
A los Kirchner se les
toleró todo, a Macri no se le tolera nada. Claro que esa intolerancia se
plasma más en los medios de comunicación que en la calle en general. En el
supermercado, Doña Rosa reconoce que hay precios que suben por especulación. No es la política económica ni la falta de
política económica la que lleva a un kilo de tomates a costar hoy, 3 pesos más
que ayer y 2 menos que mañana. No hay ley de oferta y demanda, hay sí vestigio
de la enseñanza kirchnerista: “sálvese
quien pueda”, “el modelo es mi bolsillo”, “el otro no importa nada”.
El aire acondicionado a 24 grados no se lo pone pensando en
las necesidades de quienes sufren cortes de electricidad sino en la cuenta que
va a llegar. Este es el principal
problema del argentino, no es el kirchnerismo no es el macrismo. Ambos son
emergentes de una sociedad que no termina de madurar aún cuando los intentos
están.
Reconocernos azorados por las fotografías de ministros y
funcionarios recorriendo góndolas de supermercados no es racional. Que lo
normal deje de ser lo extraordinario. Hay
mucho marketing en esas imágenes y hay mucho infantilismo en creer que se es
mejor o peor por hacer las compras en jean o short. Que los funcionarios estén
conectados con lo real es un gran paso claro, pero no se necesita hacer filas
en el mercado para estarlo.
Es preferible que la gobernadora María Eugenia Vidal ocupe
su tiempo en desactivar la bomba que le dejaron en lugar de andar testeando
duraznos. Ya nos sorprendimos años atrás con Videla en un teatro. Y no es una crítica mordaz, es la necesidad
de que, ahora que contamos con gente idónea y capaz, se haga lo que no se ha
hecho en doce años. Vivimos una década de marketing y maquillado, lo óptimo es
comenzar otra de realismo sin mago, de conciencia plena de la herencia, de
paciencia que no es lo mismo que desidia ni falso “laissez faire”, no hay
cheque en blanco.
Posiblemente la única
crítica con base cierta que puede hacerse al gobierno actual radique en una
política comunicacional que no termina de aceitarse. Faltan decirse muchas
cosas, falta mostrar el cuerpo malherido de Argentina sin vendas, sin
maquillaje, sin que importe si las imágenes hieren la sensibilidad. Porque la
sensibilidad ya está herida, y si no lo está quizás sea más sano que se la
hiera con la verdad a que siga intacta y protegida con la falacia y la mentira.
El peligro de caer en otro relato aunque sea del propio
microclima en el que estamos es un tema que debe preocupar. La urgencia por
vivir la realidad tal cual es, aunque no guste y aunque duela más de la cuenta
es un imperativo para que el gobierno tenga éxito. Es entendible el titubeo en el sentido que en medio de este juego hay
seres humanos que sufren, hay vidas en juego. Un paso en falso involucra
sufrimiento humano.
La inflación es un tema de política económica, es un tema de
emisión, de déficit fiscal, de gasto público sin controlar, etc., pero también,
en esta Argentina es un tema de idiosincrasia y de gen nacional. Las políticas de shock han sido soluciones
por períodos no más. Y ¿cuál es el costo del shock? Esa es la respuesta que nos
debe sincerar.
Dos meses lleva de asumido el gobierno de Cambiemos. Nadie cambia de la noche a la mañana aunque
se ponga la mejor buena voluntad. Se está haciendo, con más o menos aciertos.
Ser un pueblo soberano implica también arremangarse y saber esperar que no es
lo mismo que aceptar ciegamente y dormirse en la comodidad como sucedió durante
el kirchnerismo. No es justo que lo que no se ha exigido en doce años se
exija en 60 días de gestión.
Que el problema de la Argentina sea de una buena vez
político y no social porque de lo contrario, ni Macri ni cualquier otro
dirigente lo podrá solucionar. Que el
argentino deje de querer estar mejor y empiece a querer ser mejor. No es una
mera cuestión dialéctica ni un asunto verbal o de conjugación.
Esto recién empieza, no resulta razonable pretender ya saber
el final. No puede ser más un relato
previsible, debe ser lo que es: una realidad a vivirse tal vez al estilo
popperiano de ensayo, prueba y error. De errar y volver a empezar sabiéndose
falible y admitiendo que se habita en una jungla donde se cercenaron todas las
reglas y la moral.
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