sábado, 20 de febrero de 2016

La economía contraataca

Por James Neilson
Si los políticos argentinos se destacan por algo, es por el desprecio que la mayoría dice sentir por el capitalismo como existe en otras partes del mundo, es decir, por lo económico como tal, ya que fuera de Corea del Norte y Cuba no se encuentran alternativas al sistema que tantos vilipendian. Desde comienzos del siglo pasado, están librando una guerra frontal contra los malditos números en nombre de valores supuestamente superiores. 

Con el apoyo entusiasta de una multitud de intelectuales biempensantes, clérigos solidarios y empresarios cortesanos, se han anotado un triunfo tras otro, dejando al enemigo exangüe, al borde de la muerte.

La campaña kirchnerista contra la economía nacional, la más reciente de una serie muy larga, fue exitosa porque a la mayoría le parecía perfectamente lógico empapelar el país de billetes Evita para estimular el consumo, aumentar el gasto público hasta niveles escandinavos con el pretexto de saldar ciertas deudas sociales, vaciar el Banco Central y sumar más ñoquis al ya sobredimensionado plantel estatal. Merced a tales actitudes, la Argentina es un país congénitamente inflacionario; sus gobernantes suelen pensar como la rana de la fábula que se hinchaba para parecer mayor de lo que en realidad era. No es del todo sorprendente, pues, que por enésima vez el costo de la vida esté subiendo a una velocidad desconcertante.

El presidente Mauricio Macri da a entender que quisiera poner fin a la gran rebelión nacional contra la realidad económica. Aunque cree que a la Argentina le convendría resignarse a ser un “país normal”, no le está resultando del todo fácil romper con las tradiciones que la han llevado a su incómoda situación actual. Lo mismo que Cristina y sus ultras, personajes como el profesor Axel Kicillof, los macristas siguen sacando ex nihilo cantidades asombrosas de dinero, repartiendo vaya a saber cuántos miles de millones de pesos devaluados entre gobernadores provinciales, intendentes municipales necesitados y sectores sociales postergados. Macri y Alfonso Prat-Gay esperan que los mercados, debidamente impresionados por tanta disciplina fiscal, les recompensen entregándoles dinero auténtico para que la economía se levante del lecho en que yace postrada antes de que los resueltos a mantener a raya el odioso capitalismo liberal hayan conseguido movilizarse.

Los guerreros anticapitalistas cuentan con muchas ventajas, de las cuales la más importante es cultural, en el sentido lato de la palabra. En la Argentina está prohibido ajustar; cualquier gobierno que lo intenta se ve incluido enseguida en la lista de enemigos mortales de la Patria. El temor a que Macri se animara a hacer algo tan inenarrablemente atroz casi le costó la presidencia. También está prohibido hablar de “techos” para las paritarias. Es que, como Sergio Massa nos recuerda cada tanto, por ser la Argentina un “país rico”, puede darse lujos negados a otros, razón por la que se opondría a cualquier iniciativa que le parezca neoliberal. Por su parte, Miguel Pichetto, el líder peronista virtual hasta que los compañeros logren poner su casa en orden, le ha informado a Macri que, a cambio de apoyo legislativo, tendría que brindar “asistencia financiera” a las provincias para obras de infraestructura.

El consenso, pues, sigue siendo que, aun cuando los recursos no sean infinitos, son mucho más elásticos de lo que nos dicen los encargados de manejarlos. A Macri, Prat-Gay, Rogelio Frigerio, María Eugenia Vidal y los demás no les serviría para nada aludir a la falta de fondos genuinos para entonces insistir en que sería suicida pasar por alto dicho pormenor. Nuestros dirigentes políticos y sus aliados saben muy bien que la buena voluntad conquista todo y que un gobierno que se resiste a entenderlo es perverso, ultraderechista.

Como nos han enseñado generaciones de pensadores radicales, siempre hay que subordinar lo económico a lo político. Afirmar que en ocasiones es preciso prestar atención a lo que dicen los mercados es propio de herejes.

Los macristas entienden muy bien que la cultura política nacional es hostil al realismo económico, de ahí sus esfuerzos por congraciarse con los interlocutores de turno prometiendo darles buena parte de lo que piden con la esperanza de que todo salga bien, pero corren el riesgo de verse superados por los acontecimientos. Desgraciadamente para ellos, y para muchos otros, lo económico ha decidido insubordinarse nuevamente contra quienes lo tratan con desdén. A menos que el Gobierno logre dominar la inflación, que es la fuerza de choque de lo económico en la guerra contra lo político, el aumento del costo de vida resultante provocará estragos irreparables.

La relación problemática con la racionalidad económica del establishment, que abarca no sólo el “círculo rojo” al cual suele aludir Macri sino también la intelectualidad progresista y una clase política mayormente populista, no es un síntoma de subdesarrollo, como uno podría suponer, sino una consecuencia de la consolidación prematura de una clase media equiparable con las de Europa occidental y América del Norte. En el mundo presuntamente avanzado, sectores influyentes comparten muchas actitudes con las elites argentinas, con las que intercambian ideas y consignas, pero han aprendido a convivir, si bien a regañadientes, con una “burguesía” productiva que es lo bastante poderosa como para defenderse contra los deseosos de avasallarla para ponerla al servicio de la gente.

Aunque en muchos países quienes hablan pestes del capitalismo parecen ganar las batallas culturales, no han logrado destruir el sistema del que todos dependen. En este terreno, sus equivalentes argentinos han sido mucho más eficaces porque hicieron sentir su presencia antes de que la economía pudiera diversificarse. Muchos progres anticapitalistas lo lamentan. Dicen que todo iría mejor si el país tuviera una “burguesía nacional” dinámica y competitiva, pero todos los intentos de crear una han fracasado de manera grotesca: sólo han servido para enriquecer a personajes como Lázaro Báez que, de más está decirlo, tienen muy poco en común con los empresarios norteamericanos, europeos, japoneses o surcoreanos.

Para que la gestión de Macri resultara exitosa, necesitaría contar con la colaboración activa del grueso de la clase política nacional. No la recibirá cuando las papas quemen, como pronto sucederá, a menos que sus integrantes reconozcan que los desastres cíclicos que sufre el país se deben en buena medida a su propia adhesión a la cultura política en la que se formaron. Desde el punto de vista de un sindicalista, tiene sentido reclamar subas salariales abultadas en base a argumentos éticos, insistiendo en que sería terriblemente injusto que los trabajadores pagaran por errores que ellos mismos no cometieron, pero hasta que haya más recursos los aumentos obtenidos por unos perjudicarán a otros. Asimismo, es comprensible que los gobernadores provinciales presionen al Gobierno nacional para que les dé más, mucho más, pero hay límites concretos a lo que estará en condiciones de ofrecerles. Tal y como están las cosas, la opción no está entre la austeridad “neoliberal” por un lado y “la justicia social” por el otro, sino entre un ajuste bien manejado y uno caótico, de la clase que suele aplicarse cuando un gobierno se resiste a asumir responsabilidades por temor a los previsibles costos políticos.

Los regímenes militares que periódicamente gobernaron el país entre 1930 y 1983 surgieron al difundirse la sensación de que “los civiles” no querían hacer frente a problemas urgentes que los obligarían a tomar medidas antipáticas. Si bien a partir de los horrores del Proceso la opción así supuesta se ha visto eliminada, muchos políticos, comenzando con los kirchneristas, siguen hablando como si creyeran que, pensándolo bien, cualquier alternativa al populismo manirroto sería igual a una dictadura castrense, lo que, a su juicio, significa que sería antidemocrático procurar administrar la economía con un mínimo de sensatez. Por ahora, la prédica en tal sentido sólo conmueve a una minoría pendenciera, pero no extrañaría demasiado que dirigentes opositores más moderados pronto empezaran a acusar a los macristas de querer empobrecer aún más a los ya muy pobres por motivos ideológicos malignos.

Podría dividirse a los políticos en dos bandas: una, que por desgracia suele ser minoritaria, es la de los resueltos a solucionar problemas concretos; otra se ve conformada por los expertos en aprovechar en beneficio propio las dificultades ajenas. Lo hacen atribuyéndolas a la maldad de sus adversarios, a siniestras camarillas foráneas y a la influencia nefasta de credos inhumanos como “el neoliberalismo”, para entonces deplorar la negativa de gobiernos relativamente sensatos a librar una guerra santa contra “el capitalismo salvaje” cuyos atropellos brutales tanto indignan a todos los buenos, sin excluir al Papa. Aunque rabiar contra los límites impuestos por la triste realidad económica sólo sirve para fortalecerlos todavía más, quienes lo hacen saben que, para erigirse en tribunos del pueblo, les convendría mucho más denunciar con vehemencia el estado lamentable del mundo que procurar brindar a las víctimas de décadas de voluntarismo facilista oportunidades para abrirse camino en la vida.

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