Por James Neilson |
Si los políticos argentinos se destacan por algo, es por el
desprecio que la mayoría dice sentir por el capitalismo como existe en otras
partes del mundo, es decir, por lo económico como tal, ya que fuera de Corea
del Norte y Cuba no se encuentran alternativas al sistema que tantos
vilipendian. Desde comienzos del siglo pasado, están librando una guerra
frontal contra los malditos números en nombre de valores supuestamente
superiores.
Con el apoyo entusiasta de una multitud de intelectuales
biempensantes, clérigos solidarios y empresarios cortesanos, se han anotado un
triunfo tras otro, dejando al enemigo exangüe, al borde de la muerte.
La campaña kirchnerista contra la economía nacional, la más
reciente de una serie muy larga, fue exitosa porque a la mayoría le parecía
perfectamente lógico empapelar el país de billetes Evita para estimular el
consumo, aumentar el gasto público hasta niveles escandinavos con el pretexto
de saldar ciertas deudas sociales, vaciar el Banco Central y sumar más ñoquis
al ya sobredimensionado plantel estatal. Merced a tales actitudes, la Argentina
es un país congénitamente inflacionario; sus gobernantes suelen pensar como la
rana de la fábula que se hinchaba para parecer mayor de lo que en realidad era.
No es del todo sorprendente, pues, que por enésima vez el costo de la vida esté
subiendo a una velocidad desconcertante.
El presidente Mauricio Macri da a entender que quisiera
poner fin a la gran rebelión nacional contra la realidad económica. Aunque cree
que a la Argentina le convendría resignarse a ser un “país normal”, no le está
resultando del todo fácil romper con las tradiciones que la han llevado a su
incómoda situación actual. Lo mismo que Cristina y sus ultras, personajes como
el profesor Axel Kicillof, los macristas siguen sacando ex nihilo cantidades
asombrosas de dinero, repartiendo vaya a saber cuántos miles de millones de
pesos devaluados entre gobernadores provinciales, intendentes municipales
necesitados y sectores sociales postergados. Macri y Alfonso Prat-Gay esperan
que los mercados, debidamente impresionados por tanta disciplina fiscal, les
recompensen entregándoles dinero auténtico para que la economía se levante del
lecho en que yace postrada antes de que los resueltos a mantener a raya el
odioso capitalismo liberal hayan conseguido movilizarse.
Los guerreros anticapitalistas cuentan con muchas ventajas,
de las cuales la más importante es cultural, en el sentido lato de la palabra.
En la Argentina está prohibido ajustar; cualquier gobierno que lo intenta se ve
incluido enseguida en la lista de enemigos mortales de la Patria. El temor a
que Macri se animara a hacer algo tan inenarrablemente atroz casi le costó la
presidencia. También está prohibido hablar de “techos” para las paritarias. Es
que, como Sergio Massa nos recuerda cada tanto, por ser la Argentina un “país
rico”, puede darse lujos negados a otros, razón por la que se opondría a
cualquier iniciativa que le parezca neoliberal. Por su parte, Miguel Pichetto,
el líder peronista virtual hasta que los compañeros logren poner su casa en
orden, le ha informado a Macri que, a cambio de apoyo legislativo, tendría que
brindar “asistencia financiera” a las provincias para obras de infraestructura.
El consenso, pues, sigue siendo que, aun cuando los recursos
no sean infinitos, son mucho más elásticos de lo que nos dicen los encargados
de manejarlos. A Macri, Prat-Gay, Rogelio Frigerio, María Eugenia Vidal y los
demás no les serviría para nada aludir a la falta de fondos genuinos para
entonces insistir en que sería suicida pasar por alto dicho pormenor. Nuestros
dirigentes políticos y sus aliados saben muy bien que la buena voluntad conquista
todo y que un gobierno que se resiste a entenderlo es perverso,
ultraderechista.
Como nos han enseñado generaciones de pensadores radicales,
siempre hay que subordinar lo económico a lo político. Afirmar que en ocasiones
es preciso prestar atención a lo que dicen los mercados es propio de herejes.
Los macristas entienden muy bien que la cultura política
nacional es hostil al realismo económico, de ahí sus esfuerzos por congraciarse
con los interlocutores de turno prometiendo darles buena parte de lo que piden
con la esperanza de que todo salga bien, pero corren el riesgo de verse
superados por los acontecimientos. Desgraciadamente para ellos, y para muchos
otros, lo económico ha decidido insubordinarse nuevamente contra quienes lo
tratan con desdén. A menos que el Gobierno logre dominar la inflación, que es
la fuerza de choque de lo económico en la guerra contra lo político, el aumento
del costo de vida resultante provocará estragos irreparables.
La relación problemática con la racionalidad económica del establishment,
que abarca no sólo el “círculo rojo” al cual suele aludir Macri sino también la
intelectualidad progresista y una clase política mayormente populista, no es un
síntoma de subdesarrollo, como uno podría suponer, sino una consecuencia de la
consolidación prematura de una clase media equiparable con las de Europa
occidental y América del Norte. En el mundo presuntamente avanzado, sectores
influyentes comparten muchas actitudes con las elites argentinas, con las que
intercambian ideas y consignas, pero han aprendido a convivir, si bien a
regañadientes, con una “burguesía” productiva que es lo bastante poderosa como
para defenderse contra los deseosos de avasallarla para ponerla al servicio de
la gente.
Aunque en muchos países quienes hablan pestes del
capitalismo parecen ganar las batallas culturales, no han logrado destruir el
sistema del que todos dependen. En este terreno, sus equivalentes argentinos
han sido mucho más eficaces porque hicieron sentir su presencia antes de que la
economía pudiera diversificarse. Muchos progres anticapitalistas lo lamentan.
Dicen que todo iría mejor si el país tuviera una “burguesía nacional” dinámica
y competitiva, pero todos los intentos de crear una han fracasado de manera
grotesca: sólo han servido para enriquecer a personajes como Lázaro Báez que,
de más está decirlo, tienen muy poco en común con los empresarios
norteamericanos, europeos, japoneses o surcoreanos.
Para que la gestión de Macri resultara exitosa, necesitaría
contar con la colaboración activa del grueso de la clase política nacional. No
la recibirá cuando las papas quemen, como pronto sucederá, a menos que sus
integrantes reconozcan que los desastres cíclicos que sufre el país se deben en
buena medida a su propia adhesión a la cultura política en la que se formaron.
Desde el punto de vista de un sindicalista, tiene sentido reclamar subas
salariales abultadas en base a argumentos éticos, insistiendo en que sería
terriblemente injusto que los trabajadores pagaran por errores que ellos mismos
no cometieron, pero hasta que haya más recursos los aumentos obtenidos por unos
perjudicarán a otros. Asimismo, es comprensible que los gobernadores
provinciales presionen al Gobierno nacional para que les dé más, mucho más,
pero hay límites concretos a lo que estará en condiciones de ofrecerles. Tal y
como están las cosas, la opción no está entre la austeridad “neoliberal” por un
lado y “la justicia social” por el otro, sino entre un ajuste bien manejado y
uno caótico, de la clase que suele aplicarse cuando un gobierno se resiste a
asumir responsabilidades por temor a los previsibles costos políticos.
Los regímenes militares que periódicamente gobernaron el
país entre 1930 y 1983 surgieron al difundirse la sensación de que “los
civiles” no querían hacer frente a problemas urgentes que los obligarían a
tomar medidas antipáticas. Si bien a partir de los horrores del Proceso la
opción así supuesta se ha visto eliminada, muchos políticos, comenzando con los
kirchneristas, siguen hablando como si creyeran que, pensándolo bien, cualquier
alternativa al populismo manirroto sería igual a una dictadura castrense, lo
que, a su juicio, significa que sería antidemocrático procurar administrar la
economía con un mínimo de sensatez. Por ahora, la prédica en tal sentido sólo
conmueve a una minoría pendenciera, pero no extrañaría demasiado que dirigentes
opositores más moderados pronto empezaran a acusar a los macristas de querer
empobrecer aún más a los ya muy pobres por motivos ideológicos malignos.
Podría dividirse a los políticos en dos bandas: una, que por
desgracia suele ser minoritaria, es la de los resueltos a solucionar problemas
concretos; otra se ve conformada por los expertos en aprovechar en beneficio
propio las dificultades ajenas. Lo hacen atribuyéndolas a la maldad de sus
adversarios, a siniestras camarillas foráneas y a la influencia nefasta de
credos inhumanos como “el neoliberalismo”, para entonces deplorar la negativa
de gobiernos relativamente sensatos a librar una guerra santa contra “el
capitalismo salvaje” cuyos atropellos brutales tanto indignan a todos los
buenos, sin excluir al Papa. Aunque rabiar contra los límites impuestos por la
triste realidad económica sólo sirve para fortalecerlos todavía más, quienes lo
hacen saben que, para erigirse en tribunos del pueblo, les convendría mucho más
denunciar con vehemencia el estado lamentable del mundo que procurar brindar a
las víctimas de décadas de voluntarismo facilista oportunidades para abrirse
camino en la vida.
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