Por James Neilson |
Como suele suceder toda vez que a la ciudadanía se le ocurre
patear el hormiguero peronista, quienes viven en él están corriendo de un lado
a otro en busca de un lugar seguro. Al encontrarse de golpe en un país casi
“normal” en que palabras como racionalidad figuran en los discursos de
referentes que hace poco juraban lealtad eterna al nada racional “proyecto” K,
no saben si les convendría más solidarizarse con los rebeldes de turno o
aferrarse a lo viejo.
Es que mucho ha cambiado desde que, para asombro de los
convencidos de que todo seguiría más o menos igual por un rato más, Mauricio
Macri se convirtió en el favorito para triunfar en las elecciones
presidenciales. La intransigencia malhumorada que estaba de rigor se ha visto
reemplazada por un espíritu de convivencia conmovedor. Viejos enemigos se
saludan. Peronistas de toda la vida se proclaman decididos a permitir que un
“gorila” permanezca en la casa de Perón hasta la fecha fijada por el calendario
constitucional. Quieren dialogar “constructivamente”.
Tal vez sólo sea cuestión de una etapa breve, como aquellas
en que las promesas que uno se hace al enfrentar un año nuevo aún parecen
realistas. Lo mismo que las personas que saben muy bien que sería de su interés
adoptar un modo de vida más sano pero pronto se enteran de que no les será dado
hacerlo, a veces los pueblos, luego de votar por una alternativa exigente,
prefieren recaer en rutinas a pesar de saber que les son malas. No será fácil
recuperarse después de una borrachera de más de diez años. Aun cuando, al salir
del coma etílico, el recién despertado se afirme resuelto a ser en adelante un
dechado de sobriedad y cumplir con todos los deberes, no le gustará tener que
pagar por los destrozos que cometió mientras todo le pareció posible. Por mucho
que diga que no puede ser verdad que haya gastado muchísima plata en
estupideces, que se haya peleado con medio mundo o que se haya dejado embobar
por una señora que le hablaba de las propiedades afrodisíacas del chancho y
decía que era una arquitecta egipcia o algo igualmente raro, tendrá que
soportar las consecuencias.
Con todo, si bien es legítimo sentir cierto escepticismo
frente a la mutación aparente que acaba de experimentar el universo político
nacional, no sorprendería demasiado que terminara consolidándose. La cultura
política argentina es presidencialista, casi monárquica y todo hace prever que
siga siéndolo. Además de gobernar, el jefe de Estado desempeña un papel
pedagógico. Siempre y cuando logre afianzarse en el cargo, puede incidir en la
forma de pensar de millones de personas. En efecto, ya está haciéndose sentir
el “estilo M” que, por fortuna, es mucho más simpático que el rencoroso y
vengativo “estilo K” que se difundió, con rapidez alucinante, más de doce años
atrás.
La proliferación de kirchneristas en los meses que siguieron
a la llegada a la Casa Rosada de Néstor Kirchner y su comitiva de patagónicos
se debió a la impresión de que era un hombre fuerte que, como dirían hasta sus
adversarios, podría “restaurar la autoridad” de la presidencia. En base a dicha
sensación, tanto él como su esposa pudieron vender al por mayor ideas que
semanas antes la mayoría hubiera considerado perversas, como, entre otras, las
que sirvieron para hacer de los terroristas montoneros paladines de la
democracia.
A juzgar por los resultados de las elecciones de 2003, una
parte sustancial de la ciudadanía estaba a favor del capitalismo liberal
defendido por Carlos Menem y, de manera menos engañosa, Ricardo López Murphy, o
la versión atenuada propuesta por Adolfo Rodríguez Saá. En aquel entonces, muy
pocos se sentían atraídos por el chavismo light o por otras causas caras a la
izquierda populista. Pero, como Néstor entendía muy bien, aquí las presuntas
preferencias ideológicas de la gente carecen de significado. Aunque para una
minoría reducida, las elucubraciones teóricas de los fascinados por tales
asuntos sí importan, para los demás, las prioridades así supuestas son tan
ajenas como las que mantienen ocupados a los teólogos, razón por la que a
Cristina pudo confeccionar con tanta facilidad el “modelo” que su sucesor está
procurando desmantelar.
Por ser tan monárquico el país, no extraña que el sistema
político nacional haya comenzado a reordenarse en torno a Macri, un dirigente
que entiende que los eventuales errores perpetrados por un mandatario “fuerte”
lo perjudicarían mucho menos que los aciertos de uno supuestamente “débil”. Ya
antes de iniciar su gestión, el aún jefe del gobierno porteño lo señaló al
negarse de forma tajante a ofrecerle a Cristina la protección jurídica que
necesitaría. Asimismo, no bien tomó posesión de la Casa Rosada, se puso a
emitir decretazos que, si bien molestarían a los constitucionalistas de
Cambiemos, lo ayudaron a conectarse con los muchos que habían temido que
resultara ser un mandatario hamletiano atormentado por dudas que un día huiría
en aquel helicóptero emblemático.
Tal estrategia entraña riesgos; al acatar las reglas no
escritas, los tristemente famosos “códigos de la política” nacional, Macri
podría fortalecer el orden tradicional que aspira a modernizar, pero dadas las
circunstancias tuvo que mostrar desde el vamos que no se sentía intimidado por
las muchas dificultades que le sería forzoso superar para que su gestión
resultara adecuada. Será por tal motivo por lo que, a pesar de la conciencia
generalizada de que un ajuste doloroso está en marcha, el nivel de aprobación
alcanzado por Macri es llamativamente alto. Según algunos, es superior al setenta
por ciento. De ser así, se trata de un premio a su voluntad de actuar como un
jefe auténtico, algo que, en una sociedad de cultura cuasi monárquica, es
fundamental.
De todos los políticos del país, Cristina debería entender
mejor lo que está sucediendo. El poder a todas luces antidemocrático que, con
la connivencia de los demás, se las arregló para amasar no fue producto de sus
peroratas ideológicas, de la línea que bajaba a sus seguidores, o de la prédica
furibunda de los medios propagandísticos subsidiados por los contribuyentes con
los cuales esperaba crear un movimiento político tan duradero como el fundado
por el general, sino del mero hecho de que ocupara el centro del escenario
político y no permitiera que nadie lo olvidara. Desplazada de tal lugar y
privada de la caja, el poder que creía suyo por derecho ideológico no tardaría
en jibarizarse.
Felizmente para los macristas, Cristina está repartiendo
entre los “traidores” en potencia buenos pretextos para abandonarla a su
suerte. La resistencia salvaje que se propuso contra “el oligarca neoliberal”
Macri y que le brindó una excusa para boicotear la transición ha resultado ser
un bumerán. Las órdenes que envía por teléfono desde su reducto en El Calafate
motivan más indignación que obediencia, mientras que las andanzas de los
muchachos y muchachas –algunos ya entrados en años– de La Cámpora sólo han
servido para ponerlos en ridículo; por cierto, no los ha ayudado mucho el
acampe revolucionario de Máximo y su gente en una oficina del Congreso.
Parece que la señora tiene la intención de regresar a la
vida pública encabezando una “fundación” parecida a las armadas por los ex
presidentes norteamericanos; aún cuenta con el dinero suficiente como para
financiar una muy grande, pero es poco probable que lo invierta en una aventura
política que, tal y como están las cosas, le sería contraproducente.
Macri no ha tenido que esforzarse mucho para ampliar las
fisuras que día tras día agrietan los “bloques” parlamentarios K. Como Néstor y
Cristina sabían muy bien, la presidencia es un imán poderoso. Los gobernadores
provinciales, sin excluir a la pobre Alicia Kirchner que de su cuñada heredó un
desbarajuste antológico, con Lázaro Báez adentro, que no estará en condiciones
de manejar, necesitan contar con la comprensión del jefe nacional. Lo entienden
muchos diputados, como aquellos que acompañaron a Diego Bossio para separarse
de la bancada kirchnerista. Tienen motivos de sobra para no querer verse
acusados de obstruccionismo. Los macristas más optimistas confían en que lo que
muchos ya llaman el kirchnerismo residual pronto quede reducido a una pequeña
facción de revoltosos que compitan en la calle con los trotskistas y bandas
antisistema como Quebracho.
Se trataría de un destino triste para una agrupación que en
su momento se creía hegemónica. No le servirá de consuelo recordar que algo muy
parecido le sucedió al menemismo que, luego de su propia década ganada, se
hundió sin dejar rastro. Muchos que militaron en las huestes del caudillo
riojano olvidaron casi enseguida de su participación en aquella epopeya para
sumarse primero a las de Eduardo Duhalde y, un poco más tarde, a las
kirchneristas. En la actualidad, los aún capaces de hacerlo están preguntándose
si les convendría más metamorfosearse en macristas o, por las dudas, acercarse
a sus aliados coyunturales Sergio Massa o el salteño Juan Manuel Urtubey, el
que, para horror de los compañeros menos flexibles, asegura que, si bien no es
macrista, afirma: “En 60 días se lograron en Salta cosas que en 8 años no pudimos
lograr”. De tal modo que, desde el punto de vista de los mandatarios
provinciales peronistas, es mucho mejor tener a Mauricio en la Casa Rosada que
a alguien como Cristina.
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