Por Arturo Pérez-Reverte |
Asombra y a menudo acojona, o por lo menos a mí me pasa, el
modo en que la simpleza más frívola, la estupidez más elemental, querido
Watson, triunfan en sociedad. No se trata sólo de esta España nuestra, y eso
tiene una doble lectura. Creo. Por un lado, mirando los periódicos, la tele o
Internet, consuela comprobar que en todas partes cuecen habas y que la
gilipollez no tiene fronteras. Que igual de tonto puede ser un chino que uno de
Murcia.
Sin embargo, por otra parte eso descorazona mucho, pues cada vez le
deja a uno menos lugares posibles donde refugiarse cuando todo acabe por irse
al carajo.
Como ven, hoy me desayuno apocalíptico. Pero es que hay
temporadas que lo apocaliptizan -o como se diga- a uno. Llevo un tiempo forzado
por la perra vida a moverme en ambientes donde el porcentaje de tontos por
metro cuadrado es superior a la media, y eso castiga mucho el hígado. Lo que
más me revienta es que yo mismo, por imperativos casi legales, me veo forzado a
asumir las reglas de estolidez ya establecidas, y no soporto la cara de imbécil
que veo si me miro en un espejo. Pero es lo que hay. Por eso hoy me desahogo
aquí, dándole a la tecla.
Sobre tonterías ajenas -las mías no se las voy a contar a
ustedes- les refiero la penúltima. Acabo de recibir carta de un lector
afeándome que use la frase enfermedad
histórica. No ya cáncer,
como cuando hace poco una lectora con esa dolencia me recriminó, muy
destemplada, escribir cáncer de la
sociedad, o cuando otra, también señora, criticó que utilizase la
palabra autismo político para
definir la cara de pasmado, la parálisis facial -otra enfermedad, por cierto-
con que Mariano Rajoy se ha enfrentado en sus cuatro años de legislatura, entre
otras cosas, a la insultante arrogancia del ex presidente Mas y sus compadres.
Ahora, ese lector bienintencionado me pide que reflexione sobre lo mal que
pueden sentirse los enfermos de cualquier clase y estado cuando se topen, en
mis textos, con esa desafortunada expresión: enfermedad histórica, enfermedad
social. Lo maltratados -supongo que se refiere a eso- que van a sentirse, no ya
los que tienen la poca suerte de padecer cáncer, sino también los diabéticos,
los asmáticos, los alopécicos, los que están en diálisis, los que tienen
hemorroides o los que pillan un catarro. Lo mucho que se van a cabrear conmigo,
todos ellos. La de novelas que voy a dejar de vender. Lo que se van a ciscar en
mis muertos.
Por cierto. Ya que hoy hablamos de estupideces, hay una que
no deseo pasar por alto, porque se refiere a mi colega y camarada de armas Javier
Marías. Y hay varios cantamañanas que han estado dándole la brasa al rey de
Redonda, reprochándole que en fecha reciente criticara unas declaraciones de
Pablo Iglesias sobre el posible envío de soldados españoles a combatir el
yihadismo en África, en las que el líder de Podemos advertía «Ojo, que nuestros soldados podrían volver
en cajas de madera». Y a eso respondía Javier, con absoluta sensatez, que
volver en cajas de madera es, precisamente, uno de los inconvenientes naturales
que tiene ser soldado, desde que el mundo y las guerras existen; y que objetar
eso es como recomendar que los bomberos no apaguen incendios porque las llamas
pueden quemarlos, o que los policías no se enfrenten a atracadores ni asesinos
porque los malos pueden pegarles un tiro.
Pues, en fin. Oigan. Tan lógicos razonamientos han sido
vituperados en las redes sociales, llamando a Javier militarista, a sus años y
con su currículum, por decir que los soldados están para ser soldados como su
propio nombre indica, no para causas humanitarias. Lo que demuestra, como
tantas otras cosas, que cada vez nos alejamos más de la
realidad real de las cosas, para introducirnos gozosamente en un
mundo idiota donde de la obviedad hacemos una noticia, y además discutimos
sobre ella. Imaginen un mundo en el que si, por ejemplo, nos invade un ejército
islámico desde el sur o de donde sea -lo del norte empieza a ser posible- no
podamos defendernos porque nuestros líderes opinan que bajo ningún concepto
deben morir soldados en combate. O un mundo donde no puedan usarse palabras
para definir cosas, porque esas palabras -ocurre con casi todas- también tienen
lectura peyorativa. Textos, en fin, donde soldado (protestarían los antimilitaristas), divorcio (protestarían los
divorciados), ruina (protestarían
los arruinados), mugre (protestarían
los mugrientos) y millones de otras palabras quedaran proscritas, para no
irritar a nadie. Ni siquiera imbécil podría
utilizarse, para no ofender a los millones de imbéciles en que nos estamos
convirtiendo todos.
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