Por Manuel Vicent |
Antes de que Einstein en 1916 demostrara teóricamente la
existencia de las ondas gravitacionales, producto del choque de dos agujeros
negros que tuvo su origen a miles de millones de años luz, y la ciencia fuera
capaz de detectarlas, algunos seres privilegiados de nuestro planeta ya las
habían incorporado a su espíritu.
La infinita armonía de ese sonido del espacio puede que
estuviera inserta en los golpes de cincel de Fidias, en el ritmo de un verso de
Ovidio, en la Venus de Botticelli saliendo del mar, en la inspiración de Mozart
al componer su concierto de clarinete, en la garganta de Louis Armstrong.
El alucinante cataclismo que produjeron en un punto del
universo dos galaxias al devorarse, después de miles de millones de años luz,
tal vez ha terminado vibrando en las cuerdas del arpa con que una chica
angelical ameniza una cena de mafiosos en un restaurante con tres estrellas
Michelin caídas también del espacio.
De la misma forma que las ondas gravitacionales han sido
captadas por el experimento LIGO, puede que algún día la física cuántica
demuestre que el alma de las personas y de los animales también obedece a la
fórmula E=mc2 de Einstein como resultado de aquella explosión. ¿Qué es el
espíritu sino una contracción del tiempo y el espacio?
Las almas que pueblan esta mota de polvo cósmico que es la
Tierra forman un solo cuerpo místico, cuya materia al transformarse en energía
engendra el bien y el mal, el paraíso y el infierno, la inteligencia clara y el
fanatismo.
De aquella inmensa bola de fuego se ha derivado la sabiduría
de Platón, la serenidad de Buda, la lámpara de Aladino, el éxtasis de los
sufíes, el sudor de todos los esclavos, la hoguera en la que ardió Giordano
Bruno, la navaja de Jack the Ripper, los pies alados de Margot Fonteyn.
Todos estamos sin saberlo en un agujero negro.
0 comments :
Publicar un comentario