Por Octavio Paz |
En todas las vocaciones intervienen dos elementos: el
llamado y el aprendizaje. ¿Qué es el llamado? Me parece imposible definirlo.
Sin conocer exactamente la razón, un día sentimos una atracción inexplicable
hacia esta o aquella actividad: la herrería, la actuación escénica, la
equitación, la música. Casi siempre esa atracción es irrefrenable; casi siempre
también está asociada a la habilidad o al talento que requiere la actividad que
nos atrae.
Cierto, la excelencia es rara y sentir atracción por esto o aquello
no implica necesariamente talento o maestría. Aunque el talento sea raro en
todos los oficios, el llamado nace de una disposición innata que nos otorga, en
proporciones variables, la capacidad de hacer las cosas. Además, nos da el goce
de consagrarnos a aquello que amamos. El llamado es interior y puede ser
instantáneo o paulatino; apenas se manifiesta, deja de ser una revelación, es
decir, el descubrimiento de una afición oculta, para convertirse en una
imperiosa invitación a hacer. La palabra central, el corazón del llamado, no es
el conocer sino el hacer. Es un hacer inseparable de nuestro ser más íntimo: el
pintor pinta porque cree, y en parte es verdad, que sólo en y por la pintura
llegará a ser lo que es; pintar es su destino y sin la pintura él no tendría
existencia real, sería una sombra de sí mismo.
El cuadro o cualquiera otra obra posee una existencia
independiente de su hacedor. La mesa para el carpintero, el puente para el
ingeniero y el óleo para el pintor, una vez terminados se separan de aquellos
que los hicieron. La vocación nos llama a ser lo que somos a través de algo
distinto de lo que somos: obras, objetos, ideas, actos. Lo interior se
transforma en lo exterior. La vocación nos dice: tú eres lo que haces. De ahí
que en todos los oficios y las artes lo ideal sea la objetividad. Extraña y
diaria paradoja: el sujeto, para realizarse, debe desaparecer. ¿Qué queda del
hombre Shakespeare en las obras de Shakespeare? ¿Quién fue realmente Esquilo?
La biografía de Dante es un puñado de datos dispersos sobrenadando en lagunas
inmensas. No importa: la Commedia nos
dice todo lo que tenemos que saber sobre Dante y su época. No niego que en
muchas obras, sobre todo en las modernas, triunfa la subjetividad y con
demasiada frecuencia aparece en ellas, apenas disfrazado, el autor con sus
manías y sus tics. Pero en otras obras modernas —no son pocas y varias son
excelsas— la subjetividad se redime: el yo del poeta y del novelista se
desprenden de su autor y alcanzan una suerte de objetividad ejemplar. Lo particular,
sin desaparecer, se vuelve universal.
El hombre, decía Aristóteles, es imitador por naturaleza y
el aprendizaje comienza con la imitación. Sin ella, serían inexplicables todas
las vocaciones, pues ¿de dónde viene el llamado sino de un movimiento anímico
que nos lleva a emular e imitar al que admiramos? La admiración nace de la
capacidad maravillosa de asombrarse. Es un sentimiento frecuente en la infancia
y en la adolescencia. Una obra o una persona nos inspira asombro y, si ese
sentimiento es profundo, algo más pleno: adhesión. Nos identificamos con
aquello que admiramos y entonces brota el deseo de imitación. Por la imitación
nos apropiamos de los secretos del hacer. El llamado nos invita a hacer; la
imitación nos enseña cómo hacer. Guía
a veces pérfida y que puede convertirnos en repetidores sin originalidad. Del
mismo modo que el hacedor debe desaparecer, así sea parcialmente, en lo que
hace, el imitador debe saltar y penetrar en el territorio desconocido de la
invención. Pero para llegar a ese territorio debe pasar por la imitación. Su
aliado en esa exploración de lo desconocido es justamente lo que ha aprendido
en sus imitaciones; si ha sido capaz de dominarlas, está listo para dar el
salto. Todos los escritores y autores comienzan imitando; todos, si tienen
talento, convierten sus imitaciones en invenciones. Los poetas, sin excluir a
los más grandes, recurren sin cesar a la tradición y en sus obras se encuentran
siempre pasajes que son tejidos de alusiones a las obras del pasado. Lo
sorprendente es que esas alusiones se transforman en algo nuevo y nunca oído.
La poesía y la novela están hechas de lugares comunes inmemoriales que el autor
transmuta en expresiones inéditas. La comparación entre el amor físico y el
combate es tan antigua como la poesía misma pero Góngora la recrea en una línea
que nos sorprende como caída del cielo: "a batallas de amor campo de
plumas". La originalidad es la hija de la imitación.
Poco puedo decir acerca del misterio del llamado. Digo misterio porque me parece que no ha sido
nunca enteramente elucidado: ¿de dónde viene, quién lo dice, es una disposición
innata? Cualquiera que sea nuestra respuesta a estas preguntas, lo cierto es
que el llamado nos elude si tratamos de definirlo en términos precisos. Sin
embargo, es una experiencia conocida por infinidad de personas y en distintas
épocas. En mi caso bastará con decir que, niño todavía, conocí la atracción por
las palabras; me parecían talismanes capaces de crear realidades insólitas. Al
llegar a la adolescencia, la fascinación ante el lenguaje se convirtió en
tentación: quise escribir poemas en los que cada palabra y cada sílaba tuviesen
un color y una resonancia capaces de recrear estados anímicos —emociones,
sentimientos, sensaciones, ensoñaciones— que de otra manera eran inexpresables.
Escribir poesía fue un rito secreto, ejercido a espaldas de los adultos o en su
contra. Ingenua temeridad: mis versos no eran sino líneas inánimes y era
desoladora la distancia entre ellas y la emoción que experimentaba al
escribirlas. El rito, colindante con el sacramento y la blasfemia (la poesía me
parecía una actividad fuera de la ley) se resolvía invariablemente en lugares
comunes. Naturalmente yo apenas si me daba cuenta de esos repetidos fracasos.
A medida que pasaba el tiempo y mis lecturas se extendían,
mis poemas cambiaban. Esos cambios eran el resultado de mi ansia de perfección
y de mi paulatino adiestramiento, pero asimismo de la imitación. Ya señalé que
la admiración es el origen; comenzamos admirando y de ahí pasamos a la
emulación: queremos ser como aquel que admiramos o hacer una obra como aquella
que amamos. Mis primeras admiraciones están asociadas al mundo que rodeó a mi
infancia y a mi adolescencia: la biblioteca familiar y el culto a las letras.
El patriarca de mi familia, mi abuelo, Ireneo Paz, era un escritor y
periodista, autor de novelas, leyendas históricas, obras de teatro, poemas e
innumerables artículos políticos y de actualidad. Sería injusto no mencionar su
sátira política; algunos de sus sonetos son memorables. Yo admiraba a mi abuelo
pero también, y aun más, a sus admiraciones: Cervantes, Quevedo, Pérez Galdós,
algunos poetas modernistas mexicanos como Gutiérrez Nájera y Díaz Mirón, los
historiadores del México antiguo y varios clásicos y modernos. Otra influencia:
mi tía Amalia, gran lectora de literatura francesa y devota de Balzac. Las
admiraciones de ambos fueron mis admiraciones aunque yo muy pronto tuve otras y
muy distintas. Fui un lector desordenado y ávido; devoraba novelas y libros de
historia; en cambio, leía lentamente los libros de poesía, releyendo los poemas
que me impresionaban: quería aprender. Mis lecturas me revelaron que ignoraba
los rudimentos del arte poético. Para remediar esta falla quizá debería haber
acudido a mis maestros de literatura, ya que para entonces cursaba los primeros
años del bachillerato. Preferí hacer las pesquisas por mí mismo. Por azar,
descubrí en un estante un pequeño libro: el tratado de retórica y poética del
sevillano Narciso Campillo. Lo leí y releí. No comulgaba con la estética
neoclásica del autor pero sus lecciones y, sobre todo, sus ejemplos, tomados de
los clásicos, me llevaron por el buen camino. Supe lo que eran un endecasílabo
y una sinalefa, cómo se componía un soneto, las diferencias entre la rima
consonante y la asonante y, en fin, las formas principales de nuestro verso: el
romance, la seguidilla, el villancico, los tercetos, la octava real y todas las
otras. Desde entonces el interés por la prosodia española no me abandona: la
poesía es ante todo una construcción rítmica y ni siquiera el llamado verso
libre escapa a la ley del ritmo. En cuanto a mis modelos: descubrí a los
clásicos, me enamoraron los modernistas hispanoamericanos y de ellos salté a
los poetas contemporáneos de España y de América. Fui un lector fiel de las
revistas literarias de esos días: en España, de la de Occidente y, más tarde, de Cruz
y Raya; en América, de la argentina Sur
y de Contemporáneos en México. Quería
ser un poeta moderno y ellas fueron, para mí, la fuente de la modernidad
intelectual, estética y poética.
¿Y la prosa? Casi al mismo tiempo que la poesía, comencé a
escribir cuentos. Tendría yo unos 15 años y mis primeras tentativas fueron un
eco de mis lecturas infantiles: los libros y cuadernos de aventuras, de Buffalo Bill a Robinson Crusoe y de Las mil
y una noches a los cuentecillos que publicaba la editorial Calleja y que
podían comprarse por unos pocos centavos. Más tarde escribí otros cuentos, con
mayores pretensiones literarias y con temas urbanos que me parecían insólitos,
como las confidencias de una esquina a un farol. También pequeños textos:
algunos eran monólogos líricos y otros descaradamente sexuales. No fueron
muchos y todos se han perdido. Ninguno de ellos valía gran cosa pero revelaban
cierta afición por las ficciones literarias. ¿Por qué abandoné tan pronto el
género? No lo sé. En todo caso, tuve una recaída y entre 1949 y 1950 escribí Arenas movedizas, un delgado volumen
recogido en el primer tomo de mi Obra
poética.
Fui un lector apasionado de novelas y confieso que me
hubiera gustado escribir algunas. Pero la ficción novelesca exige tiempo; hay
que sentarse todos los días, durante muchas horas, para contar una historia,
pintar a unos personajes, idear una intriga y describir un cuarto o una ciudad.
Tal vez mi temperamento no se aviene a esos rigores: la poesía es sintética y
pide una concentración opuesta a la de la novela. El novelista desarrolla,
describe, narra, analiza y, en suma, distiende al tiempo; el poeta lo comprime
y debe decirlo todo en unas cuantas líneas. El tiempo de la poesía es maleable;
para escribir las tres líneas de un haikú o las 14 de un soneto hay que
esperar, en ocasiones meses y aun años. Pero esas largas esperas se resuelven
en un relámpago. Esta es una de las grandes alegrías que nos da la poesía,
siempre en perpetuo vaivén entre el instante y lo eterno.
Aunque desde el principio me incliné por la poesía, seguí
leyendo novelas. No me dejaba la tentación de escribir una. Al fin, en 1942, me
decidí. Comencé con entusiasmo, seguí durante algunos meses y llegué a unas 200
páginas pero no logré terminarla. Mi única novela quedó en borrador informe.
Esta actitud, mitad fervor y mitad desidia, contrasta con mi apasionado y
continuo interés en el ensayo, las reflexiones y la crítica. Desde mi
adolescencia me interesó sobremanera la historia, la universal y la de México.
Leí a varios clásicos griegos y latinos; también a otros grandes historiadores.
La historia me llevó a la filosofía, a la antropología, a la crítica literaria
y a la artística. Pero probablemente no habría escrito gran parte de los textos
recogidos en este volumen, gracias a la curiosidad inteligente de Enrico Mario
Santí, si no hubiese sido porque muy joven comencé a colaborar en revistas
literarias. Varias de ellas fueron fundadas por mí y otros pocos amigos. La
primera fue Barandal; apareció en 1931
y yo tenía 17 años; ahí publiqué mi primer artículo sobre temas poéticos. Las
otras revistas fueron Cuadernos del Valle
de México (1933) y Taller (1938).
También colaboré con frecuencia, a pesar de que no pertenecía al consejo de
redacción, en Letras de México y un
poco más tarde en Sur. Casi todos los
textos de esa época fueron escritos para defender una idea o una tendencia,
exaltar a algún amigo o compañero, censurar o combatir lo que nos parecía, a
mis amigos y a mí, literatura académica o contagiada por el nacionalismo
ramplón, rampante en esos días. A pesar de que mis ideas me inclinaban hacia la
izquierda radical, después de un corto periodo de simpatía por esas posiciones,
me opuse al llamado "realismo socialista". La literatura viva, la que
se escribía en esos años, sobre todo por los jóvenes, fue el tema de la mayoría
de mis artículos y notas. Subrayo que esos textos pertenecen no tanto a la
literatura mexicana como a la historia de los gustos, opiniones e ideas que
prevalecían entre los jóvenes, en México y en esos años. Era literatura partidaria, como quería Baudelaire. La
modernidad, decía, es polémica, es una negación del clasicismo y esa negación
debe aparecer en la crítica.
Mis opiniones y posiciones se han vuelto humo; sin embargo,
no me arrepiento de haberlas expuesto, no por las ideas que sostengo sino por
mi denuedo en defender posiciones que entonces eran minoritarias. Otra razón
para no desechar enteramente esos escritos: arrojan un poco de luz sobre esos
tiempos y muy especialmente acerca de un asunto que todavía interesa a los
estudiosos: las relaciones entre los jóvenes escritores españoles desterrados
en México y los mexicanos. Una de las revistas que mencioné más arriba, Taller, fue un punto de reunión; en sus
páginas colaboraron casi todos los jóvenes que habían hecho, durante la guerra
civil, Hora de España. Aparte de esta
literatura militante, por naturaleza destinada a perecer, declaro sin falsa
modestia que aún me gustan algunos textos, retratos de artistas y prosas
breves. También siento cierta ternura ante mi primer ensayo: "Distancia y
cercanía de Marcel Proust". Lo escribí deslumbrado y aterrado por los
primeros volúmenes de À la recherche,
leídos en la traducción de Salinas y publicados en esos días. Me impresionó
sobremanera Un amor de Swann. Creo
que esa pequeña novela es una de las grandes novelas de este siglo. El título,
"Distancia y cercanía de Marcel Proust", expresa mis vacilaciones: al
leer al novelista francés pensaba continuamente, como su antídoto, en Dostoyevski.
Fueron en esos años mis dos pasiones.
A pesar de la avidez con que leía y discutía con mis amigos
temas de filosofía, estética y política, mi verdadera vocación fue, desde mi
niñez, la poesía. Un día sentí el llamado. Todo lo que hice e intenté después,
mis aprendizajes, no fue ni ha sido sino mi respuesta a ese llamado. Alfonso
Reyes recogió toda su obra poética bajo el título de Constancia poética. Hermoso título. Creo que mi obra poética, desde
los poemas de la iniciación hasta los últimos, merecería un título a un tiempo
más ingenuo y más ambicioso: Fidelidad.
Durante más de 60 años he sido fiel a la poesía. Y quien dice poesía dice amor.
Cuando era niño, un día en que mi abuelo no estaba en su estudio, me senté al
frente de su escritorio, escogí una pluma bien tallada —él no usaba pluma
fuente— y en el hermoso papel que empleaba para su correspondencia escribí una
carta de amor. La cerré cuidadosamente y la sellé con lacre rojo y un anillo
que le servía para esos menesteres. Fui al jardín, corté algunas flores, hice
un pequeño ramo y salí de la casa. Anochecía —esa hora que llamaban "entre
azul y buenas noches". No había un alma en las calles de Mixcoac, un
pueblo en las afueras de la ciudad en donde vivíamos. La carta no tenía nombre
de destinataria; estaba dirigida literal y realmente a la desconocida. Caminé un trecho: ¿a quién entregarla o en dónde
depositarla? Al dar la vuelta en una esquina, en la semioscuridad, vislumbré
una casa de nobles proporciones, con una fila de balcones de hierro y, tras los
barrotes, unas ventanas de madera con visillos blancos. La casa me pareció que
guardaba un misterio; tal vez vivía en ella la desconocida. Movido por un impulso que no puedo explicar, después
de un instante de vacilación, arrojé la carta y el ramo de flores entre los
barrotes de uno de los balcones y me alejé rápidamente.
Mi poesía ha sido fiel a este acto infantil y a la esperanza
que portaba: encontrarla. ¿A quién? A mi fantasma perdido en el tiempo. Un
fantasma, estaba seguro, que encarnaría en una mujer de carne y hueso. La vida,
por regla general indiferente y con frecuencia cruel, a veces nos premia con
inusitadas y generosas sorpresas. ¿Quién habría podido decirle al niño que
escribió la carta a la desconocida que, muchos años después, encontraría a
Marie José —a la desconocida destinataria? Por esto le he dedicado a ella los
dos volúmenes que abarcan mi obra poética y por eso escribo estas líneas en el
prólogo a mis escritos de juventud. Ella inspiró secretamente esos poemas,
incluso aquellos escritos antes de que yo la conociese o aun antes de que ella
hubiese nacido. Ahora ella, la desconocida encarnada, los ilumina.
Escribo estas líneas al final de mis días. Este volumen
reúne las tentativas de un escritor primerizo y sería quimérico pensar que
alguna de ellas llegará a los ojos de nuestros descendientes. Entonces, ¿por
qué las publico? En primer término, porque así me lo ha pedido mi generoso
amigo y editor Hans Meinke. Además, se acostumbra ahora publicar todos los
textos de un autor, incluso si en vida prohibió expresamente que se dieran a la
publicidad algunas de sus obras. Repruebo la costumbre pero, no tengo más
remedio, me pliego a ella: si yo no publico estos poemas, notas y artículos, lo
harán otros. Y hay otra razón circunstancial: algunos críticos y periodistas,
censores que escriben con bilis, me han reprochado la supresión de varios
poemas y las correcciones de muchos otros. Han dicho que esas modificaciones y
enmiendas obedecían a razones de orden ideológico: con ellas intentaba borrar
las huellas de ideas y sentimientos que me movieron y conmovieron en mi
juventud. Estos críticos, si se les puede llamar así, voluntariamente ignoran
que el impulso que me llevó a corregir y suprimir algunos de mis poemas ha sido
la insatisfacción ante mis obras y sus defectos. Corregí y suprimí no por
sórdidos motivos de ideología política sino por sed de perfección. No he sido
el único: infinidad de escritores han sentido y hecho lo mismo.
Termino: cualquiera que sea su mérito, las páginas incluidas
en este volumen revelan las tentativas, los descubrimientos, las afinidades,
las negaciones y, en fin, todo aquello que amaba y detestaba un joven escritor
mexicano nutrido y formado por la vanguardia pero que al filo del medio siglo, sin
renegar de ella, intentaba explorar otras vías. -México, a 5 de abril de 1997
© letraslibres.com
0 comments :
Publicar un comentario