Mucho peor es vivir
en “desajuste”
Por J. Valeriano Colque (*) |
La inflación de diciembre trepó entre 3,9 y 6,5 %, según los
dos índices de precios al consumidor (de Ciudad de Buenos Aires y San Luis) que
sugirió utilizar el Indec. Es el impacto de las expectativas de devaluación y
la posterior confirmación de la unificación cambiaria. Aquí también hay parte
del efecto de la quita de retenciones al sector agropecuario que hizo subir la
carne y otros alimentos. En los próximos meses, habrá otro impulso para la
inflación: la suba de las tarifas de luz y gas, que se está definiendo por
estos días.
A esto se agregan los empleados del sector público que
quedan sin empleo por la finalización o la revisión de contratos firmados con
la administración anterior. Así mirado, el ajuste luce terrible. Y,
probablemente, lo es en gran medida, no hay que minimizarlo. Pero, por más que
el “ajuste” sea visto como una mala palabra, mucho peor es vivir en
“desajuste”. La situación económica de los últimos cuatro años era imposible de
sostener. El deterioro de variables como la inflación, el déficit, la pérdida
de reservas, el atraso cambiario, el déficit energético o el deterioro de la
infraestructura, por nombrar las más importantes, socavaron los cimientos de un
modelo económico basado en el fogoneo del consumo, a cualquier costo.
Son esos problemas los que generaron un estancamiento de la
economía, pese a que se agotaron todas las cajas posibles para seguir andando.
Para volver a crecer, para sentar las bases de un modelo
motorizado por la inversión, es necesario corregir esos desequilibrios: el cepo
cambiario, los impuestos distorsionados (Ganancias, Monotributo, retenciones,
autos y otros), las tarifas súper atrasadas (y con una gran disparidad
regional), el uso del sector público como empleador (en lugar de pensar en un
Estado prestador de servicios a los ciudadanos), entre otros.
Esta corrección tiene costos, pero también beneficios.
Algunos serán más inmediatos que otros: la eliminación de retenciones mejora la
rentabilidad de los productores; las modificaciones en Ganancias y el
Monotributo aumentarán el ingreso de quienes hoy tributan y los exportadores
incrementan su competitividad con la devaluación.
Pero es claro que este proceso es más una promesa de que en
el futuro las cosas estarán mejor (recordemos que el ajuste que generó Duhalde
cuando salió de la convertibilidad en 2002 sirvió de base para el crecimiento
de los años siguientes). Así lo ven, por ejemplo, muchos empresarios que
esperan que se sienten las bases para poder invertir y volver a crecer. También
los consumidores, que sufren una pérdida de su poder adquisitivo y retracción
del gasto por la suba de precios meses antes de las negociaciones paritarias
(algo que sucede siempre en esta época, pero que se acentuó ahora por la
devaluación).
Convertir las promesas electorales en realidad es la tarea
que el Gobierno tiene por delante. En esto se juega todo y tiene todas las
miradas encima (asalariados, empresarios, sindicalistas, inversores,
desocupados y jubilados, adherentes y oposición). Y, aunque parece que las
autoridades saben adónde quieren llegar, habrá que ver si pueden cumplirlo. El
camino no es fácil y todavía no se terminaron de ver los cimbronazos.
(*) Economista
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