Por Tomás Abraham |
Mostrar a Macri como un demonio y al macrismo como una secta
satánica es la ocupación de vastos sectores de la corporación cultural afín al
gobierno saliente.
Lo denuncian por ser asesino de niños, por intentar violentar
y eliminar a pacientes de neuropsiquiátricos, por ser un racista embozado, por
censurar las supuestas investigaciones judiciales de organismos dedicados al
espionaje interno, al buchoneo de opositores y al encubrimiento de los ilícitos
del gobierno anterior, por tratar de criminales a quienes protestan para que no
les saquen el pan de cada día.
Todos piden la renuncia de Lopérfido porque hizo
declaraciones que mitigaron lo sucedido durante el terrorismo de Estado, además
de acaparar funciones.
¿Por qué debe renunciar? Lo que dijo ya fue dicho una y mil
veces, y no por las publicaciones de libros que intentaban mostrar la “otra
cara” de la violencia de los 70, sino por combatientes montoneros y luchadores
de los derechos humanos.
Este asunto de cifras ya fue discutido: la que dio Lopérfido
ya la dio Fernández Meijide, otros también que participaron de las
investigaciones que dieron origen al Nunca más, y que Verbitsky da por
concedida de acuerdo con la cantidad de pedidos por indemnización por parte de
familiares de desaparecidos.
Los dichos de Lopérfido se dieron en el contexto de un
debate con el director de la revista Noticias sobre el asunto de la grieta. Y
más allá de lo que se pueda opinar sobre el tema, el ministro tiene todo el
derecho a la réplica respecto de la versión dada por el kirchnerismo y sus
asociados sobre la “juventud maravillosa”. Tiene todo derecho a ser
antiperonista como otros se solazan atacando por gorilas a los habitantes de
media Argentina, y si lo asocian a Mussolini o al nazismo por sus rasgos
fascistas, en todo caso pecan de anacronismo ya que algo pasó en el mundo y en
nuestro país desde 1943 hasta la fecha.
Quiero decir que el peronismo también ha sido castrista,
socialdemócrata con la Renovación, diez años neoliberal, y chavista en estos
tiempos.
Pero sobre lo ocurrido en los 70 todo el mundo tiene derecho
a la palabra sin que enseguida el hablante deba aclarar que no es pariente de
la señora Pando.
Habló Héctor Leis en términos parecidos a los del ministro
de Cultura, en un testimonio que tuvo el prólogo de Meijide y Sarlo. Lo
hicieron Oscar del Barco, Héctor Schmucler, Pilar Calveiro, así como el ex
guerrillero cubano-argentino Jorge Masetti –hijo de aquel otro homónimo de la
primera guerrilla de Salta–, todos ellos combatientes o mentores intelectuales
de la ideología revolucionaria de la época.
Ninguno adscribe a la historia oficial de estos años, sin
querer decir por eso que sí lo hacen con Lopérfido. Por eso, para poner todas
las cartas sobre la mesa, lo que muchos quieren no es la renuncia de Lopérfido
como otros de Avelluto, sino de Macri. Les es insoportable imaginarse cuatro
años bajo un régimen diabólico. Pero, por ahora, deberán esperar.
Pero…
El debate sobre el número de desaparecidos no deja de tener
un aspecto más que impúdico, casi obsceno. Hoy en día, sostener que fueron
treinta mil no produce efecto alguno, como tampoco provoca escándalo recordar
que el genocidio del pueblo judío significó el asesinato de seis millones de
seres humanos. Ya es parte de la estadística o de una simbología.
Pero si un ajustador de cuentas, o un auditor de actos
abominables, alza su voz para decir que no fueron treinta sino diez mil, o que
no fueron seis millones sino dos millones, da náuseas. ¿Nada más que diez mil?
¿Tan sólo dos millones? ¿Qué estómago tiene el interventor del Indec de la
muerte para poner los cuerpos en su lugar? ¿Lo hace por amor a la verdad? ¿Por
respeto a la historia?
¿“Nada más que”? ¿“Tan sólo”? ¿O “nunca más”?
No existe un Estado dentro de otro Estado.
Tanto Massa como Morales y otros muchos dicen que no se
puede aceptar la existencia de un Estado dentro del Estado, como ocurría en
Jujuy con Milagro Sala. Es un argumento falaz. No existe el Estado dentro del
Estado, ni existía en el caso de la líder de Tupac Amaru. No tenía un
territorio propio con sus leyes, sus fronteras, su moneda, o cualquiera de los
elementos que definen a un Estado-Nación.
Su identidad es más sencilla: Tupac Amaru es una
organización popular cuya estructura es una mimesis de la estructura de poder
de la provincia en la que se desarrolla. Sus formas de caudillismo, el uso del
dinero y el enaltecimiento de un jefe de tropa no son invenciones de Sala sino
una réplica del uso del poder en su provincia.
Ella maneja hospitales y escuelas; otros lo hacen con
ingenios azucareros.
Si se hubiera constituido algo como un Estado dentro del
Estado, nuestro país sería un mosaico de pequeños Estados adyacentes frente al
cual el Estado nacional funcionaría como un espectro.
De acuerdo con esta idea de mamushkas políticas, la
Bonaerense es un Estado dentro del Estado; los servicios de espionaje y
seguridad son un Estado dentro del Estado; los grandes sindicatos, ídem; las
mafias, desde la china hasta las bandas narco, lo mismo, así como los clubes de
fútbol, y todas las instituciones y corporaciones que llevan a cabo prácticas
ilegales y que poseen sus recursos para matar, amedrentar, extorsionar y
perpetuarse en el poder.
El Estado nacional desde hace tiempo ya no tiene el monopolio
de la fuerza pública, además de haber perdido otros controles que posibilitaron
más de una vez fenómenos de cartelización y golpes financieros, que son otros
Estados metidos como aliens dentados en el cuerpo principal de la soberanía
política.
Por eso, nuevamente, usar a la organización de Milagro Sala
como ejemplo de un Estado dentro de un Estado, además de mostrarla como símbolo
de la corrupción, es un argumento falaz. Sería mejor explicar cómo el
arquitecto radical Raúl Jorge, del riñón de Morales, tres veces intendente de
San Salvador de Jujuy, aprobó los planes de obra de la Tupac durante todas sus
gestiones, sabiendo diariamente el modo en que se manejaban los fondos.
Quizás no estuviera obligado al seguimiento de aquéllas,
argumento plausible de sostener en megalópolis como Yakarta o en el estado de
San Pablo, pero en San Salvador, bastaba con salir a la calle y dar una vuelta.
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