Por Beatriz Sarlo |
Ayer estuve mirando el Instagram del Presidente: a
diferencia del avinagrado Twitter de Cristina Kirchner que se destacaba por la
pedantería, este álbum puede titularse: “El triunfo de la buena onda y la sana
diversión”. Fiestas, paisajes, bailes, escenas tiernas, lo que pidan. Una buena
imagen vale más que mil palabras. Por supuesto, una imagen vale más que mil
palabras en la publicidad y en los logotipos. La frase es verdaderamente idiota
si se expande a otros rubros: como decir que un cuadro de Picasso vale más que
el Ulises de Joyce.
Pero la frase vale, en primer lugar, para la publicidad
política y es muy servicial cuando alguien no sabe decir muchas palabras al
hilo.
Las imágenes jujeñas del Instagram presidencial son buenas
fotos para un aviso turístico. Cuando se borran todos los pobres y a los que no
se borran se los disfraza, el Altiplano brilla con el tecnicolor de los años
cincuenta y parece un jardín de princesitas Disney.
Discursos. Con toda justicia, los discursos de Perón y de
Alfonsín quedarán como las piezas oratorias más interesantes de la segunda
mitad del siglo XX.
La razón es tan obvia como olvidada por los actuales
“asesores semióticos” que hacen sus peroratas en la Rosada y parajes aledaños.
Ni Perón ni Alfonsín hablaban simplemente para ocupar pantalla y tirar un
título a los diarios del día siguiente. Sus principales intervenciones tenían
destinatarios que, después, “hacían cosas con sus palabras” (uso la fórmula
conocida de un no menos conocido filósofo del lenguaje, John Austin):
prometían; exponían ideas que debían pasar a la práctica; incluso, en
ocasiones, amenazaban.
Además eran discursos que podían ser repetidos y resumidos.
Resultaban interesantes para un auditorio diverso que incluía desde
intelectuales a sectores medios y populares. No siempre tenían todas estas
virtudes, pero habitualmente se reconocía alguna de ellas. Incluso los
discursos de Cristina Kirchner (insultadores abstenerse) tuvieron algunos de
estos rasgos.
Es cierto que Perón habló en períodos de gran intensidad
política, tanto durante su primer gobierno como después de su regreso y la breve
segunda presidencia. Es cierto que Alfonsín habló después de los peores años
que conoció la Argentina del siglo XX, en la retirada de la dictadura militar,
abriendo el camino para juzgar a quienes fueron los responsables directos de
miles de desaparecidos. En ese comienzo de la década de 1980, había mayorías
ciudadanas que querían escuchar porque esa era una forma de dejar atrás el
silencio terrible y asesino de la dictadura y la borrachera colectiva de la
guerra de Malvinas.
Por otra parte, la mayoría de los oradores políticos habían
aprendido a hablar escuchando a otros políticos, interviniendo en la política
estudiantil, sindical, o barrial. Y habían aprendido a pensar en los libros que
leían. Ricardo Alfonsín me mostró una vez la biblioteca de su padre: clásicos
de filosofía y de política gastados por la lectura.
Cuando se inauguró la Constituyente de 1994 en Santa Fe,
Elisa Carrió saltó del anonimato a la enceguecedora luz pública por su discurso
en el comienzo de esa asamblea. Venía del Chaco y encontró un casi instantáneo
reconocimiento nacional. No tiró consignas precocinadas sino que pensó y habló.
Por eso ocupó las pantallas de la televisión y fue tema de los diarios. En esa
asamblea persistían los buenos oradores: Cafiero, el maestro reconocido; Carlos
Auyero, un parlamentario de larga experiencia; Chacho Alvarez, la estrella en
ascenso; Estévez Boero, un socialista que manejaba inflexiones populares y
criollas; incluso Horacio Rosatti, hoy propuesto para la Corte, y Eugenio
Zaffaroni, que se ha retirado hace pocos meses.
Pero también estaban en esa asamblea constituyente quienes
anunciaban el vaporoso futuro del discurso político: Reutemann y Palito Ortega,
mudos profesionales. No sólo ignoraban cómo se habla en público sino que ese
detalle les parecía sin importancia porque habían entendido, sin que se lo
explicaran los especialistas en Discurso, que sus carencias podían convertirse
en virtudes o pasarse por alto.
Esta semana PERFIL informó (véase la nota de Andrés Fidanza
y Ariel Bodganov) que más de media docena de funcionarios, entre quienes se
incluyen ministros, formarían una especie de dirección técnica del Discurso,
que se reuniría varias veces por semana. ¿No alcanza con la mentalista, el
armonizador, los asesores latinoamericanos, las “limpias” y el Feng Shui?
El gabinete de Discurso hace pensar no sobre las necesidades
de Macri, sino sobre el lugar que el discurso sin contenidos tiene hoy en la
política local. Y, por favor, no se adelanten a contestar que en todas partes
es lo mismo. Quien siga los debates presidenciales de Estados Unidos sabe que
allí se exponen ideas y cursos de acción futura, en muchos casos espeluznantes,
pero clarísimos. Nadie dice que su objetivo es que la gente sea feliz. Tal
frase sería demolida al instante por cualquiera de los competidores. Ni
siquiera en la nación que le dio a McLuhan la materia para sus hipótesis sobre
los medios, ni siquiera allí, donde los partidos de football americano son más
cortos que la publicidad que los acompaña, ni siquiera en la meca capitalista
donde el mercado impone sus estilos, ni siquiera allí los debates de campaña
muestran la indigencia que mostraron en Argentina hace tres meses.
Esa indigencia hace imprescindible el gabinete de Discurso.
La semana pasada Scioli volvió a hablar usando las mismas frases de cuando era
gobernador y candidato. El también necesita su pequeño gabinete en las sombras
para que le innove un poco.
Nota al pie. En muchos lugares, hablar bien es todavía
indispensable para hacer política. Invito a los tenaces turistas argentinos a
visitar, cuando pasen por Londres, la Cámara de los Comunes si está sesionando;
o que sigan las discusiones políticas de países tan raros como España o
Francia; o atiendan los discursos de Obama, subtitulados en YouTube (ningún
asesor lo convenció a Obama de que no tenía que hacer buenos discursos). Mi
invitación no fomenta un despreciable elitismo. Más bien se opone al espíritu
de aldea.
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