lunes, 15 de febrero de 2016

¿De qué se ríen en las fotos?

Por Beatriz Sarlo
Ayer estuve mirando el Instagram del Presidente: a diferencia del avinagrado Twitter de Cristina Kirchner que se destacaba por la pedantería, este álbum puede titularse: “El triunfo de la buena onda y la sana diversión”. Fiestas, paisajes, bailes, escenas tiernas, lo que pidan. Una buena imagen vale más que mil palabras. Por supuesto, una imagen vale más que mil palabras en la publicidad y en los logotipos. La frase es verdaderamente idiota si se expande a otros rubros: como decir que un cuadro de Picasso vale más que el Ulises de Joyce. 

Pero la frase vale, en primer lugar, para la publicidad política y es muy servicial cuando alguien no sabe decir muchas palabras al hilo.

Las imágenes jujeñas del Instagram presidencial son buenas fotos para un aviso turístico. Cuando se borran todos los pobres y a los que no se borran se los disfraza, el Altiplano brilla con el tecnicolor de los años cincuenta y parece un jardín de princesitas Disney.

Discursos. Con toda justicia, los discursos de Perón y de Alfonsín quedarán como las piezas oratorias más interesantes de la segunda mitad del siglo XX.

La razón es tan obvia como olvidada por los actuales “asesores semióticos” que hacen sus peroratas en la Rosada y parajes aledaños. Ni Perón ni Alfonsín hablaban simplemente para ocupar pantalla y tirar un título a los diarios del día siguiente. Sus principales intervenciones tenían destinatarios que, después, “hacían cosas con sus palabras” (uso la fórmula conocida de un no menos conocido filósofo del lenguaje, John Austin): prometían; exponían ideas que debían pasar a la práctica; incluso, en ocasiones, amenazaban.

Además eran discursos que podían ser repetidos y resumidos. Resultaban interesantes para un auditorio diverso que incluía desde intelectuales a sectores medios y populares. No siempre tenían todas estas virtudes, pero habitualmente se reconocía alguna de ellas. Incluso los discursos de Cristina Kirchner (insultadores abstenerse) tuvieron algunos de estos rasgos.

Es cierto que Perón habló en períodos de gran intensidad política, tanto durante su primer gobierno como después de su regreso y la breve segunda presidencia. Es cierto que Alfonsín habló después de los peores años que conoció la Argentina del siglo XX, en la retirada de la dictadura militar, abriendo el camino para juzgar a quienes fueron los responsables directos de miles de desaparecidos. En ese comienzo de la década de 1980, había mayorías ciudadanas que querían escuchar porque esa era una forma de dejar atrás el silencio terrible y asesino de la dictadura y la borrachera colectiva de la guerra de Malvinas.

Por otra parte, la mayoría de los oradores políticos habían aprendido a hablar escuchando a otros políticos, interviniendo en la política estudiantil, sindical, o barrial. Y habían aprendido a pensar en los libros que leían. Ricardo Alfonsín me mostró una vez la biblioteca de su padre: clásicos de filosofía y de política gastados por la lectura.

Cuando se inauguró la Constituyente de 1994 en Santa Fe, Elisa Carrió saltó del anonimato a la enceguecedora luz pública por su discurso en el comienzo de esa asamblea. Venía del Chaco y encontró un casi instantáneo reconocimiento nacional. No tiró consignas precocinadas sino que pensó y habló. Por eso ocupó las pantallas de la televisión y fue tema de los diarios. En esa asamblea persistían los buenos oradores: Cafiero, el maestro reconocido; Carlos Auyero, un parlamentario de larga experiencia; Chacho Alvarez, la estrella en ascenso; Estévez Boero, un socialista que manejaba inflexiones populares y criollas; incluso Horacio Rosatti, hoy propuesto para la Corte, y Eugenio Zaffaroni, que se ha retirado hace pocos meses.

Pero también estaban en esa asamblea constituyente quienes anunciaban el vaporoso futuro del discurso político: Reutemann y Palito Ortega, mudos profesionales. No sólo ignoraban cómo se habla en público sino que ese detalle les parecía sin importancia porque habían entendido, sin que se lo explicaran los especialistas en Discurso, que sus carencias podían convertirse en virtudes o pasarse por alto.

Esta semana PERFIL informó (véase la nota de Andrés Fidanza y Ariel Bodganov) que más de media docena de funcionarios, entre quienes se incluyen ministros, formarían una especie de dirección técnica del Discurso, que se reuniría varias veces por semana. ¿No alcanza con la mentalista, el armonizador, los asesores latinoamericanos, las “limpias” y el Feng Shui?

El gabinete de Discurso hace pensar no sobre las necesidades de Macri, sino sobre el lugar que el discurso sin contenidos tiene hoy en la política local. Y, por favor, no se adelanten a contestar que en todas partes es lo mismo. Quien siga los debates presidenciales de Estados Unidos sabe que allí se exponen ideas y cursos de acción futura, en muchos casos espeluznantes, pero clarísimos. Nadie dice que su objetivo es que la gente sea feliz. Tal frase sería demolida al instante por cualquiera de los competidores. Ni siquiera en la nación que le dio a McLuhan la materia para sus hipótesis sobre los medios, ni siquiera allí, donde los partidos de football americano son más cortos que la publicidad que los acompaña, ni siquiera en la meca capitalista donde el mercado impone sus estilos, ni siquiera allí los debates de campaña muestran la indigencia que mostraron en Argentina hace tres meses.

Esa indigencia hace imprescindible el gabinete de Discurso. La semana pasada Scioli volvió a hablar usando las mismas frases de cuando era gobernador y candidato. El también necesita su pequeño gabinete en las sombras para que le innove un poco.

Nota al pie. En muchos lugares, hablar bien es todavía indispensable para hacer política. Invito a los tenaces turistas argentinos a visitar, cuando pasen por Londres, la Cámara de los Comunes si está sesionando; o que sigan las discusiones políticas de países tan raros como España o Francia; o atiendan los discursos de Obama, subtitulados en YouTube (ningún asesor lo convenció a Obama de que no tenía que hacer buenos discursos). Mi invitación no fomenta un despreciable elitismo. Más bien se opone al espíritu de aldea.

© Perfil

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