Por Manuel Vicent |
Dijo Pascal: todo lo malo que me ha pasado en la vida ha
sido por haber salido de casa. Eso mismo le puede suceder hoy a cualquiera, no
importa el camino por dónde le lleven sus zapatos. Tal vez corre uno menos
peligro en un callejón oscuro a las tres de la madrugada que en medio de una
fiesta luminosa llena de celebridades o en el palco de honor de un estadio de
fútbol o en el cóctel de una empresa o en la presentación de un libro o en el
propio hemiciclo del Congreso de los Diputados.
En un callejón solitario puede que te salga al paso una
navaja de la que tal vez lograrás zafarte con una dádiva de 50 pavos y si te
rajan, aunque la herida sea profunda, siempre podrás abrirte la camisa y
presumir de cicatriz con los amigos a pie de una barra.
Pero incluso en un funeral corres el riesgo de darle la mano
a un político o a un empresario de moda a quien todos abrazan, al que verás
mañana en un telediario esposado camino del trullo y tú a su lado en una foto
de agencia riéndole la gracia como un idiota.
Por mi parte he saludado a un asesino que sin conocerme me
invitaba a café y puedo asegurar que era amable, simpático y seductor.
También tengo en mi agenda a un diputado y a un financiero a
punto de entrar en la cárcel, que creía intachables siendo en realidad unos
golfos.
Pero hoy sin salir de la habitación tampoco estás a salvo de
esa peste aviar en la que se han convertido las redes sociales. Hay en el mundo
más de dos mil millones de pollos y gallinas picoteando día y noche
banalidades, rebuznos y sandeces en los teclados de las tabletas.
Nadie ha acertado todavía con la forma de eludir esta
basura, que se ha apoderado del espacio amparada por el anonimato. No basta con
tirar el móvil a un pozo. Esa nube tóxica forma parte sustancial del aire que
respiras y se colará por todas las rendijas hasta emponzoñarte.
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