Por Norma Morandini (*) |
Esta no es una profesión para cínicos, nos enseñó ese
maestro de periodistas, el polaco Ryszard Kapuscinski, para quien ser buena
gente, conmoverse con el sufrimiento ajeno, es una condición esencial para
ejercer el periodismo de manera correcta: “Una cosa es ser escépticos,
realistas, prudentes, lo que es necesario, y otra ser cínicos, que es una
actitud inhumana que nos aleja de nuestro oficio, al menos si se lo concibe de
manera seria”.
Y como de maestros se trata, en estos tiempos en los que
hablamos más de personas que de temas, de periodistas con nombre y apellido que
de la prensa como función inherente al sistema de las libertades, vale seguir
el consejo de otro de los referentes éticos del periodismo, Javier Darío
Restrepo, quien ante sus alumnos advierte: “Hablemos de los males, no de los
malos”.
Para huir al cinismo y la personalización en la que ha caído
el debate en torno al rol de los medios públicos y el periodismo en una
sociedad democratica, tras la década del "periodismo militante" en la
que se distorsionó la profesión de informar, cuyo destinatario es siempre el
ciudadano. Nunca el poder. Vale, por eso, recordar los valores esenciales que
sustentan el trabajo periodístico. Todas las Constituciones democráticas
protegen la función de la prensa, no como privilegio del periodista sino como
garantía del trabajo que realiza, mediar entre la ciudadanía y el poder. ¿Por
qué el periodista no está obligado a revelar sus fuentes, ni sus críticas
pueden considerarse desacato ni calumnias? ¿Por qué las leyes lo protegen de
los tribunales y de sus mismos editores? Precisamente para ofrecerle
condiciones de libertad y seguridad para
cumplir con lo que lo trasciende personalmente, el derecho de la sociedad a ser
informada con independencia y honestidad.
La tradición autoritaria de nuestro país distorsionó la
función de la prensa, de la cual la política no es ajena. Ante los nuevos
tiempos democráticos, debió rehabilitarse de sus viejas prácticas
propagandistas. Sin embargo, sobrevivieron otros defectos. En Argentina, un
anunciante y un micrófono hacen a un periodista. Sobre todo en la televisión
por cable, donde los periodistas deben “alquilar espacios”, cual las Iglesias
de los pastores electrónicos. Una herencia de los 90, cuando los negocios
vaciaron las pantallas de programas periodísticos en lugar de cumplir con la
que es una obligación no escrita de las empresas periodísticas, los programas
políticos de gran audiencia. Al final, es función de la prensa dinamizar el
debate público, con el que se puede medir sin errar el desarrollo democrático
de una sociedad. Mejores ciudadanos mejoran el sistema democrático. Entre
nosotros, todavía el debate televisivo carga con la marca de la
espectacularidad y la dictadura del “minuto a minuto”; el que no insulta está fuera de la única función que
cuenta en la televisión: atraer a la audiencia. Sobrevive en las redacciones la
vieja discusión entre lo que importa y lo que interesa. Hemos vivido
situaciones equizofrénicas en las que los encuestadores nos decían que la
muerte del fiscal Nisman no interesaba a la sociedad, sin que gritáramos con
fuerza que sí importa que maten en una democracia a un fiscal de la república.
No importa si en las encuestas se deduce que a la sociedad no le interesa la
corrupción. Los buenos periodistas son los que se interesan por los temas que
importan a una sociedad, por más desinteresada que esté sobre esos temas, como
son la corrupción o la impunidad. Dos problemas de enorme importancia para la
salud democrática y las arcas públicas de la Nación. El buen periodista es el
que nunca pierde de vista lo que importa, que siempre tiene que ver con los
valores, sin caer en la tentación de gritar para concitar el interés de la
audiencia para así conseguir más auspicios.
Al llegar a Buenos Aires, en la mitad de los años 70, recibí
un consejo que hasta hoy me resuena: “No le digas a nadie que saliste de una
universidad”. El viejo prejuicio contra las escuelas de periodismo que por
suerte ya no se reconoce. Es cierto que en la universidad no se aprende a
escribir, ni se adquiere lo que es primordial a todo buen periodista, la
curiosidad y el interés público. Pero en las buenas escuelas de periodismo se
enseña y se debate lo que sustenta el trabajo periodístico, los derechos y la
responsabilidad inherente a ese privilegio de informar y hablar por los otros. No deja de ser paradójico que aquellos que
descreen del periodismo porque son propagandistas de gobierno y confunden
prensa con empresa, a la hora de la libertad de empresa reivindican la libertad
de prensa. Una actitud cínica que no es propia de los verdaderos periodistas.
Sólo por eso, aprovechemos el momento para contribuir a definir la función de
la prensa para que sea la misma sociedad la que decida quién quiere que hable
por ella, los que tienen vocación de servicio y sacrificio o los que tan sólo
defienden intereses personales o grupales.
(*) Periodista y escritora
© Perfil
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