lunes, 8 de febrero de 2016

Cinismo

Por Norma Morandini (*)
Esta no es una profesión para cínicos, nos enseñó ese maestro de periodistas, el polaco Ryszard Kapuscinski, para quien ser buena gente, conmoverse con el sufrimiento ajeno, es una condición esencial para ejercer el periodismo de manera correcta: “Una cosa es ser escépticos, realistas, prudentes, lo que es necesario, y otra ser cínicos, que es una actitud inhumana que nos aleja de nuestro oficio, al menos si se lo concibe de manera seria”. 

Y como de maestros se trata, en estos tiempos en los que hablamos más de personas que de temas, de periodistas con nombre y apellido que de la prensa como función inherente al sistema de las libertades, vale seguir el consejo de otro de los referentes éticos del periodismo, Javier Darío Restrepo, quien ante sus alumnos advierte: “Hablemos de los males, no de los malos”.

Para huir al cinismo y la personalización en la que ha caído el debate en torno al rol de los medios públicos y el periodismo en una sociedad democratica, tras la década del "periodismo militante" en la que se distorsionó la profesión de informar, cuyo destinatario es siempre el ciudadano. Nunca el poder. Vale, por eso, recordar los valores esenciales que sustentan el trabajo periodístico. Todas las Constituciones democráticas protegen la función de la prensa, no como privilegio del periodista sino como garantía del trabajo que realiza, mediar entre la ciudadanía y el poder. ¿Por qué el periodista no está obligado a revelar sus fuentes, ni sus críticas pueden considerarse desacato ni calumnias? ¿Por qué las leyes lo protegen de los tribunales y de sus mismos editores? Precisamente para ofrecerle condiciones de libertad y seguridad  para cumplir con lo que lo trasciende personalmente, el derecho de la sociedad a ser informada con independencia y honestidad.

La tradición autoritaria de nuestro país distorsionó la función de la prensa, de la cual la política no es ajena. Ante los nuevos tiempos democráticos, debió rehabilitarse de sus viejas prácticas propagandistas. Sin embargo, sobrevivieron otros defectos. En Argentina, un anunciante y un micrófono hacen a un periodista. Sobre todo en la televisión por cable, donde los periodistas deben “alquilar espacios”, cual las Iglesias de los pastores electrónicos. Una herencia de los 90, cuando los negocios vaciaron las pantallas de programas periodísticos en lugar de cumplir con la que es una obligación no escrita de las empresas periodísticas, los programas políticos de gran audiencia. Al final, es función de la prensa dinamizar el debate público, con el que se puede medir sin errar el desarrollo democrático de una sociedad. Mejores ciudadanos mejoran el sistema democrático. Entre nosotros, todavía el debate televisivo carga con la marca de la espectacularidad y la dictadura del “minuto a minuto”; el que  no insulta está fuera de la única función que cuenta en la televisión: atraer a la audiencia. Sobrevive en las redacciones la vieja discusión entre lo que importa y lo que interesa. Hemos vivido situaciones equizofrénicas en las que los encuestadores nos decían que la muerte del fiscal Nisman no interesaba a la sociedad, sin que gritáramos con fuerza que sí importa que maten en una democracia a un fiscal de la república. No importa si en las encuestas se deduce que a la sociedad no le interesa la corrupción. Los buenos periodistas son los que se interesan por los temas que importan a una sociedad, por más desinteresada que esté sobre esos temas, como son la corrupción o la impunidad. Dos problemas de enorme importancia para la salud democrática y las arcas públicas de la Nación. El buen periodista es el que nunca pierde de vista lo que importa, que siempre tiene que ver con los valores, sin caer en la tentación de gritar para concitar el interés de la audiencia para así conseguir más auspicios.

Al llegar a Buenos Aires, en la mitad de los años 70, recibí un consejo que hasta hoy me resuena: “No le digas a nadie que saliste de una universidad”. El viejo prejuicio contra las escuelas de periodismo que por suerte ya no se reconoce. Es cierto que en la universidad no se aprende a escribir, ni se adquiere lo que es primordial a todo buen periodista, la curiosidad y el interés público. Pero en las buenas escuelas de periodismo se enseña y se debate lo que sustenta el trabajo periodístico, los derechos y la responsabilidad inherente a ese privilegio de informar y hablar por los otros.  No deja de ser paradójico que aquellos que descreen del periodismo porque son propagandistas de gobierno y confunden prensa con empresa, a la hora de la libertad de empresa reivindican la libertad de prensa. Una actitud cínica que no es propia de los verdaderos periodistas. Sólo por eso, aprovechemos el momento para contribuir a definir la función de la prensa para que sea la misma sociedad la que decida quién quiere que hable por ella, los que tienen vocación de servicio y sacrificio o los que tan sólo defienden intereses personales o grupales.

(*) Periodista y escritora

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