Por Rodrigo Llorent
“¿Cuál es el origen y la causa de la actual crisis
argentina? Un gran abuso de crédito. Lo sabe todo el mundo: para abusar del
crédito es preciso que ese crédito haya existido, y que ese crédito haya sido
grande, para poder ser grande como el abuso de él que se ha hecho”. La frase
podría servirle a cualquier presidente argentino que transcurra sus primeros
meses de mandato. Pero lo sorprendente es que esa alegoría a la “pesada
herencia recibida” haya sido formulada por Juan Bautista Alberdi a fines del siglo
XIX.
Mauricio Macri no puede usar íntegra la sentencia que
Alberdi inmortalizó en Escritos Póstumos, Estudios Económicos –magistral ensayo
al que siempre hay que volver para repensar el rol del Estado en la economía–,
ya que existe coincidencia en reconocer que el kirchnerismo evidenció un
proceso de desendeudamiento, al descender el porcentaje de la deuda externa en
relación al PBI que, según cifras oficiales, pasó del 139,5% en 2003, al 45,3%
en 2013. Pero también es cierto que en esos años la deuda creció en términos
nominales, pasando de 178 mil millones de dólares en 2003 a 201 mil millones de
dólares en 2015, según datos del Ministerio de Economía, o a cifras que van
desde 203 mil millones de dólares a 250 mil millones de dólares, de acuerdo a
consultoras privadas.
Más allá de la relación Deuda/PBI, lo que el macrismo viene
a señalar es el grave déficit que hoy enfrenta la Argentina para tomar crédito
y atraer inversiones extranjeras que, según el Gobierno, permitirán impulsar la
industrialización, relanzar la obra pública y mejorar los servicios. Es ahí,
entonces, donde Macri se vuelve alberdiano para condenar la gestión de sus
antecesores en el manejo de la deuda y la relación con los acreedores.
Se trata, hay que decirlo, de una estrategia que no es
nueva. La decisión de Macri de buscar un rápido acuerdo con los hold outs para
diferenciarse de la postura K, representa un eslabón más de la cadena de
desencuentros que los sucesivos gobiernos argentinos han mantenido en las
últimas décadas con los acreedores financieros internacionales.
Como en toda historia de amor y odio, la relación comenzó
con un desaire. En julio de 1944, Argentina no envió representantes al Mount
Washington, el complejo hotelero de Bretton Woods, donde se gestaría al FMI y al
Banco Mundial. Para entonces, Juan Domingo Perón ya se había convertido en el
verdadero hombre fuerte de la dictadura de Edelmiro Farrell y decidió no
involucrarse en un acuerdo de potencias vencedoras de una guerra de la que, por
decisión propia, no se había participado.
Luego de ganar las elecciones de 1946, en una campaña
sintetizada con el eslogan “Braden o Perón”, el nuevo presidente declaró la
“independencia económica” durante su primer gobierno, pero en su segundo
mandato tomó importantes créditos del Exinmbank, banco oficial del gobierno de
los Estados Unidos.
Tras el derrocamiento de Perón, el dictador Pedro Eugenio
Aramburu decide desandar lo hecho por su antecesor y Argentina ingresa al FMI y
al Banco Mundial. El debut se produjo el 30 de agosto de 1956 y fue una de las
políticas más celebradas por la Revolución Libertadora porque, sostenían los
antiperonistas, permitiría que Argentina dejara atrás al “aislamiento
internacional” para “volver al mundo”.
Más tarde, Arturo Frondizi volvería a marcar diferencias. El
desarrollista en el que se inspira Macri cuestionó el seguidismo de Aramburu
con Estados Unidos, pero afianzó la línea crediticia y se convirtió en el
primer presidente argentino que solicitará una misión del FMI in situ. Los técnicos
del organismo internacional llegaron a Buenos Aires en el otoño de 1958 y se
formuló la primera “Carta de Intención” para otorgar ayuda financiera al país.
Durante la inestabilidad de los 60 y 70, años en los que el
“partido militar” jaqueará a débiles gobiernos civiles, el manejo de la deuda
oscilará entre la búsqueda de cierta autonomía (Illia, Cámpora) con la
aceptación de condiciones impuestas (Onganía, Lanusse).
Hasta que llegarán los oscuros años de la última dictadura,
en los que la relación de la deuda sobre el PBI escalará exponencialmente,
pasando de 18,6% en 1976 a 59,5% en 1983, según el FMI. Para justificarlo,
mientras iniciaban el mayor genocidio argentino, Videla y Massera aseguraban
que el problema no era el endeudamiento sino la corrupción política que había
administrado esos créditos.
Recuperada la democracia, Raúl Alfonsín ejerció una clara y
contundente diferencia con la dictadura en todos los aspectos. En lo referido a
la deuda, el radical mantuvo un encono especial y un enfrentamiento permanente
con el FMI. Argentina intentó unir a los países deudores en una suerte de OPEP
de la deuda, pero la estrategia no tuvo éxito y la hiperinflación archivó
cualquier futura iniciativa similar.
El péndulo volvería a moverse con Carlos Menem, que tuvo una
relación privilegiada con los organismos de crédito. La sintonía con el sistema
financiero internacional solo puede ser comparable a la que experimentó
Argentina durante la Generación del 80. A pesar del ingreso de divisas por el
feroz proceso privatizador, el menemismo duplicó la deuda, que pasó de 56 mil
millones de dólares en 1989 a 122 mil millones de dólares en 1999, según el
FMI.
Fernando de la Rúa se diferenció de Menem desde lo político,
pero fue continuista desde lo económico. Cuestionó la corrupción, solo
discursivamente, y mantuvo una buena relación con los acreedores incluyendo el
cumplimiento estricto de los pagos, a pesar de que los intereses absorbían
cerca de la mitad de las rentas nacionales. También permitió operaciones de canje
–el Megacanje fue la más celebre— que aumentaron peligrosamente la deuda hasta
que la crisis estalló en 2001.
Por último, más allá de la lectura del manejo de la deuda
durante el kirchnerismo, el relato K muestra una clara intención de romper con
todo lo anterior, llegando al punto máximo de mostrar una soberanía económica
nunca antes vista, sin ningún tipo de injerencia del FMI.
El repaso de la historia reciente argentina demuestra que
los gobiernos han privilegiado la retórica y la recurrente crítica a la gestión
anterior. Se trata de una estrategia infantil que no tiene en cuenta la
seriedad que el tema amerita. Volvamos a escuchar a Alberdi, entonces, porque
sus palabras siguen vigentes. “El dilema es duro: o recurrir al uso del crédito
y abdicar así del primer instrumento de riqueza, o valerse de él con el peligro
de hundirse en la pobreza. Es como el alimento: da vida o muerte según la
cantidad. Pero como el bolsillo no tiene la facilidad del estómago, de repeler
lo innecesario, sólo el temor de la pobreza puede enseñar a distinguir del
abuso”.
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