Por Carlos Fuentes |
Estamos sujetos a la prueba del otro. Vemos pero también
somos vistos. Vivimos el constante encuentro con lo que no somos, es decir, con
lo diferente. Descubrimos que sólo una identidad muerta es una identidad fija.
Todos estamos siendo. Nada nos hace comprender —o rechazar— esta realidad mejor
que el movimiento que definirá cada vez más la vida del siglo XXI: las
migraciones masivas de Sur a Norte y de Este a Oeste. Nada pondrá tan
seriamente a prueba nuestra capacidad de dar y recibir, nuestros prejuicios y
nuestra generosidad también.
Asistimos al renacimiento de fascismos, exclusiones y
pogromos, antisemitismo, antiislamismo, antilatinoamericanismo, todas ellas
formas violentas de la xenofobia, el odio o la hostilidad no sólo hacia los
extranjeros, sino, con mayor amplitud, hacia lo diferente. Homofobia,
misoginia, racismo. ¿En nombre de qué? De la supuesta pureza de una raza
superior, una identidad nacional intocable, una cultura partenogénica que se
concibió a sí misma sin contaminaciones externas. ¿Pureza nacional la de una
Francia gala, latina, germánica y tan hebrea como Chagall, española como
Picasso, italiana como Modigliani, checa como Kundera, árabe como Ben-Jelum,
rumana como Ionesco, argentina como Cortázar, alemana como Max Ernst o rusa
como Diaghilev?
¿Pureza nacional de una España celtíbera, fenicia, griega,
romana, musulmana, judía, cristiana y goda? ¿Purezas excluyentes de una
Latinoamérica indígena, europea, africana, mestiza, mulata?
Una cultura aislada pronto perece. Puede convertirse en
folklore, manía o teatro especular. Puede debilitarnos irreparablemente por
falta de competencia y puntos de comparación. Y sobre todo, puede degradarnos
cuando negamos la identidad ajena hasta llegar a los extremos del horror, el
universo concentracionario y el holocausto.
Nada combina, sin embargo, los peligros de la xenofobia como
las oportunidades del trabajo migratorio.
Celebramos la llamada globalización porque facilita
extraordinariamente el movimiento mundial de bienes, servicios y valores. Las
cosas son libres para circular.
Pero los trabajadores, los seres humanos, no.
John Kenneth Galbraith, profesor emérito de Harvard, nos
recuerda que la migración es un hecho que beneficia al país del cual se emigra
y al país al cual se emigra.
Entre 1846 y 1906, cincuenta y dos millones de emigrantes
abandonaron el continente europeo. Suecia, una de las naciones más pobres de
Europa durante el siglo XIX, se volvió una de las más prósperas gracias a la
emigración masiva de sus más necesitados ciudadanos a la América del Norte.
La emigración irlandesa después del hambre de la patata, la
potato famine que mató de hambre a la mitad de la población irlandesa en 1845,
benefició tanto a los Estados Unidos como a Irlanda, que hoy es una próspera
república que saltó de la economía agraria a la tecnología y los servicios,
requiriendo, la propia Irlanda, trabajadores extranjeros para aumentar su
desarrollo.
Hoy, el movimiento es casi siempre de Sur a Norte. Pero las
razones del movimiento son las mismas del pasado: escapar a la pobreza local,
rompiendo el círculo de la resignación.
Hoy como ayer, el emigrante obedece al pull factor, la
demanda de la economía desarrollada que necesita trabajadores para tareas que
la fuerza de trabajo doméstica, porque se hace vieja, o rehúsa realizar ciertos
trabajos, o ha entrado a una esfera de ocupación más cómoda y técnicamente
avanzada, ya no puede ofrecer.
Otra razón es el imán de la prosperidad proyectada por las
pantallas de televisión, las revistas, los anuncios y las películas de las
sociedades del Norte. Cuando los balseros albaneses llegaron a las costas de
Italia hace una decena de años, inmediatamente le pidieron a las autoridades:
«Muéstrenos el camino a Dallas.»
Pero el trabajador migratorio nunca llega ni a Dallas ni a
Disneylandia. Más y más, él o ellas son víctimas de la violencia racial. El
trabajador turco en Alemania, el trabajador argelino en Francia, el trabajador
mexicano en Arizona, el trabajador negro en Italia, el trabajador magrebí en
España: Ninguna política de desarrollo con justicia, ningún proyecto de
globalización con orden, puede excluir la protección debida al trabajador
migratorio, que es precisamente eso: un trabajador, no un criminal.
Durante quinientos años, el Occidente viajó al Sur y al
Oriente, imponiendo su voluntad económica y política sobre las culturas de la
periferia, sin pedirle permiso a nadie.
Ahora, esas culturas explotadas regresan al Occidente
poniendo a prueba los valores mismos que el Occidente propuso universalmente:
libertad de movimiento, libertad de mercado basada no sólo en la oferta y
demanda de bienes sino de trabajadores, y el respeto debido a los derechos
humanos que acompañan a todos y cada uno de los trabajadores migratorios.
No se puede, lo repito, tener interacción y comunicación
global instantáneas sin tener, al mismo tiempo, migración global instantánea.
Una de las grandes novelas de la lengua española del siglo
XX predijo y elevó dramáticamente este tema. Me refiero a Paisajes después de
la batalla, el admirable libro de Juan Goytisolo, publicado en 1982. En él,
Goytisolo traduce una de las más grandes y antiguas tradiciones de la novela
—el tema del desplazamiento— a la ciudad moderna, sus inmigrantes indeseados y
su desafío a cualquier noción de pureza lingüística, sexual, culinaria u
onírica. Goytisolo efectivamente imagina el espacio de la nueva ciudad mestiza,
occidental y oriental, meridional y septentrional, dándole voz a todos y cada
uno de sus habitantes.
Nos plazca o no, la ciudad policultural ya está aquí, con
nosotros. La energía de las ciudades hispánicas de los Estados Unidos —Los
Ángeles, Miami, Chicago— es inseparable de su carácter mestizo. Los Ángeles,
que es no sólo ciudad hispánica, sino coreana, vietnamita, japonesa y china,
será la Bizancio del siglo XXI, proyectada desde la frontera con México (que es
la frontera con toda la América Latina) a la gran comunidad del Pacífico. hasta
Vladivostok, Tokio, Shanghai, Hanoi...
Creo en las preguntas de un acto fraternal rodeado de
abismos: ¿Acaso no existe otra voz y acaso no es también la mía? ¿Acaso no hay
otro tiempo que puedo tocar y que puede tocarme? ¿No existen otras fes, otras
historias, otros sueños y no son, también, míos?
Estamos en el mundo, vivimos con otros, vivimos en la
historia y tendremos que dar cuenta de nuestra memoria, de nuestro deseo y de
nuestra presencia en esta tierra en nombre de la continuidad de la vida. La
xenofobia interrumpe y asesina la vida.
Las culturas se influencian unas a otras. Las culturas
perecen en el aislamiento y prosperan en la comunicación. Como ciudadanos, como
hombres y mujeres de ambas aldeas —la global y la local— nos corresponde
desafiar prejuicios, extender nuestros propios límites, aumentar nuestra
capacidad de dar y recibir así como nuestra inteligencia de lo que nos es
extraño. No hay globalidad que valga sin localidad que sirva. Para implementar
esta idea, debemos abrazar las culturas de los otros a fin de que los otros
abracen nuestra propia cultura. Recordemos, en el inicio de un nuevo siglo, que
la historia no ha terminado. Vivimos una historia inacabada. La lección de
nuestra humanidad inacabada es que cuando excluimos, nos empobrecemos y cuando
incluimos, nos enriquecemos. ¿Tendremos tiempo de descubrir, tocar, nombrar, el
número de nuestros semejantes que nuestros brazos sean capaces de hacer
nuestros? Porque ninguno de nosotros reconocerá su propia humanidad si no la
reconoce, primero, en los otros.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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