Por Guillermo Piro |
En 1947, Maurice Merleau-Ponty escribió Humanismo y terror.
En él hablaba de la violencia de los procesos de Moscú y las purgas
estalinistas de fines de la década de 1930 como un medio, o mejor dicho como el
único medio, de eliminar la violencia capitalista. Merleau-Ponty narra el curso
y el decurso de los procesos contra los “enemigos” de Stalin para, al final,
aceptar que esos procesos significaban un legítimo modo de lucha política por
parte de un gobierno revolucionario amenazado, recalcando la necesidad del
terror para defenderse.
La tesis no gustó nada a Albert Camus, al punto que, poco
después de publicado el libro, en un encuentro fortuito en un ágape cualquiera,
apenas lo divisó entre la multitud Camus se acercó muy educadamente a
Merleau-Ponty y sin aviso le propinó una trompada antológica en la nariz.
Un año antes había tenido lugar aquella famosa escena
conocida como “el atizador de Wittgenstein”, que tuvo como protagonistas al
filósofo austríaco y al no menos austríaco Karl Popper. El evento duró apenas
unos minutos, en medio de una sesión académica en Cambridge en la que
circunstancialmente se encontraban dos de los más grandes filósofos del siglo
XX. Wittgenstein, molesto por las palabras de Popper, tuvo la ocurrencia de
ponerse a agitar el fuego de la chimenea con un atizador.
En un momento de la discusión blandió el arma como refuerzo
de su argumentación y fue reprendido por ello por Popper (“Wittgenstein, por
favor, deje el atizador donde estaba”). Wittgenstein abandonó la sala dando un
portazo.
Motivado por esos dos ejemplos de crítica fue que en 1948,
en Buenos Aires, el poeta Adolfo Curcio decidió ejercer una crítica similar con
efectos más que fructíferos sobre la llamada generación del 40, que incluye a
Enrique Molina, Olga Orozco, Juan Rodolfo Wilcock y Juan José Ceselli, entre
otros. Ex púgil, poeta, decidió un buen día abandonar la crítica literaria
escrita para comenzar a propinar castigo físico a aquellos poetas a quienes
consideraba merecedores.
Sin dar explicaciones, sin esgrimir razones, acudía adonde
podía encontrarlos y con poética sencillez le rompía la nariz de una trompada
al poeta en cuestión. Hoy puede sonar un tanto brutal, pero si se mira bien su
intervención eficaz explica la calidad inigualable de la producción de esa
generación (de hecho, en la historia de la literatura argentina no ha vuelto a
darse la convivencia, en un mismo lugar y en la misma época, de tantos
ejemplares sublimes de poeta).
Tal vez obligó a que los vates, con la conciencia de la gran
amenaza que pesaba sobre ellos, se cuidaran de publicar basura y se dedicaran a
otra cosa. Lo sorprendente es que el poeta atacado siempre conocía a la
perfección la razón por la que había sido ejemplarmente castigado, aunque Curcio
no pronunciara ni una palabra. Adolfo Curcio falleció en 1979 (había nacido en
1909), el 22 de julio. Esa es la razón por la que secretamente los críticos
literarios festejan su día en esa fecha infausta.
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