Por Manuel Vicent |
Los jóvenes diputados radicales que acaban de ocupar por
primera vez su escaño en el Congreso dieron un espectáculo mediático en el
hemiciclo para demostrar que ha entrado en el Parlamento el aire nuevo de la
calle, pero, sin duda, por muy sobrados que vayan por la vida, van a sentir un
gran impacto psicológico cuando vean que aquel camarero macarra, plagado de
tatuajes, que les atendía en el bar de Lavapiés, ha sido sustituido por un
ujier uniformado con botones dorados.
El diputado radical subirá a la tribuna para tomar la
palabra y aunque lleve el pelo rasta o la camiseta sudada, el ujier con
esmerados ademanes a la antigua pondrá a su alcance una copa de agua junto con
una servilleta de hilo en bandeja de alpaca.
Esa copa de agua suele tener un efecto demoledor. Cuidado
con ella, amigos. Recordad lo que le sucedió a Santiago Carrillo.
Llegó al Congreso de los Diputados con la memoria viva de la
Guerra Civil después de 40 años de exilio y de una clandestinidad con riesgo de
haber sido pasado por las armas si lo hubiera trincado la brigada social.
En la primera sesión de las Cortes democráticas todos
esperaban de Carrillo una actitud corrosiva y revanchista, pero el agua clara
del ujier produjo su efecto: le hizo creer que por fin había alcanzado la
victoria por el simple hecho de poder expresarse con libertad, cuando en
realidad lo había anulado.
Los jóvenes diputados de la izquierda radical podrán lanzar
desde la tribuna del Congreso las mismas palabras ardientes que han pronunciado
en las asambleas de barrio, en las aulas universitarias o en manifestaciones
callejeras, pero poco a poco el agua que van a tomar a sorbos en medio de la
soflama más incendiaria hará su trabajo.
Realmente el ujier es el bombero que acudirá a la tribuna a
apagar tanto fuego, tanto ardor, tanta cólera, con un vaso de agua.
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