domingo, 17 de enero de 2016

REVOLUCIÓN

Por Carlos Fuentes
El New York Times me preguntó, como parte de una encuesta para iniciar el siglo XXI: —¿Cuál considera usted que ha sido la mejor revolución del milenio?

La dificultad en contestar comienza por la ambigüedad o polivalencia del término mismo, «revolución». Hay en él un elemento así de ruptura como de retorno. La revolución de un planeta significa el regreso del astro a su punto de origen. Pero la revolución de una sociedad es todo lo contrario. Significa la ruptura del orden establecido y el movimiento hacia un futuro, esperanzadamente, mejor.

La asociación de los términos «revolución» y «progreso» fortalece la visión futurizable. Sin embargo, el elemento utópico presente en toda revolución es mucho más ambivalente. Al tiempo que aspira a una sociedad mejor, la revolución no sólo piensa en el futuro. También sueña, así sea inconscientemente, en el pasado, «la edad de oro», el tiempo original. De esta manera, la revolución sería, también, la restauración de un pasado impoluto. Tal fue, notablemente, la fe de Emiliano Zapata y su sueño de una Arcadia campesina en México.

Sin embargo, la asociación entre «modernidad» y «revolución» ha sido la fuerza motriz de la rebelión en Rusia, China o Cuba. El velo arrojado sobre el pasado le ha dado al pasado la maravillosa oportunidad de reaparecer disfrazado. La revolución, en Petrogrado, Pekín o La Habana, terminó por reforzar los más antiguos diseños de poder. En Rusia, el césaropapismo, la unidad del poder temporal y el poder espiritual, reaparecieron en la simbiosis del Partido y el Estado. En China, la «burocracia celeste» del antiguo Imperio de En Medio reapareció bajo la túnica autoritaria del maoísmo y, en Cuba, Castro es heredero de las más añejas tradiciones del caudillismo hispanoárabe.

Acaso las dos revoluciones más coherentemente «modernas» han sido las de Francia y los Estados Unidos. Sin embargo, cuando el New York Times me pregunta cuál ha sido «la mejor revolución del milenio», me siento poderosamente tentado de salirme del reino de la política y pensar en Copérnico, Einstein, Shakespeare, Cervantes, Joyce, Piero della Francesca, Brunelleschi, Picasso, Beethoven o Stravinsky, acaso revolucionarios más grandes que Washington o Mirabeau.

Pero sitiado dentro del terreno de la política, sí estoy convencido de que la Revolución Francesa fue «la mejor revolución del milenio», sin dejar de calificarla con la famosa advertencia de Winston Churchill acerca de la democracia: «Es la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás formas de gobierno que han sido intentadas de tiempo en tiempo.»

La Revolución Norteamericana fue una rebelión colonial contra una potencia colonial. La Revolución Francesa fue una rebelión social, política y económica contra el Antiguo Régimen. No tuvo que expulsar a una potencia colonial. Tuvo que destruir un poder interno sustentado, durante siglos, por la tradición, la legitimidad y el paradójico matrimonio del absolutismo monárquico y el privilegio feudal. La Revolución Francesa tuvo que destruir violentamente las instituciones del Ancien Régime y reemplazarlas con formas nuevas y acaso improbables de autodeterminación y asociación civil.

Ambas fueron revoluciones violentas. El «Terror» francés mandó a la guillotina a dieciséis mil individuos —asunto de escasa monta, dice Jules Michelet en su Historia de la Revolución Francesa, si lo comparamos con las ejecuciones ordenadas por la monarquía a lo largo de seiscientos años. La violencia tampoco estuvo ausente de la Revolución Norteamericana, pródiga en ejecuciones sumarias de los «leales» a la Corona Británica. Tampoco se libró la revolución de Franklin y Jefferson de su propio «terror». Los Comités de Salud Pública de la Revolución Francesa tienen su antecedente en los «Comités de Seguridad e Inspección» puestos en marcha para delatar y castigar a los enemigos de la Revolución Norteamericana. Tal fue, por ejemplo, el Comité para Detectar Conspiraciones, establecido por el Congreso Provincial de Nueva York.

¿«Terror»? Quizás las poblaciones indígenas de Norteamérica sufrieron más que la aristocracia francesa.

Ambas revoluciones, la Norteamericana y la Francesa, fueron confiscatorias de la propiedad privada. «Conspiradores notorios», «ausentistas», «refugiados» y «evasores» fueron todos objeto de expropiación en Norteamérica. Hoy serían favorecidos por una disposición británica comparable a la Ley Helms-Burton.

Ambas revoluciones obligaron a un gran número de personas a emigrar. Hubo muchos más «emigrados» de los Estados Unidos, comparativamente, que de Francia. Los «balseros» que huían de la revolución en Norteamérica por mar hacia la Terranova británica perecieron, en grandes números, en el océano.

Y ambas revoluciones fueron maculadas por el sello infamante de la desigualdad. Proclamaron los derechos universales del hombre, pero excluyeron de ellos a la mujer, incapacitada para votar, y limitaron el sufragio a los propietarios. Pero, en tanto que Norteamérica había desarrollado una clase media creciente de pequeños propietarios, la Revolución Francesa hubo de ser mucho más radical en la ruptura de los privilegios de la propiedad, la creación de una nueva clase de propietarios y la implantación de las medidas jurídicas y políticas que semejante revolución requería.

El hecho extraordinario, verdaderamente extraordinario en el país galo, como lo hizo notar Michelet en su Historia, es que, en toda Francia, el pueblo actuó espontáneamente. adelantándose a las leyes revolucionarias.

El historiador la llama «la organización espontánea de Francia», un acontecimiento único, en tan grande escala, en la historia de la humanidad. (La organización espontánea de las comunidades rurales de Morelos por los zapatistas en 1915. descrita por John Womack, sería otro, aunque más modesto, ejemplo.)

En 1789, a pesar de las limitaciones señaladas, casi cinco millones de franceses se volvieron, por primera vez, electores, y actuando por su cuenta, formaron comités municipales cuyo primer encargo fue sustituir las impenetrables leyes de la monarquía con una legislación revolucionaria transparente. En 1791, el pueblo de Francia, avanzando más y más rápidamente que las autoridades revolucionarias en París, había creado, a lo largo y ancho de la nación, mil doscientos nuevos funcionarios municipales y cien mil magistrados para la impartición de justicia de tal suerte que, en la primavera de 1792, Francia contaba con un sistema político y judicial totalmente renovado a través de la elección directa.

Gracias a esta revolución a fondo, Francia estableció un nuevo sistema de propiedad que se convirtió en la base del capitalismo moderno. La Iglesia, la aristocracia, los remanentes del sistema feudal, hubieron de sujetarse a la novedad del mercado a medida que las barreras al libre comercio y los privilegios fueron abolidos. También lo fueron los gremios. La libertad del mercado abrió el horizonte económico europeo en un grado jamás alcanzado antes. Pero suprimir la libertad de asociación gremial (la Ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791) privó a la clase obrera de poder colectivo y protección, entregándola a la explotación inmisericorde de la revolución industrial.

El capitalismo y la democracia fueron los poderosos vástagos de la Revolución Francesa, más allá de los episodios del terror revolucionario y la paradoja del intermedio bonapartista. Napoleón marchó por toda Europa en el nombre de la revolución pero con una corona de utilería en la cabeza. Fue derrotado en Rusia y en España por patriotas que preferían sus cadenas nacionalistas a las libertades revolucionarias francesas. Sin embargo, Napoleón, dándole a Europa su moderna legislación civil y mercantil, garantizó el futuro de la burguesía que el Gran Corso representó a escala heroica e insostenible.

Y en Alemania, disolvió los guetos y liberó a los judíos. La Revolución Norteamericana no abolió la esclavitud. Fue su peor mácula. Fue necesaria una segunda revolución, encabezada por Lincoln, para liberar al esclavo, y una tercera, el Movimiento de Derechos Civiles, para completarla en nuestro propio tiempo. Norteamérica no tuvo un Napoleón. En vez, tuvo un «Destino Manifiesto» para expandirse, a costillas de México, del Atlántico al Pacífico. En Norteamérica, una aristocracia colonial ilustrada se manifestó mediante documentos tan admirables como la Constitución de Filadelfia, la Declaración de Derechos y los Papeles Federalistas. En Francia, una masa enérgica, colérica, intuitiva y fraternal se levantó y, paradójicamente, le dio su más grande impulso y sus más seguras leyes, al desarrollo liberal y capitalista moderno. Pero ésta es una fría definición del entusiasmo con que William Wordsworth recibió las noticias de Francia en 1789: «¡Qué maravilloso es el mundo cuando la alegría de uno es la felicidad de millones!»

Acaso el carácter laico de una revolución es garantía de su salud. Rusia no pudo abandonar la herencia religiosa bizantina con el comunismo y se la impuso a naciones occidentales totalmente ajenas a la tradición césaropapista: toda la Europa Central. La Revolución China jamás pudo sacudirse la rigidez legitimista y burocrática del antiguo Imperio de En Medio, y la Revolución Cubana, dejar atrás, desde la izquierda, la trampa mortal de la derecha latinoamericana: el culto al líder máximo, al jefe providencial.

La Revolución Mexicana contiene numerosas paradojas. Nació como un movimiento político democrático —sufragio electivo, no reelección— encabezado por un hombre bueno e ingenuo, Francisco Madero. Acaso su mayor hazaña fue la de mover con un libro, La sucesión presidencial en 1910, a un país de analfabetos. Pero una vez en el poder, Madero cometió el error de dejar en su lugar a los pilares de la dictadura —el ejército federal, los privilegios de los grandes hacendados— y hubo de soportar las injurias, obstrucciones y hasta las traiciones de una prensa y un Congreso que carecían de experiencia política democrática. El asesinato de Madero por el general Victoriano Huerta y el embajador de los Estados Unidos, Henry Lane Wilson, precipitó la verdadera Revolución Mexicana: la revolución económica y social. De la noche de México surgen los jefes revolucionarios. Emergen de las rancherías y de los pueblos, de la clase media de provincia y de las serranías indígenas, de las haciendas en llamas y de las ciudades sitiadas. Y representan dos claras tendencias. La popular y la burguesa. Emiliano Zapata, hombre de silencio y misterio, parece un fantasma al que se le concedió la gracia de encarnar por poco tiempo para exigir Tierra y Libertad. Francisco Villa, una cabeza de cobre oxidado que antes había estado en Mongolia y Andalucía y el Rif, entre las tribus errantes del norte americano y ahora vino a posarse sobre los hombros y bajo el sombrero bordado de oro, manchado de polvo y sangre, de un hombre de Chihuahua «angostando la mirada contra los embates de la luz, con vastas reservas de intuición y ferocidad y generosidad» (Gringo viejo). Uno y otro representan la voluntad tumultuosa de justicia, vieja como los siglos, pero a diferencia de éstos, incumplida. La facción burguesa la encabeza Venustiano Carranza, un antiguo Senador de la dictadura disfrazado de sí mismo: luenga barba blanca, ojos velados por antiparras violetas, porte paternal alto, protector, lejano, asumido. Jamás se sentará donde el sol le dé en la cara. Ése es el lugar del contrincante cegado o del partidario que aprende cuál es su sitio. Nunca se sentará dando la espalda a puerta o ventana. Por allí entran los asesinos. «El rey viejo», lo llamó Fernando Benítez en una excepcional novela que relata cómo, a pesar de todo, el viejo león fue asesinado por sus cachorros impacientes, Alvaro Obregón, joven agricultor en Huatabampo y Plutarco Elias Calles, joven maestro de escuela en Sonora. Los ojos de Obregón sonríen, es ingenioso, dicharachero, simpático. Los ojos de Calles penetran, es un tigre acechante, sin sonrisa.

Triunfa en México la revolución burguesa de Carranza, Obregón y Calles sobre la revolución popular de Zapata y Villa. Pero la Constitución de 1917 hace concesiones a los movimientos populares. Eleva a categoría constitucional el derecho al trabajo y la partición de la tierra, lado a lado con las garantías individuales, incluyendo el derecho de propiedad. La sociedad y sus leyes se construyen sobre los cadáveres de la revolución: Saturno devora a sus propios hijos hasta que un presidente extraordinario. Lázaro Cárdenas, reúne en haz las políticas de la revolución —educación pública, infraestructura, comunicaciones, reforma agraria— liberando al peón del latifundio y dándole posibilidad de emigrar a las ciudades y convertirse en mano de obra barata para un proceso de industrialización que contará, gracias a la nacionalización cardenista del petróleo, con combustible barato.

Todo esto va acompañado de un pacto implícito. Los «gobiernos emanados de la revolución» le dan al pueblo educación, trabajo, y estabilidad, pero no le dan democracia. Mientras el pacto se mantiene, México, entre 1938 y 1968, es modelo latinoamericano de estabilidad. El ejército se queda en los cuarteles y apoya al presidente que, cada seis años, pasa de ser «El Tapado» al Nuevo Ungido por el Gran Dedo del presidente en turno. El pacto se rompe cuando, en 1968, una juventud educada en las escuelas de la revolución y en los ideales de justicia y libertad, los exige en la calle y recibe, en cambio, la muerte durante la Noche de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Esa noche terminó la revolución institucional en México y adquirió plena fuerza algo que nunca estuvo muerto: El movimiento social de los obreros, los campesinos, los estudiantes, la clase media... Tardó todavía tres décadas llegar a la transición que supone el triunfo de la oposición en la elección de presidente. Sucedió el 2 de julio de 2000 y no costó ni sangre ni rencillas ni dudas. Ganamos todos, he escrito.

Ernesto Zedillo, porque aseguró, ni más ni menos, que se cumpliese estrictamente la ley. Vicente Fox, porque su apuesta tesonera y combativa llevó a la oposición al poder. Y el pueblo de México entero porque al fin la lucha social y la lucha política se dieron la mano y la Revolución Mexicana, traicionada, deturpada, corrupta, constructiva, liberadora, contradictoria, logró lo que no lograron otras revoluciones del tercer mundo. La revolución, a veces, es la fidelidad a lo imposible.

Y es no sólo el triunfo contra la injusticia, sino contra la fatalidad —combate, a veces, más arduo. Stalin juntó la injusticia y la fatalidad como una broma perversa: Para él, todos los comunistas eran traidores salvo uno y ése, curiosamente, era el que detentaba el poder: Josip Stalin. No hace falta repetir los nombres que hacen eco a tan macabra política. Sí hará falta, siempre, revocar, por magníficas que sean, las pretensiones totalizantes, poéticas o políticas (Rimbaud: Hay que cambiar la vida; Marx: Hay que transformar el mundo) por la revolución que relativiza las cosas, pluraliza al mundo y renuncia a la ilusión de la totalidad, tan similar a la palabra totalitario. La revolución del siglo XXI consistirá en darle valor a la diferencia: étnica, política, religiosa, sexual, cultural...

Y entonces la palabra «revolución» aparecerá con el fulgurante significado que le dio María Zambrano: Revolución es Anunciación.

© Carlos Fuentes – “En esto creo” (2002)

Selección: Agensur.info

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