Por Carlos Fuentes |
El New York Times me preguntó, como parte de una encuesta
para iniciar el siglo XXI: —¿Cuál considera usted que ha sido la mejor
revolución del milenio?
La dificultad en contestar comienza por la ambigüedad o
polivalencia del término mismo, «revolución». Hay en él un elemento así de
ruptura como de retorno. La revolución de un planeta significa el regreso del
astro a su punto de origen. Pero la revolución de una sociedad es todo lo
contrario. Significa la ruptura del orden establecido y el movimiento hacia un
futuro, esperanzadamente, mejor.
La asociación de los términos «revolución» y «progreso»
fortalece la visión futurizable. Sin embargo, el elemento utópico presente en
toda revolución es mucho más ambivalente. Al tiempo que aspira a una sociedad
mejor, la revolución no sólo piensa en el futuro. También sueña, así sea
inconscientemente, en el pasado, «la edad de oro», el tiempo original. De esta
manera, la revolución sería, también, la restauración de un pasado impoluto.
Tal fue, notablemente, la fe de Emiliano Zapata y su sueño de una Arcadia
campesina en México.
Sin embargo, la asociación entre «modernidad» y «revolución»
ha sido la fuerza motriz de la rebelión en Rusia, China o Cuba. El velo
arrojado sobre el pasado le ha dado al pasado la maravillosa oportunidad de
reaparecer disfrazado. La revolución, en Petrogrado, Pekín o La Habana, terminó
por reforzar los más antiguos diseños de poder. En Rusia, el césaropapismo, la
unidad del poder temporal y el poder espiritual, reaparecieron en la simbiosis
del Partido y el Estado. En China, la «burocracia celeste» del antiguo Imperio
de En Medio reapareció bajo la túnica autoritaria del maoísmo y, en Cuba,
Castro es heredero de las más añejas tradiciones del caudillismo hispanoárabe.
Acaso las dos revoluciones más coherentemente «modernas» han
sido las de Francia y los Estados Unidos. Sin embargo, cuando el New York Times
me pregunta cuál ha sido «la mejor revolución del milenio», me siento
poderosamente tentado de salirme del reino de la política y pensar en
Copérnico, Einstein, Shakespeare, Cervantes, Joyce, Piero della Francesca,
Brunelleschi, Picasso, Beethoven o Stravinsky, acaso revolucionarios más
grandes que Washington o Mirabeau.
Pero sitiado dentro del terreno de la política, sí estoy
convencido de que la Revolución Francesa fue «la mejor revolución del milenio»,
sin dejar de calificarla con la famosa advertencia de Winston Churchill acerca
de la democracia: «Es la peor forma de gobierno con excepción de todas las
demás formas de gobierno que han sido intentadas de tiempo en tiempo.»
La Revolución Norteamericana fue una rebelión colonial
contra una potencia colonial. La Revolución Francesa fue una rebelión social,
política y económica contra el Antiguo Régimen. No tuvo que expulsar a una
potencia colonial. Tuvo que destruir un poder interno sustentado, durante
siglos, por la tradición, la legitimidad y el paradójico matrimonio del
absolutismo monárquico y el privilegio feudal. La Revolución Francesa tuvo que
destruir violentamente las instituciones del Ancien Régime y reemplazarlas con
formas nuevas y acaso improbables de autodeterminación y asociación civil.
Ambas fueron revoluciones violentas. El «Terror» francés
mandó a la guillotina a dieciséis mil individuos —asunto de escasa monta, dice
Jules Michelet en su Historia de la Revolución Francesa, si lo comparamos con
las ejecuciones ordenadas por la monarquía a lo largo de seiscientos años. La
violencia tampoco estuvo ausente de la Revolución Norteamericana, pródiga en
ejecuciones sumarias de los «leales» a la Corona Británica. Tampoco se libró la
revolución de Franklin y Jefferson de su propio «terror». Los Comités de Salud
Pública de la Revolución Francesa tienen su antecedente en los «Comités de
Seguridad e Inspección» puestos en marcha para delatar y castigar a los
enemigos de la Revolución Norteamericana. Tal fue, por ejemplo, el Comité para
Detectar Conspiraciones, establecido por el Congreso Provincial de Nueva York.
¿«Terror»? Quizás las poblaciones indígenas de Norteamérica
sufrieron más que la aristocracia francesa.
Ambas revoluciones, la Norteamericana y la Francesa, fueron
confiscatorias de la propiedad privada. «Conspiradores notorios»,
«ausentistas», «refugiados» y «evasores» fueron todos objeto de expropiación en
Norteamérica. Hoy serían favorecidos por una disposición británica comparable a
la Ley Helms-Burton.
Ambas revoluciones obligaron a un gran número de personas a
emigrar. Hubo muchos más «emigrados» de los Estados Unidos, comparativamente,
que de Francia. Los «balseros» que huían de la revolución en Norteamérica por
mar hacia la Terranova británica perecieron, en grandes números, en el océano.
Y ambas revoluciones fueron maculadas por el sello infamante
de la desigualdad. Proclamaron los derechos universales del hombre, pero
excluyeron de ellos a la mujer, incapacitada para votar, y limitaron el
sufragio a los propietarios. Pero, en tanto que Norteamérica había desarrollado
una clase media creciente de pequeños propietarios, la Revolución Francesa hubo
de ser mucho más radical en la ruptura de los privilegios de la propiedad, la
creación de una nueva clase de propietarios y la implantación de las medidas
jurídicas y políticas que semejante revolución requería.
El hecho extraordinario, verdaderamente extraordinario en el
país galo, como lo hizo notar Michelet en su Historia, es que, en toda Francia,
el pueblo actuó espontáneamente. adelantándose a las leyes revolucionarias.
El historiador la llama «la organización espontánea de
Francia», un acontecimiento único, en tan grande escala, en la historia de la
humanidad. (La organización espontánea de las comunidades rurales de Morelos
por los zapatistas en 1915. descrita por John Womack, sería otro, aunque más
modesto, ejemplo.)
En 1789, a pesar de las limitaciones señaladas, casi cinco
millones de franceses se volvieron, por primera vez, electores, y actuando por
su cuenta, formaron comités municipales cuyo primer encargo fue sustituir las
impenetrables leyes de la monarquía con una legislación revolucionaria
transparente. En 1791, el pueblo de Francia, avanzando más y más rápidamente
que las autoridades revolucionarias en París, había creado, a lo largo y ancho
de la nación, mil doscientos nuevos funcionarios municipales y cien mil
magistrados para la impartición de justicia de tal suerte que, en la primavera
de 1792, Francia contaba con un sistema político y judicial totalmente renovado
a través de la elección directa.
Gracias a esta revolución a fondo, Francia estableció un
nuevo sistema de propiedad que se convirtió en la base del capitalismo moderno.
La Iglesia, la aristocracia, los remanentes del sistema feudal, hubieron de
sujetarse a la novedad del mercado a medida que las barreras al libre comercio
y los privilegios fueron abolidos. También lo fueron los gremios. La libertad
del mercado abrió el horizonte económico europeo en un grado jamás alcanzado
antes. Pero suprimir la libertad de asociación gremial (la Ley Le Chapelier del
14 de junio de 1791) privó a la clase obrera de poder colectivo y protección,
entregándola a la explotación inmisericorde de la revolución industrial.
El capitalismo y la democracia fueron los poderosos vástagos
de la Revolución Francesa, más allá de los episodios del terror revolucionario
y la paradoja del intermedio bonapartista. Napoleón marchó por toda Europa en
el nombre de la revolución pero con una corona de utilería en la cabeza. Fue
derrotado en Rusia y en España por patriotas que preferían sus cadenas
nacionalistas a las libertades revolucionarias francesas. Sin embargo,
Napoleón, dándole a Europa su moderna legislación civil y mercantil, garantizó
el futuro de la burguesía que el Gran Corso representó a escala heroica e
insostenible.
Y en Alemania, disolvió los guetos y liberó a los judíos. La
Revolución Norteamericana no abolió la esclavitud. Fue su peor mácula. Fue
necesaria una segunda revolución, encabezada por Lincoln, para liberar al
esclavo, y una tercera, el Movimiento de Derechos Civiles, para completarla en
nuestro propio tiempo. Norteamérica no tuvo un Napoleón. En vez, tuvo un
«Destino Manifiesto» para expandirse, a costillas de México, del Atlántico al
Pacífico. En Norteamérica, una aristocracia colonial ilustrada se manifestó
mediante documentos tan admirables como la Constitución de Filadelfia, la
Declaración de Derechos y los Papeles Federalistas. En Francia, una masa enérgica,
colérica, intuitiva y fraternal se levantó y, paradójicamente, le dio su más
grande impulso y sus más seguras leyes, al desarrollo liberal y capitalista
moderno. Pero ésta es una fría definición del entusiasmo con que William
Wordsworth recibió las noticias de Francia en 1789: «¡Qué maravilloso es el
mundo cuando la alegría de uno es la felicidad de millones!»
Acaso el carácter laico de una revolución es garantía de su
salud. Rusia no pudo abandonar la herencia religiosa bizantina con el comunismo
y se la impuso a naciones occidentales totalmente ajenas a la tradición
césaropapista: toda la Europa Central. La Revolución China jamás pudo sacudirse
la rigidez legitimista y burocrática del antiguo Imperio de En Medio, y la
Revolución Cubana, dejar atrás, desde la izquierda, la trampa mortal de la
derecha latinoamericana: el culto al líder máximo, al jefe providencial.
La Revolución Mexicana contiene numerosas paradojas. Nació
como un movimiento político democrático —sufragio electivo, no reelección— encabezado
por un hombre bueno e ingenuo, Francisco Madero. Acaso su mayor hazaña fue la
de mover con un libro, La sucesión presidencial en 1910, a un país de
analfabetos. Pero una vez en el poder, Madero cometió el error de dejar en su
lugar a los pilares de la dictadura —el ejército federal, los privilegios de
los grandes hacendados— y hubo de soportar las injurias, obstrucciones y hasta
las traiciones de una prensa y un Congreso que carecían de experiencia política
democrática. El asesinato de Madero por el general Victoriano Huerta y el
embajador de los Estados Unidos, Henry Lane Wilson, precipitó la verdadera
Revolución Mexicana: la revolución económica y social. De la noche de México
surgen los jefes revolucionarios. Emergen de las rancherías y de los pueblos,
de la clase media de provincia y de las serranías indígenas, de las haciendas
en llamas y de las ciudades sitiadas. Y representan dos claras tendencias. La
popular y la burguesa. Emiliano Zapata, hombre de silencio y misterio, parece
un fantasma al que se le concedió la gracia de encarnar por poco tiempo para
exigir Tierra y Libertad. Francisco Villa, una cabeza de cobre oxidado que
antes había estado en Mongolia y Andalucía y el Rif, entre las tribus errantes
del norte americano y ahora vino a posarse sobre los hombros y bajo el sombrero
bordado de oro, manchado de polvo y sangre, de un hombre de Chihuahua
«angostando la mirada contra los embates de la luz, con vastas reservas de
intuición y ferocidad y generosidad» (Gringo viejo). Uno y otro representan la
voluntad tumultuosa de justicia, vieja como los siglos, pero a diferencia de
éstos, incumplida. La facción burguesa la encabeza Venustiano Carranza, un
antiguo Senador de la dictadura disfrazado de sí mismo: luenga barba blanca,
ojos velados por antiparras violetas, porte paternal alto, protector, lejano,
asumido. Jamás se sentará donde el sol le dé en la cara. Ése es el lugar del
contrincante cegado o del partidario que aprende cuál es su sitio. Nunca se
sentará dando la espalda a puerta o ventana. Por allí entran los asesinos. «El
rey viejo», lo llamó Fernando Benítez en una excepcional novela que relata
cómo, a pesar de todo, el viejo león fue asesinado por sus cachorros
impacientes, Alvaro Obregón, joven agricultor en Huatabampo y Plutarco Elias
Calles, joven maestro de escuela en Sonora. Los ojos de Obregón sonríen, es
ingenioso, dicharachero, simpático. Los ojos de Calles penetran, es un tigre
acechante, sin sonrisa.
Triunfa en México la revolución burguesa de Carranza,
Obregón y Calles sobre la revolución popular de Zapata y Villa. Pero la
Constitución de 1917 hace concesiones a los movimientos populares. Eleva a
categoría constitucional el derecho al trabajo y la partición de la tierra,
lado a lado con las garantías individuales, incluyendo el derecho de propiedad.
La sociedad y sus leyes se construyen sobre los cadáveres de la revolución:
Saturno devora a sus propios hijos hasta que un presidente extraordinario.
Lázaro Cárdenas, reúne en haz las políticas de la revolución —educación pública,
infraestructura, comunicaciones, reforma agraria— liberando al peón del
latifundio y dándole posibilidad de emigrar a las ciudades y convertirse en
mano de obra barata para un proceso de industrialización que contará, gracias a
la nacionalización cardenista del petróleo, con combustible barato.
Todo esto va acompañado de un pacto implícito. Los
«gobiernos emanados de la revolución» le dan al pueblo educación, trabajo, y
estabilidad, pero no le dan democracia. Mientras el pacto se mantiene, México,
entre 1938 y 1968, es modelo latinoamericano de estabilidad. El ejército se
queda en los cuarteles y apoya al presidente que, cada seis años, pasa de ser
«El Tapado» al Nuevo Ungido por el Gran Dedo del presidente en turno. El pacto
se rompe cuando, en 1968, una juventud educada en las escuelas de la revolución
y en los ideales de justicia y libertad, los exige en la calle y recibe, en
cambio, la muerte durante la Noche de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Esa
noche terminó la revolución institucional en México y adquirió plena fuerza
algo que nunca estuvo muerto: El movimiento social de los obreros, los
campesinos, los estudiantes, la clase media... Tardó todavía tres décadas
llegar a la transición que supone el triunfo de la oposición en la elección de
presidente. Sucedió el 2 de julio de 2000 y no costó ni sangre ni rencillas ni
dudas. Ganamos todos, he escrito.
Ernesto Zedillo, porque aseguró, ni más ni menos, que se
cumpliese estrictamente la ley. Vicente Fox, porque su apuesta tesonera y
combativa llevó a la oposición al poder. Y el pueblo de México entero porque al
fin la lucha social y la lucha política se dieron la mano y la Revolución
Mexicana, traicionada, deturpada, corrupta, constructiva, liberadora,
contradictoria, logró lo que no lograron otras revoluciones del tercer mundo.
La revolución, a veces, es la fidelidad a lo imposible.
Y es no sólo el triunfo contra la injusticia, sino contra la
fatalidad —combate, a veces, más arduo. Stalin juntó la injusticia y la
fatalidad como una broma perversa: Para él, todos los comunistas eran traidores
salvo uno y ése, curiosamente, era el que detentaba el poder: Josip Stalin. No
hace falta repetir los nombres que hacen eco a tan macabra política. Sí hará
falta, siempre, revocar, por magníficas que sean, las pretensiones
totalizantes, poéticas o políticas (Rimbaud: Hay que cambiar la vida; Marx: Hay
que transformar el mundo) por la revolución que relativiza las cosas, pluraliza
al mundo y renuncia a la ilusión de la totalidad, tan similar a la palabra
totalitario. La revolución del siglo XXI consistirá en darle valor a la
diferencia: étnica, política, religiosa, sexual, cultural...
Y entonces la palabra «revolución» aparecerá con el
fulgurante significado que le dio María Zambrano: Revolución es Anunciación.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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