Por Manuel Vicent |
Vivir. En estos días de fin de año hay que brindar por la
hazaña de seguir vivos, toda una agradable sorpresa, tal como vienen los
telediarios. Pese a todo, la vida sigue siendo una fiesta y en medio del baile
a uno le importa mucho más que le sean favorables los análisis clínicos, las
transaminasas, el colesterol y los marcadores tumorales que los análisis y
debates políticos.
Uno solo tiene que pactar con el diablo para que el placer
siga fluyendo sin necesidad de venderle el alma. Basta con saber que la vida
propiamente dicha es de izquierdas, que la historia es siempre progresista si
se la deja discurrir sola sin ponerle trabas y hay que bañarse todos los días
en esa corriente para estar a la altura de los tiempos.
Por lo demás en estas elecciones generales ha sucedido que
el pueblo, como un gamberro de bar, se ha acercado a la partida de parchís que
se estaba jugando a dos desde la Transición, ha levantado el tablero para ver
si tenía oca y se han esparcido por el suelo todas las fichas, las azules,
rojas, anaranjadas y moradas.
Puestas de nuevo en las casillas de salida los políticos
agitan ahora los dados en el cubilete para devorarse entre ellos. Más allá de
la contienda entre partidos a cara de perro hay un hecho esencial.
Este país asiste a un relevo generacional más allá de las
ideologías, semejante al que sucedió en 1982 cuando los socialistas llegaron al
Gobierno. La juventud trata de imponer sus ritos y sus mitos, las formas de vivir
en el mundo frente a la vieja política. El sol muere y renace.
Será un espectáculo comprobar si las alfombras, las
cornucopias, las caobas, el cuero de los escaños y los espacios insonorizados
del poder acabarán por meterles el miedo escénico en el cuerpo a esos jóvenes
airados que acaban de emerger a la superficie de la sociedad y de la política a
galope y sin bocado.
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