Mientras la oposición
está en Operativo Reciclaje, Macri avanza entre las internas y las
correcciones.
Por Roberto García |
Desde que le ganó Raúl Alfonsín a Italo Luder, casi todos
los sucesivos perdedores en el resto de los comicios atravesaron un sino
parecido: ya no pudieron ni pensaron presentarse como candidatos a la Casa
Rosada. Se disolvieron como mandatarios frustrados, se oscurecieron y ni
siquiera tuvieron ofertas de sus vencedores; más bien padecieron la fría
distancia dentro de las propias fracciones políticas que los habían ungido: se
quedaron, para utilizar el léxico cristinista, sin su lugar en el mundo.
Si
bien Luder rechazó integrar la Corte Suprema, los otros no fueron convocados ni
para disponer de una embajada. De Angeloz a Bordón, de Duhalde –un caso aparte
de breve reciclaje– a Menem, de Carrió a Binner. Sus carreras finalizaron.
Ahora, en cambio, los dos derrotados en la última partida
electoral, Scioli y Massa, se aferran a una continuidad diferente a esas
décadas de historia, convencidos de que su carrera y su motivación no han
terminado en la última contienda, y ambos se sirven de una estrategia distinta.
Uno, haciendo actos, sacándose fotos como siempre en balnearios o campings,
objetando a su vencedor –en apariencia sin invocar ya a la dama que lo guiaba
espiritualmente–, y el otro, fusionándose con el oficialismo en un operativo
canje con plazo limitado, pegándose a una ola de buena parte de la sociedad que
se proclama, como Charlie Hebdo, “je suis macriste”, e invocando con
alteraciones aquel apotegma nunca cumplido de “si pierdo, ayudo” por el de “si pierdo,
me sumo”. Curiosamente, Scioli realiza lo que se imaginaba para Massa y éste, a
la inversa, opera en la línea que se le habría adjudicado al ex gobernador
bonaerense.
Peronistas. Uno hubiera justificado su historia en la
amistad de antaño que lo reunía con Macri, y el otro, por el desdén que Macri
le dedicó para no incorporarlo a una sociedad partidaria que hubiera triunfado
por un margen superior. Pero cambiaron su rol tradicional: camaleónica la
política. Ambos, claro, convencidos de que pueden recuperar –igual que De la
Sota, Gioja y Urtubey– una identidad peronista habitualmente mayoritaria a dos
años vista de las elecciones de medio término, arrinconando a un extremo el
cristinismo básico, facción que languidece con el mutismo de la señora y sin
otro líder en la superficie.
Expectante este grupo, rabioso, pero que no irrita a pesar
de que Macri se interesa en cambiar lo que el kirchnerismo se atribuye como
esencia. Quizás su quietud parcial obedece al temor de que se expongan los
errores de su administración o aparezca algún mandoble oficialista, ya que
entienden que el Gobierno podría influir en alguna causa judicial escandalosa.
No reparan en un mandamiento que la Casa Rosada se propuso, el “no revanchismo”
recomendado por el asesor Duran Barba, quizás inspirado en la experiencia
argentina del ’55 al ’58 del siglo pasado o de otras semejantes en latitudes
diversas.
Lo cierto es que, en el primer tramo de este macrismo de 50
días, Massa ha obtenido más ventajas que Scioli, sea por acompañar cierta
conducta general del público manifestada en las encuestas o debido a que gran
parte de su caudal se satisface con cargos bajo la excusa obvia de que
“nosotros siempre apoyamos lo bueno y criticamos lo que está mal”. Así sea.
Aunque sea efímero.
Cortocircuitos. Poco importa si en el Gobierno, como en
otras administraciones, surgen disidencias explícitas por espacios de poder,
controversias propias de sus integrantes, o se advierte, como en la medicina
antigua, el ejercicio de la prueba y el error. La lista es extensa, con
jerarquías diversas: Malcorra contra Cabrera por el dominio de Comercio
Exterior, la sorda objeción de economistas Pro del gradualismo de Prat-Gay, la
fractura de éste con Marcos Peña –sea por los holdouts, respecto de los cuales
uno puso una cifra y el otro pidió resolverlo lo más rápido posible, sea por la
autonomía declarativa del ministro, que lo ubica como un pequeño Cavallo–, el
by-pass del jefe de Gabinete con el ministro Frigerio (por los aportes cedidos
a la Capital en detrimento de las provincias) o con el ministro Garavano por la
designación de dos ministros de la Corte Suprema por decreto. O con la ministra
Bullrich por la designación de Burzaco como su segundo.
Hay otras penurias internas: Carrió contra Daniel Angelici
por su pretendida influencia en la Justicia (aunque el presidente de Boca
cuenta en su plantel con una Carrió propia, Laura Alonso) y éste contra Nicolás
Caputo, ambos del corazón de Macri aunque enfrentados desde que este último
gobernaba la Capital.
Por no hablar de sensibilidades que el jefe de Estado
prefiere soslayar, como la discusión por la cantidad de desaparecidos en
tiempos de la dictadura militar en la que lo introdujo Lopérfido. Son temas que
le arrebatan la armonía familiar, algo así como recordarle que él más de una
vez pareció preocuparse por la situación de personal castrense detenido sin
causa.
Macri, más bien al margen del contubernio o la negociación
política con los gobernadores, también alienta acciones personales que luego,
si se espiralizan, puede modificar. Ocurrió con el fútbol –no soportó ni un día
la presión de América TV por haber sido excluido este medio de la televisación
del fútbol–, pero rectificarse no impidió que se hiciera sin licitación.
Lo mismo sucedió con las provincias, molestas por la
excesiva contribución del Estado a la Capital por el traslado de la Policía
Federal, hasta que finalmente obtuvieron su mendrugo, pero sin debatir la razón
por la cual ese instituto policial debe ser pagado por todo el Estado cuando
sirve a una sola localidad; debe ocurrir con los despidos de militantes o
aprovechados en la administración pública, también sometidos luego a revisión
cuando –como en el Senado– sólo la mitad se proveyó de la generosidad de
Boudou, y el resto respondía al aparato sindical.
No es lo mismo exonerar a 2.000 que a 1.000, pero menos es
no hacer nada, podría decir Macri como justificativo de un inicial programa que
prueba los límites y retrocede ante el parapeto si es demasiado alto para su
estatura, un ejercicio manifiesto de alguien que, por ingeniero, se decía que
no sabía de política. Pero que la hace, al igual que sus antecesores abogados.
0 comments :
Publicar un comentario