La travesía del amor y
la revalorización de
Una sombra donde
sueña Camila O’Gorman
Enrique Molina: el amor como el breve espasmo de la muerte, en la culminación del erotismo. Molina estuvo varias veces en Salta en la década del '80. |
Por Miguel Espejo
Entre las numerosas facetas que posee el lenguaje poético de
Enrique Molina se puede destacar su carácter de tránsito, su desplazamiento
continuo, a tal punto que la permanencia de este rasgo hace de él una de las
experiencias más notables de nuestra lengua. El movimiento que lo anima es su
núcleo fundamental.
Experiencia quiere decir aquí travesía, no sólo porque la
raíz indoeuropea señala ya semánticamente el peligro que se corre al cruzar
la puerta de un desfiladero, sino porque esta poesía en verdad atraviesa lo que
toca.
Las despedidas que ella ha efectuado son múltiples. Desde Las cosas y el delirio (1941)
hasta su último poemario Hacia una isla
incierta (Argonauta, 1992), o inclusive la extensa antología, Orden terrestre, publicada por
Seix-Barral en 1994 (para no mencionar siquiera la recopilación póstuma de sus
últimos poemas, agrupados en un volumen algo descuidado: Adiós), Molina habla, alude, sugiere el aspecto tantálico del mundo
que fisura el deseo del hombre. El amor ocupa un lugar dominante en esta
dimensión. Su texto “Alta marea” de Amantes antípodas (1961) se ha convertido
en un clásico de la poesía amorosa: “Cuando
un hombre y una mujer que se han amado / se separan / se yergue como una cobra
de oro el canto ardiente del orgullo”.
Resulta poco menos que imposible precisar las numerosas
relaciones que hay entre la poesía y el amor. La primera nos envía de inmediato
a esa larga tradición de siglos que es la poesía lírica; el otro, a un amplio
examen de los valores y de la cultura. Ambos se encuentran fuertemente ligados
a la percepción que el hombre ha tenido de la belleza. Al conjunto de
oposiciones que la antropología describe (crudo/cocido, frío/caliente, etc.)
habría que añadir la de lo bello y lo feo. Tanto la poesía como el amor
mantuvieron un estrecho parentesco con la belleza. Sin embargo, desde hace más
de un siglo los jardines de la poesía lírica comenzaron a dar “flores del mal”,
y uno de sus adelantados, William Blake, sancionó “el matrimonio del cielo y
del infierno”. Por su parte, Rimbaud encontró amarga la belleza y necesitó
situar la palabra poética en una perspectiva hasta entonces desconocida, abriendo
así las puertas a la poesía contemporánea.
Enrique Molina ha retomado, con un sello particular, esta
ambivalencia, esta estructura, por lo menos binaria, del amor y de la poesía
que lo expresa. En mi ensayo “El conocimiento poético”, dedicado en parte a
examinar algunas de las significaciones de Una
sombra donde sueña Camila O’Gorman (1973), intenté señalar que, en la
corriente mítica, el cumplimiento del amor lleva en sus entrañas un consecuente
castigo. En el mito recogido por Platón, el hombre no es feliz hasta encontrar
su otra mitad, pero cuando lo logra es sancionado por ingresar a lo divino. En
realidad, este mito participa de la creencia, común a casi todas las
sociedades, de la unión original de los seres, previa a la diferenciación de
los sexos. La androginia, el incesto, la comunión y la identificación con todos
los seres son estados que corresponden al Caos, es decir, a una situación
anterior al orden del mundo.
El amor y su sombra
Con la abolición de los mitos y con la instauración de la
razón instrumental, el amor forzosamente debía cambiar de signo. Frente al amor
en la norma, impuesto por aquellos que se apropian de los mecanismos de control
social; un amor, en suma, destinado al consumo de las grandes masas, Molina
opone el puro amor desesperado de Camila O’Gorman y del sacerdote Ladislao
Gutiérrez, que debieron pagar con sus vidas esta transgresión. Por otra parte,
siempre se supo que la institución del matrimonio, al menos en las sociedades
articuladas alrededor de un Estado, poco tenía que ver con el amor y sí con la
producción de los hijos y de los bienes.
El amor es la gratuidad absoluta. No sirve para nada y no es
sirviente de nada. Es la transgresión más noble, nos dice Molina, porque es una
afirmación libre de la vida. Si esta concepción hereda algo del romanticismo es
para instalarse, rápidamente, en el dominio de la ruptura y del “amor loco”.
“Nosferatus”, en Los últimos soles (1980), es un “enamorado de la sangre del
mundo”, inmerso “en el infierno de la belleza”. En este sentido, la poesía de
Molina es persistentemente viril, ya que entregada a comprender la succión de
las almas éstas siempre resultan femeninas.
Comenzando por el poema “A Vahíne. (Pintada por Gauguin)” y
terminando por “Isla Loba”, pasando antes por “Francisca Sánchez” o “Señora de
los Arcanos”, separados el primero y el último por más de medio siglo, se
constata una continuidad vertebrada en torno a la imagen de la mujer, como si
ésta fuese una divinidad ctonia, es decir, una fuente generativa desde las
profundidades de la tierra.
En un famoso pasaje de los Cantos de Maldoror el personaje creía encontrar en el tiburón
hembra una camarada a la altura de su ferocidad y de sus inquietudes. Molina,
menos salvajemente, pero con espíritu afín, busca en “los hoteles secretos” a
esa “Criatura melancólica que tocas mi
alma de tan lejos / Invoca en las alcobas el éxtasis y el terror / El lento
idioma indomable de la pasión por el infierno / Y el veneno de la aventura con
sus crímenes”. En uno de los poemas de Amantes
antípodas la relación con el clima señalado es más directa: “¡esas
camaradas feroces que comparten con nosotros el pan del desierto!” Las
relaciones se vuelven feroces cuando tienden hacia el absoluto, no hacia la
mediocre dicha conyugal, que muy rara vez es una verdadera dicha.
La culminación del amor es un espasmo breve como la muerte,
de ahí que la poesía de Molina, obsedida por el vuelo de los pájaros, sólo
reconozca el instante del amor, eterno y atemporal, porque no dará lugar al
desgaste de la convivencia. “De la erosión de las nubes” es un poema que
propone con bastante claridad esta instancia: “Ahora bien, / Los más bellos amores / Tienden sus alas sin paz en la
lujuria de lo pasajero / Sobre esos terrenos vagos donde hay siempre una niña
acosada por los lobos / La heroína incomparable bajo la telaraña del tiempo
perdido / Bella y cruel”.
El mundo femenino
La belleza y la crueldad se han convertido en almas gemelas,
sobre todo en el escenario donde transcurren las lides del amor, ya que el amor
es, hablando estrictamente, la guerra privada de los hombres. Por supuesto,
esto dependerá en gran medida de la perspectiva que el poeta tenga del mundo
femenino y de su manera específica de internalizarlo. A veces ha sido la mujer
ideal la que ha prestado soporte a la poesía lírica. Pero en este caso nos
encontramos con una poesía que, si bien bordea lo mítico, es tenazmente
material. Incluso en sus últimos libros, cuando los años podrían haber mitigado
el impulso, el poeta es decididamente sensual. De la Gran Pescadora se ven las
“exuberantes formas oliendo a mariscos en la densa carne conyugal”. No hay
lugar aquí para un eterno femenino incorpóreo.
Ahora bien, si las madres con frecuencia son las que más
contribuyen en dotar al niño de una imagen de lo femenino, en los hechos otras
mujeres próximas intervienen en la conformación de esta imagen. A veces son las
criadas, las empleadas domésticas, las mujeres que colaboran en el
desenvolvimiento de una casa y en la crianza de los niños las que dejan huellas
imborrables en la vida afectiva del poeta. “La
agazapada en su altillo / En lo más pálido de las cosas el largo crujido de la
soledad hasta sus caderas al abrigo de una pobre frazada” son versos
dedicados a la “sierva difunta”, a la “hermana de Baudelaire”. Apertura hacia
la miseria y el sufrimiento, o sea, hacia la piedad.
En el poema “Se va siempre muy lejos”, cuando “ya todo está
listo para el funeral del recuerdo”, evoca con morosidad:
Hay un campo que
brilla
y el niño que yo fui
con el pasto y la tierra
vuela con lentos
círculos en el cuarto de planchar
donde indolentemente
la joven mestiza entreabre su bata
y el sudoroso
resplandor de su carne
se alzó hasta mi alma
como un pájaro húmedo.
No niegues ahora una
plegaria a esa sierva lasciva…
Plegaria es posiblemente la palabra más adecuada para
denotar la actitud global de esta poesía imbuida de un panteísmo cósmico, pero
que nunca deja de prestar atención a los pequeños seres “que forman”, de
acuerdo con Borges, “este singular universo”. La mujer ocupa un sitio decisivo
en esta concepción poética y cósmica, no sólo porque ella es el objeto de amor
por excelencia y la depositaria de la belleza, sino porque la poesía misma se
transmuta en lo femenino y participa de la capacidad de gestar. Pero la
relación con las mujeres es la del “tráfico” y del comercio, como solía
decirse, donde la fusión de los seres es al mismo tiempo esplendor e
incineración: “¡Adiós bellas mujeres que
exigís de cada abrazo / su más ardiente revelación de cenizas!”
Si, como se ha sostenido muchas veces, la norma es un
erotismo sin amor, en esta poesía no hay cabida para un amor sin erotismo. Para
una “felicidad sin testigos” se requiere la absoluta intimidad de las recámaras
selladas, donde impera la fantasía y donde es posible que al prepararse un
alimento “la mesa tome la apariencia de una mujer”, donde impera también, y
sobre todo, “el salvaje paraíso del sexo”. Mucho tiempo después, en el poema
“Una cama (informe incompleto)” de El ala de la gaviota, se condensa esta
actitud. En cierto sentido, el hombre es un ser yacente, el yacente esencial,
que nace acostado, que se acuesta para morir o para hacer el amor y
reproducirse. En la cama o desde ella, el poeta confiesa:
Allí soy lo que fui,
lo que seré:
oleaje, un reverbero,
una playa en la raíz del mundo
en todas las formas
instantáneas del deseo,
decadencia, crónicas
pasionales,
amores extinguidos en
fraude, en cartas baldías,
con burlonas esfinges,
personajes estériles y
resplandecientes,
de sentimientos
confusos, como si nadie supiera jamás
junto a quién ha
vivido
Considerado el amor y su concreción erótica desde este punto
de vista, puede pensarse que, en una perspectiva cósmica, los cuerpos son
fatalmente intercambiables y que no habrá nunca un ser que nos pertenezca por
entero. La contrapartida es igualmente válida. Si somos del mundo y estamos en
él nunca perteneceremos del todo a otra persona. La única garantía de la fusión
y del goce, del acoplamiento y el éxtasis, es el instante.
En la poesía de Molina, la mujer es también fuente de
renacimiento. Un espíritu inclinado a la tragedia, como el de Hegel, descubrió
una cesación de vida en el momento que sigue al espasmo, y no sólo una
culminación; puede ver “la pequeña muerte” acechando siempre tras las máscaras
del deseo. Pero en esta poesía hecha fundamentalmente de imágenes no hay lugar
para el pensamiento especulativo. La negación de la afirmación es simplemente
deseo, una perseverancia en “el deseo, sí, siempre” que reclamara André Breton.
Así, Molina va a adorar sin interrupciones “ese sol que nace de una mujer que
se desnuda”, al punto de identificarlo con el poema.
El ciclo vegetal y cósmico es alimentado por la sencilla
exuberancia de la carne, instalada entre los trópicos. Sin embargo, sostener
que la visión sexual que se desprende de estos textos desconoce el parentesco
que hay entre el sexo y la muerte, sería reducir considerablemente los
horizontes de los cuales se nutre. El poema “María de la Costa” prueba que la
relación entre el sexo y la muerte se establece por canales muy distintos a los
del concepto. “Que el sexo vuelva a su
sol tenebroso, / a sus lugares visionarios, a sus adioses, / a su reino cargado
de secretos / siempre amenazadores, fundidos a la muerte”. Los secretos del
sexo, fundidos a la muerte, son igualmente los secretos de la vida.
Revalorización de
Camila
Hace ya quince años, cuando Luis Rosales dirigía Nueva
Estafeta, la revista del Ministerio de Cultura de España, publiqué un breve
ensayo intitulado “El conocimiento poético”. El punto de partida era el
magnífico intento realizado por Enrique Molina para restituirle a la poesía la
capacidad de conocer y de indagar un hecho histórico, pues su “Camila” no es
sólo una obra en prosa, cercana a la novela, sino sobre todo un largo texto
poético que ha buscado iluminar la realidad con una óptica inédita.
No repetiré las principales conclusiones de este examen
sobre el conocimiento que se deriva de la poesía y cómo el autor logró llevar a
la práctica algo que ciertos novelistas han buscado insaciablemente: convertir
lo narrado en poesía. Me limitaré a recordar que para Molina, el amor
incondicional entre Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez permanece como el
testimonio inalterable de una pasión positiva, en medio de un mundo y de una
época que se solazaba con el degüello y con las cabezas en lo alto de una pica.
“El amor, contra todo lo que lo destruía, podía animar a algunos seres movidos
por el instinto de la grandeza”.
El despliegue que hay en el libro de los acontecimientos
históricos, donde los símbolos y los sueños se confunden con la historia
fáctica, nos introduce brillantemente en el territorio del horror, de las
convenciones sociales y de la hipocresía inaudita.
Una sombra donde sueña
Camila O’Gorman participa de una doble tradición; la de la poesía lírica,
donde el canto al amor sienta sus reales y donde se efectiviza, una vez más, el
famoso verso de Dante, amor condusse noi
ad una morte; por otra parte, el texto conserva cierto parentesco con El Matadero de Echeverría y Amalia de Mármol. Toda una época es
examinada con una lupa singular y la historia es aprehendida mediante “un
análisis poético dirigido a captar (su) última resonancia, ya sólo en el tiempo
puro de la conciencia”.
Es notable que, en un plano diferente, éste fuera uno de los
principales propósitos de Marcel Proust y de su vasta y gran obra A la recherche du temps perdu. El tiempo
puro de la conciencia es huidizo y con frecuencia inasible, de tal manera que
para aproximarse a él se requiere hacer estallar los moldes heredados y
arrastrar al lenguaje hasta el límite de lo inefable.
La ruptura de los
géneros
Aun cuando Una sombra
donde sueña Camila O’Gorman recibiera el Primer Premio Municipal de
Narrativa, en 1973 no fuimos muchos los lectores que advertimos encontrarnos
ante una obra excepcional en nuestra literatura, como pueden serlo Los pasos
perdidos, El Aleph, Cien años de soledad,
Rayuela o El gran sertao en
lengua portuguesa. Y estas obras son excepcionales porque fuerzan las
estructuras tradicionales y le imprimen a la narrativa un nuevo estilo y un
nuevo curso; en suma, configuran (o contribuyen a configurar) una nueva
estética.
En el caso específico de Una
sombra donde sueña Camila O’Gorman confluyen por igual los recursos de la
narrativa con los propios de la palabra poética. Incluso por momentos el texto
se acerca más al ensayo que a una obra de ficción. Esta ambigüedad genérica,
esta mezcla insólita de novela, canto poético y ensayo ha dado como resultado
una obra altamente original y de imposible clasificación.
La novela contemporánea ha intentado subsumir en sí a todos los
otros géneros literarios. En este caso el procedimiento se invierte y la
articulación de los distintos géneros es realizada por medio de la palabra
poética. Por supuesto, no se trata de un capricho del autor o de un afán
vanguardista, sino de la búsqueda de una estructura que sea fiel a lo que se
quiere decir.
Cuando leí por primera vez la obra pensé de inmediato en
otro texto inclasificable: Van Gogh o el suicidado de la sociedad de Antonin
Artaud. La asociación era pertinente. No sólo su amigo Aldo Pellegrini había
traducido el texto de Artaud, con un vibrante prólogo, sino que en “Camila” se
percibe un alegato enraizado en la corriente surrealista y en Nadja de Breton.
Las grandes obras tienen de particular que dialogan con
otras grandes obras, a veces elaboradas en lugares remotos, y que al mismo
tiempo pertenecen profundamente a la tierra de donde surgen. Una sombra donde sueña Camila O’Gorman
es un texto notoriamente americano y se palpa en él toda la crudeza de una
realidad cuyos actores saben que está en cierne y a punto de ser inventada, de
una manera parecida a cómo América lo ha sido, para utilizar una expresión que
el historiador mexicano Edmundo O’Gorman ha hecho circular desde hace algunas
décadas.
“La invención de América” está presente en los principales
textos de la literatura hispanoamericana. Este mundo salvaje, indomable,
sangriento, requirió, para ser expresado, que Enrique Molina rompiera con las
convenciones de los géneros y que se afirmara en el plano de la reinvención. El
hecho histórico es transmutado en algo que está más allá de lo meramente
novelístico, abriendo las puertas hacia un territorio tantálico caro al autor.
La posibilidad del amor, y su culminación, está dada justamente por su
imposibilidad. Esta tensión y su despliegue por distintos episodios, este
fresco poético inspirado en hechos históricos de mediados del siglo XIX, ha
necesitado resguardarse de los parámetros habituales y fundar su propio código
y su propia ley.
El espacio americano
La primera edición de Seix-Barral data de 1981. Aun cuando
anteriormente el texto hubiera encontrado algunos lectores americanos, ha sido
apenas en la fecha mencionada cuando comienza a tener mayor difusión en América
Latina. Tanto entre escritores de Venezuela (que recientemente le otorgara a
Enrique Molina el premio Pérez Bonalde por su libro de poesía Hacia una isla incierta), Colombia y
México, este libro ha ido adquiriendo la dimensión de un clásico. “Clásico”,
nos ha enseñado Borges, “no es un libro que necesariamente posee tales o cuales
méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas
razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.
Si juzgamos la difusión de la obra por los programas de
literatura de nuestras universidades, observaremos que Una sombra donde sueña Camila O’Gorman ha tenido mayor
consideración en otros países que en Argentina. Esperemos que esta situación se
revierta con esta nueva edición; esperemos también que encuentre los lectores
que merece tener y que, en muchos casos, es el simple desconocimiento el
responsable de la falta de atención a una obra verdaderamente excepcional.
Octavio Paz, Álvaro Mutis, Guillermo Sucre, Sánchez Peláez,
André Coyné, Juan Gustavo Cobo Borda y muchos más han dado pruebas de que nos
encontramos ante uno de los grandes logros del poeta Enrique Molina. Su Camila,
“esta criatura de amor, en un momento en que los únicos intereses respetables
eran los del odio”, está destinada principalmente a todo el espacio americano y
a permanecer como uno de los núcleos de la creación literaria de nuestro
continente.
Lejos de las mezquindades, se impone una auténtica
revalorización de Camila. Hay en el texto una lujuria que ninguna
interpretación podrá agotar. Estoy seguro de que la obra continuará creciendo,
como lo vino haciendo desde el momento de su publicación, y en ese crecimiento
el fragor de la historia podrá ser comprendido con todo el conocimiento del que
la poesía es capaz.
© Revista Replicante
Enrique Molina estuvo
en Salta en varias oportunidades, en la década del 80, donde participó en
encuentros literarios con escritores locales. Se reunía en los cafés de la
ciudad desde donde solía admirar el monumento al General Arenales, en la plaza
9 de Julio, por la estructuración del grupo escultórico de exhibe a las mujeres
de la Independencia. Molina escribió varios poemas al respecto. El gran poeta había
nacido en Buenos Aires, en 1910 y murió en 1996. En 1984, la directora de cine
María Luisa Bemberg llevó a la pantalla la película “Camila”, basada en Una sombra donde sueña Camila O’Gorman,
de Molina, Sin embargo, en los créditos del film no se mencionó el nombre del
poeta, lo que originó una larga demanda judicial por parte de éste, reclamando
sus legítimos derechos los que nunca les fueron reconocidos por la cineasta. La
muerte de Molina, clausuró la demanda aunque la injusticia perduró en el
tiempo.
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