Por Beatriz Sarlo |
Incluso los simpatizantes de Macri han empezado a pensar que
no reflexiona lo suficiente sobre la naturaleza política que, de modo
inevitable, tienen todos sus actos. Quienes lo juzgan (otros políticos,
dirigentes sociales, simples ciudadanos) sólo por confusión o amnesia podrían
olvidar que ocupa el cargo ejecutivo máximo. Una vez en Balcarce 50, el efecto
“hombre nuevo” se disuelve.
Depende de la calidad del político que su período
de gracia pueda prolongarse, pero siempre tiene un límite.
En cuanto empieza a gobernar, el presidente ya no puede
presentarse invariablemente como encarnación de una voluntad general porque
decide de acuerdo con ideas, prejuicios, intereses, compromisos. Durante un
tiempo, hasta que se constituya una oposición que sepa qué busca, Macri tiene
un campo abierto. Sucedió con Menem, y un buen día nos dimos vuelta para
comprobar que el caudillo de largas patillas y poncho colorado había cambiado
la Argentina en un sentido que perjudicaba a millones: cierre de pequeñas
empresas, desempleo, pobreza. Ese efecto de que las cosas sucedan de pronto,
aunque, en realidad, no suceden tan velozmente, es lo que obtienen los
presidentes al llegar. Se le da el nombre de período de gracia. Los que se
saltean la historia lo llaman también “los cien días”, olvidando que esos cien
días son los que llevaron a Napoleón de la prisión en la isla de Elba a la
derrota de Waterloo, no a la restauración de su poder. En este período de
gracia, el político tiene la oportunidad de presentarse como representante del
bien común, porque sólo después se verá a quién favorecen en verdad sus
decisiones.
Macri, durante toda su campaña electoral, dijo que
representaba a la gente y la voluntad de los que querían un cambio. Todos los
políticos que pretenden ocupar el centro deben matarse para que les crean
justamente eso: que representan a los rurales y a los industriales, a los que
pagan impuestos y a los que los evaden, a los pobres y a los ricos, a los que
quieren mayor igualdad y a los que quieren conservar el lugar que ocupan. Si no
lograran convencer de esta universalidad futura a una parte del electorado, no
ganarían las elecciones. Por el contrario, deben sostener que el candidato que
los enfrenta representa sólo una fracción. Con Scioli esto era bastante fácil,
ya que Cristina todavía no había aflojado sus garras sobre el Frente para la
Victoria.
Perón ganó elecciones definiendo con nitidez su campo y el
campo que debía ser derrotado. Lo mismo hizo Yrigoyen. Alfonsín llegó a la
presidencia compitiendo de manera abierta: prometió el juicio a las Juntas y
enfrentó al peronismo que aceptaba la autoamnistía de los militares. De la Rúa
llegó señalando la corrupción de Menem, pero también apelando a un programa que
prometía favores para todos los sectores medios: en primer lugar, conservar la
funesta equivalencia cortoplacista de peso y dólar. Cristina compitió siempre
porque, si está en el estilo de Macri ser indiferente a las grandes
discusiones, estuvo en el estilo de Cristina intervenir y cortar en todas las
ocasiones que pensó que le servían. Ni el estilo de Macri (indiferente a las
ideas: pragmático, que le dicen) ni el de Cristina (de gallo de riña) es propio
de los buenos políticos.
Quienes hoy sigan los debates presidenciales de Estados
Unidos pueden asombrarse de las diferencias abismales que existen entre Donald
Trump y los demócratas Bernie Sanders y Hillary Clinton. Los futuros votantes
de uno u otro están perfectamente al tanto de que tienen programas radicalmente
diferentes. Después, gane quien gane, el sistema político americano (como lo
explica con brevedad y precisión Marcos Novaro en su Manual del votante perplejo) se encargará de equilibrar y
controlar; incluso, en algunas circunstancias, de hacer imposible el
cumplimiento del programa por el cual los ciudadanos eligieron un presidente.
Sobre equilibrios y controles, veamos el currículum de
Macri. En la ciudad de Buenos Aires fue el jefe de gobierno que usó el veto
cada vez que no le gustó lo que se votaba. Según Chequeado.com, sólo Ibarra
vetó más leyes que Macri en proporción a las aprobadas; y nadie vetó más que
Macri en términos absolutos. El veto más macrista de toda la gestión de Macri
es el de la mitad de los artículos que regulaban la ley de publicidad oficial:
vetó que se prohibiera usar en ella el logo y los colores del PRO. Se dirá: no
hay que juzgar a un político sólo por su pasado. En efecto: hay que esperar,
deseando mientras tanto que Rodríguez Larreta no entregue otros terrenos a
Boca, mediante una licitación que parece hecha para arrancar una sonrisa de
placer a dos presidentes, el de Boca y el de la República.
Nota al pie. La
paciencia como virtud política tiene sus límites. Ser paciente no implica
aceptar cualquier cosa. Macri debió recibir a los organismos de derechos
humanos que le pidieron una audiencia, ya que esta semana tuvo tiempo para
asistir a una misa en Córdoba por el cura Brochero con reunión de gabinete
posterior, conversar con dos dirigentes del fútbol y visitar la exposición de
Roberto Plate en el Museo de Bellas Artes, lo cual, por lo menos, mejora su
cultura.
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