“La fatalidad del
lenguaje es depender de
un medio sucesivo e irreversible, la palabra”
Por Carlos Fuentes |
El lenguaje es creación del tiempo. El eterno presente es el
tiempo del lenguaje mítico. Es el lenguaje de la aspiración a ser uno,
completo, como en el origen: Antes del primer sacrificio, antes del primer
asesinato, antes de la primera violación, antes del primer testimonio de la
muerte. Todo, en las culturas del origen, es rememoración, representación del
instante privilegiado anterior a la separación. Los mitos tratan de ilustrar,
una y otra vez, el anhelo del retorno a la edad primera, «la edad de oro». El
propósito del presente eterno —el mito— es religarnos (religión) con el mundo
natural a punto de convertirse en el mundo humano.
De Vico a Lévi-Strauss, mito y lengua se identifican. La
paradoja de que un sonido animal (el muuuu vacuno) dé origen tanto a la palabra
que es (mitos, palabra) como a la que no es (mutus, mudo). Y es que los mitos
son como el cristal entre las dos dimensiones de lenguaje. Decir o no decir.
Regresar o no regresar. Pues si la nostalgia del lenguaje consiste en darnos
una estructura reversible que nos devuelva a la unidad primaria del hombre, la
fatalidad del lenguaje es depender de un medio sucesivo e irreversible, la
palabra. En el origen mismo del lenguaje está el dilema del lenguaje: ¿Cómo
emplear un medio fragmentado y secuencial para crear una impresión de presencia
inmediata y completa? Dilema del primer chamán —María Sabina, que es todos los
chamanes— y del último —James Joyce, que es todos los escritores.
La historia es el locus privilegiado del tiempo cronológico.
De allí su fraternal paralelismo con el destino sucesivo del discurso. Cada
paso adelante de la historia y de su servidora, la palabra (pues la historia es
sólo lo que sobrevive, dicho o escrito, sobre la historia), es un paso que nos
aleja de los orígenes. Las culturas llamadas «primitivas» (que no son
primitivas, sino diferentes) rehúsan el acelerador de la historia. La vida y
pasión de Cristo sucede, para la cultura de Occidente, entre dos fechas
históricas: los reinados de Augusto y de Tiberio. Traspuesta a la cultura de
los indios coras de Nayarit en México, la Semana Santa no celebra el sacrificio
de un dios histórico, Jesús, sino el del dios del origen que, en el amanecer de
los tiempos, vierte su sangre para que crezca el maíz. El precio de la unidad comunitaria
de los mundos míticos es el aislamiento. El precio de la traducción individual
del mito se llama libertad, y libertad significa falibilidad.
Como todas las culturas, la de Grecia se manifestó
originalmente en el mito: memoria del alba, espacio del hogar, llama de las
genealogías. Pero Grecia es la primera civilización que viaja. Y al desplazarse
(salir de la plaza) debe enfrentarse a lo ajeno. En el desplazamiento, en la
peripecia, en el trasplante, la cultura griega desplaza (cambia de sitio) al
mito y le da dos oportunidades de crecer y transformar la vida humana. Una es
la epopeya. Otra es la tragedia.
En la Odisea, son los héroes los que viajan y son los dioses
quienes les siguen. La ética nace de una identidad normativa entre la sociedad
y su manifestación o canto literarios. Los muertos son abandonados en las
tumbas del hogar helénico. Son objeto de una memoria angustiada; son los
guardianes de una cultura que está corriendo el riesgo de viajar hacia
ciudadelas lejanas, reinos ajenos e islas de sirenas tentadoras.
Los dioses acompañan a los héroes y nace la epopeya. Pero el
héroe es falible y nace la tragedia. Entre estos tres hitos —mito, épica y
tragedia—, la libertad aparece como un valor inevitable. Porque si el héroe
puede abandonar el mundo original del mito, no puede separarse del cosmos que
lo envuelve, es parte del mundo natural pero se ve a sí mismo como un ser parte
de la naturaleza, puesto que su misión es mantener un orden social y político
que diferencia al hombre de la naturaleza. Cuando el héroe es capaz de soportar
este peso, es un héroe épico: Aquiles. Cuando no lo soporta o lo transgrede, es
un héroe trágico: Edipo.
¿Por qué transgrede el héroe trágico? Porque es libre. ¿Por
qué es libre? Porque es parte de la naturaleza pero se aparta de la naturaleza.
¿Cómo sabe esto el héroe? Mediante la conciencia de sí. ¿Y cómo se conoce a sí
mismo? Mediante la acción. Aristóteles advirtió que la tragedia es la imitación
de la acción. Y la acción humana no sólo afirma valores. Los perturba y a veces
los destruye. Hay que pagar la falta.
Edipo libera a Tebas de la esfinge. Se condena a sí mismo.
Orestes asesina a su madre. Reestablece el orden de la ciudad. Prometeo libera
a los hombres entregándoles el divino fuego de la inteligencia. Al hacerlo, se
condena a sí mismo y propone el dilema trágico a su más alto nivel: ¿Hubiera
sido más libre Prometeo si no usa su libertad, aunque al usarla la pierda? La
filósofa andaluza María Zambrano, enamorada de su hermana moral Antígona, nos
da la clave del alumbramiento trágico. Sin Antígona, sin su tragedia, el
proceso de la ciudad no habría podido proseguir.
Y es que la tragedia, al fin y al cabo, propone un conflicto
de valores, no de virtudes. Acostumbrados a vivir en un mundo melodramático
donde el bueno y el malo se enfrentan, hemos perdido la sabiduría y la
generosidad del mundo trágico, donde las partes en conflicto tienen, cada una,
razón: Antígona, al defender el valor de la familia; Creonte, al defender el
valor de la ciudad. Otorgarle la solución del conflicto a la comunidad que
contiene al individuo y a la sociedad, a la familia y a la ciudad, es la misión
del teatro trágico. Los valores no se destruyen entre sí. Pero deben esperar la
representación que les permite reunirse, resolverse el uno en el otro y
restaurar la vida individual y colectiva. Medea, madre y amante; Antígona, hija
y ciudadana; Prometeo, dios y hombre, mediante la catarsis trágica,
reconstruyen la vida de la comunidad. El teatro trágico, en la catarsis,
permite que la catástrofe se transmute en conocimiento.
La pérdida de la tragedia, eliminada por un optimismo
sobrenatural (la promesa cristiana de la felicidad eterna) y otro demasiado
natural (la promesa progresista de la felicidad en la tierra), nos dio, en su
lugar, el crimen. No creer en el Demonio es darle todas las oportunidades de
sorprendernos, dijo André Gide. Beatíficamente confiados en que nuestro destino
era el ascenso inevitable hacia la felicidad perfecta mediante el progreso
irreversible, llegamos ciegos a la tierra del crimen: el Holocausto nazi, el
Gulag soviético. Nunca más seremos los de antes. El mito ha huido de nuestro
alcance. Estamos demasiado dañados, en las palabras de Adorno. No hay épica
posible cuando las guerras desde el aire dejan indemnes a los soldados y sólo
matan a los civiles. No hay tragedia cuando el melodrama maniqueo inunda sin
resquicios nuestra vida entera, nuestros discursos, nuestras pantallas y
nuestros sentimientos. Sabemos, de antemano, quiénes son los «buenos» y
quiénes, los «malos».
Y sin embargo, encuentro un eco conmovedor y un perfil de la
esperanza entre dos sentencias. Una es de Franz Kafka, el más grande escritor
trágico de la modernidad. Otra es de Simone Weil, la mayor testigo
judeocristiana de la validez concreta de la épica clásica. «Habrá mucha
esperanza, pero no para nosotros», escribe Kafka. Y Weil, releyendo la Odisea,
concluye que la lección contemporánea del poema clásico es que «quienes soñaron
que el progreso había desterrado para siempre a la violencia, pueden mirarse
aquí en el testimonio vivo de la fuerza».
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
Selección:
Agensur.info
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