Por Arturo Pérez-Reverte |
A veces uno se pregunta cómo es posible que las cosas
sensatas, razonables, tarden tanto en arraigar, cuando lo hacen, o se pierdan
de la manera más boba, y sin embargo cualquier gilipollez se imponga con
pasmosa facilidad, cunda y se haga moda y costumbre, con todos los cantamañanas
del mundo practicándola encantados. Cada cual tendrá su lista, supongo. Ustedes
la suya y yo la mía.
Menos los tontos, claro. Porque a ésos no hay tontería que
se lo parezca, y se apuntan con entusiasmo a lo que sea. Y cuando una estupidez
toma cuerpo en ese territorio, ya no hay cristo que se libre de ella; pues,
como dijo no me acuerdo ahora quién, cuando un tonto sigue un camino, se acaba
el camino pero sigue el tonto. Y como dijo otro -que tampoco me acuerdo ni
tengo gana de levantarme a mirarlo-, a un tonto no hay manera de convencerlo de
que deje de serlo, porque para eso hay que bajar a su nivel. Y en ese nivel,
los tontos son imbatibles. Sobre todo en España.
Los minutos de silencio, por ejemplo. Es costumbre antigua,
cuando sobreviene una desgracia, que en determinados lugares o reuniones se
guarde un minuto de silencio en memoria de los fallecidos. Eso está bien,
porque demuestra sensibilidad, dolor y respeto. En España, sin embargo, eso del
minuto se les queda corto a muchos. Sesenta segundos de inmovilidad y silencio,
parecen opinar, no expresan de modo adecuado el inmenso dolor y respeto que
sienten. Así que ahora está de moda guardar no uno, sino tres o cinco minutos
de silencio. Y hace poco, en no sé qué corporación municipal, se guardaron
hasta diez. O por ahí. Prueben ustedes a quedarse quietos cinco minutos
pensando en algo doloroso, y ya me dirán el resultado. El aburrimiento. Pero da
igual. La cosa estriba en demostrar al mundo, a ser posible con cámaras de
televisión delante, que puestos a sentir desconsuelo y solidaridad, a los
españoles no nos supera nadie en sensibilidad tácita. Que para silencios
emotivos, los nuestros. Y así se dan, cada vez con más frecuencia, esas penosas
escenas de un montón de concejales, o diputados, o alumnos de tal institución o
colegio, callados e inmóviles con los brazos cruzados y las caras serias,
mirando el reloj de reojo durante casi un cuarto de hora, mientras los de la segunda
o tercera fila, que se les ve menos, aprovechan para echar un vistazo a los
teléfonos móviles. Para demostrar que a todos nos duele de cojones.
Otra gilipollez que se ha impuesto de modo aterrador es la
de los besos. Desde siempre, uno da la mano a las personas a las que acababa de
conocer y reserva el beso para las personas queridas, o para aquellos con
quienes les une mucho afecto o confianza. Pero ahora, en cuanto te ponen a
alguien delante, vas y lo besas. O viceversa. Generalmente, y eso es lo curioso
del asunto, es el varón quien se inclina a besar a la otra persona, si ésta es
mujer. Y ella, en vez de extender con firmeza la mano y mantener al imbécil a
la distancia adecuada a la que saluda una señora consciente de serlo, se deja
besuquear, encantada. O lo parece. No entre gente de confianza, ojo, ni en
ambientes juveniles ni amistosos, donde besarse es muy natural, sino entre
gente mayor y en cualquier circunstancia. Smuac, smuac. Por no mencionar a los
políticos. Y además, eso del osculeo sobreviene en las situaciones más
absurdas. Llegas y dices, aquí Fulano, aquí Mengana, y el pavo va y le calza a
la señora, automáticamente, un beso en cada mejilla, como si se conocieran del
colegio o hubieran tenido rollo antes. O ella, que también, pone la cara para
que se la besen aunque sea la farmacéutica y hayas ido a comprarle aspirinas.
Me sorprende que las más ultrarradicales feministas, tan sensibles para otras
idioteces, no se indignen con eso. Con que al saludar los hombres las besen a
ellas, pero se den la mano entre ellos. Más machista, imposible. Creo.
Siempre recordaré la cara de un buen amigo mío, francés de
toda la vida, hombre elegante y correctísimo, cuando al llegar a un restaurante
madrileño salió a recibirnos un pavo con el nombre bordado en la camisa, que
tuteándonos sin habernos visto antes en su puta vida, le estampó a su legítima
dos besos sonoros en las mejillas antes de que ninguno pudiéramos evitarlo.
«¿Por qué besa usted a mi mujer?», le preguntó el francés, entre molesto y sarcástico.
Y el otro, confuso, sin entender un carajo, lo miraba como si fuera un
marciano. Entonces me acordé de una frase que solía decir mi abuelo -que era un
caballero nacido en 1890- cuando alguien se le dirigía de forma grosera o mal
educada: «Debe de creer que hemos guardado juntos cerdos en la misma
cochinera».
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