Por Jorge Fernández Díaz |
Hay quien dice que no se puede librar dos guerras a un mismo
tiempo. El Gobierno se ha propuesto sanear el Estado fundido mientras comienza
a desarticular el Estado mafioso. Y en esos dos tableros ha sufrido, durante la
última semana, escaramuzas y reveses. El kirchnerismo se abroqueló dentro de la
Legislatura bonaerense y dejó sin presupuesto a María Eugenia Vidal, que sólo
lleva veinte días de gestión y que pretende arreglar el tremendo desaguisado
administrativo armado por el mismo partido que ahora le cierra el paso: el
culpable de la enfermedad sabotea al médico que viene a curarla, y después se
muestra feliz y altanero por televisión.
O escandalizado en su republicanismo
exprés cuando, a consecuencia del boicot legislativo, Cambiemos se ve forzado
al decreto. Mauricio Macri es, para esa patrulla perdida, el apocalíptico
dictador que viene a aplicar ajustes innecesarios. Ya se sabe que los muchachos
no creen en la sustentabilidad económica. Y que siempre mirarán para otro lado
ante la angustia de la pobre Alicia Kirchner, que acaba de describir un
panorama similar al de Vidal pero en Santa Cruz, y que planea un relevamiento
de empleados públicos y un recorte fiscal basado en un concepto que el
cristinismo no reconoce: "Los ingresos se ven ampliamente superados por
los egresos -dijo la tía de Máximo-. Así las cosas no funcionan". Fíjense
qué lección contable y qué verdad más simple, compañeros. Y qué peligro. Tal
vez, la propia Cristina debería ordenarle a Kicillof que se instale en Río
Gallegos y que pruebe con sus pases mágicos. En una de esas inventa la pólvora
y resulta que no es necesario ningún recorte de gastos y entonces las plazas
santacruceñas, hoy ocupadas por estatales indignados, de pronto se llenarán de
militantes primaverales de clase media que entonarán salmos setentistas y
escucharán arrobados los sermones del pastor de las patillas pitucas.
El posible incendio de esa retaguardia, las secuelas
tempranas de la falta de caja, el inquietante valor simbólico de la condena a
dos ex secretarios de Transporte y el avance de otras causas judiciales muy
sensibles tienen insomnes a los jerarcas. Que intentan hacerse fuertes no sólo
para la táctica de destrucción masiva y el soñado regreso, sino para tener algo
importante que negociar. Las cosas les serían más fáciles a los macristas si
firmaran un doble pacto de gobernabilidad para que los expedientes no avancen
sobre el kirchnerismo y para garantizarles a las organizaciones gangsteriles
del Estado vista gorda con sus negocios a cambio de una relativa tranquilidad.
Ya lo dijo alguna vez Tom Wolfe: peor que el crimen organizado es el crimen
desorganizado, y al fin de cuentas, nadie desde el comienzo de la democracia
moderna puso proa a esas oscuras corporaciones que unen el delito con la
política y que tienen a la administración pública como vértice de sus
actividades. El problema es que si ese doble pacto espurio se sellara,
Cambiemos estaría firmando también su propio certificado de defunción. Porque
la opinión pública que lo encumbró y que creyó en su política de transparencia
y en su lucha contra el narcotráfico, lo abandonaría rápidamente. Acabar con
ese comercio infame no es algo tan sencillo como perseguir a las pymes
territoriales del narcomenudeo. Lo más difícil es terminar con su protección,
que es institucional. El conflicto está menos afuera que adentro. Y hoy tenemos
un leading case a la vista: atrapar
con ciertos comisarios a tres fugados que tienen contactos con la mafia
policial es como querer empujar una carambola de billar con una cuerda flojita.
El chiste no es original, y se usa siempre para bromear sobre la impotencia.
El caso de los convictos de General Alvear une esos dos
mundos, que cada vez tienen más vasos comunicantes. El tráfico de efedrina no
se podía desarrollar sin altas conexiones en aquel gobierno, y sus managers ayudaron incluso a solventar la
campaña presidencial de 2007; el principal implicado es testigo de cargo contra
el ex jefe de Gabinete y el servicio penitenciario se sentía amenazado por una
auditoría, palabra trágica para cualquier repartición pública en estos
infaustos tiempos. La pauperización carcelaria, que la "década ganada"
no reparó, se combina con el boom de las drogas: el narco es el único
delincuente profesional que cuando cae preso deja atrás, abierto y funcionando,
su quiosco de alta rentabilidad, y los penitenciarios de a pie siguen siendo
menesterosos con salarios de hambre y con pocos incentivos. Es así como los
narcos tienden hoy a dominar los penales y como la connivencia entre custodios
y prisioneros es cada vez más promiscua. El "gobierno de los derechos
humanos" no revalorizó profesionalmente el oficio y permitió que en las
cárceles se siguieran infligiendo todo tipo de tormentos e indignidades. A su
vez, optaron por no desarmar los curros "por el bien de la paz
social".
Este criterio no fue privativo del kirchnerismo. Aunque con
excepciones viene de más lejos, y se aplica a muchas otras áreas. El miedo no
es zonzo. Hubo pánico a meter mano en serio y a enfrentar al monstruo de cien
cabezas, y entonces se recurrió a purgas sin plan y, sobre todo, a un cinismo
pragmático: no hagamos olas porque nos queman el rancho. Esa actitud, sumada al
novedoso encumbramiento de la empresa narco, creó un entramado donde ciertos
uniformados de distintas fuerzas recaudan a cambio de proporcionar cobertura, y
les pasan una parte a los jefes políticos zonales, que no preguntan de dónde
viene la guita para hacer campaña. Todo tiene precio, y es por eso que hay un
hilván invisible entre carteles extranjeros, traficantes locales, exportadores
corporativos, policías, gendarmes, espías, barrabravas, punteros y dirigentes
políticos de distinto nivel. Un Estado fundido y mal administrado, y un Estado
mafioso y dependiente del narco forman así un fermento letal de mecha corta.
Hoy los traficantes tienen la plata y por lo tanto tienen el poder: en los
barrios más pobres están de moda; otorgan créditos y dominan el territorio. Se
dan incluso el lujo de hacer aportes para obras comunitarias. Es que las zonas
más marginales se han vuelto completamente mercenarias: allí experimentamos un
viraje del clientelismo político al clientelismo delictual. En la última década
no hubo políticas sólidas para frenar el fenómeno, y según Daniel Arroyo,
máximo especialista del Frente Renovador, hoy estamos a sólo cinco años de ser
Colombia o México.
El frente Cambiemos asumió las distintas funciones con una
demanda clara: encender las turbinas de una economía paralizada y combatir al
mercader de la cocaína. Da la impresión de que se siente sorprendido por el
nivel de deterioro de las finanzas. Y que también subestimó el lado oscuro de
las burocracias corrompidas. La sociedad y la propia clase política los
acompañan en esa última subestimación: podemos comprender la caída de las
reservas del Banco Central, pero cada tanto olvidamos que las instituciones
cobijan bandas luctuosas. Sintomáticamente, 2015 fue un año político, pero
empezó con la escandalosa muerte de un fiscal y el destape de una red de
servicios secretos, y culmina con la evasión de tres personajes que ponen sobre
el tapete los naipes de una baraja siniestra. En uno y otro caso, la Argentina
se enfrenta a algo distinto: la figura del nuevo "criminal de
Estado", los códigos secretos de la Cosa Nostra.
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