Por Carlos J.
González Serrano
Ya fuera con la
intención de acercarse a él o con el objetivo de desembarazarse de sus
atrayentes redes, el mal ha ocupado desde siempre una de las fuentes de
preocupación más acuciantes del ser humano. La fascinación que mostramos frente
a él tiene que ver, precisamente, con el hecho de que puede llegar a ser algo
tan sublime como abyecto.
Si en nuestra infancia sentíamos un indescriptible apego por
los personajes más viles de los cuentos tradicionales (lobos sanguinarios,
despóticas madrastras o brujas malvadas), más tarde descubríamos, por ejemplo,
con la lectura de Los miserables de Victor Hugo o los relatos de Poe, que el
mal traza un asombroso y sugerente límite entre la “normalidad” de nuestra vida
cotidiana y lo amenazador: un terreno plagado de avisos e incluso
prohibiciones, tan hondo como oscuro, que esconde un mensaje que, como si de un
cuento de terror se tratara, deseamos silenciar tanto como escuchar…
Las raíces del mal
Pero ¿de dónde proviene esta inextinguible inquietud por el
mal? ¿Supone un problema filosófico por cuanto se ocupa de otro mundo, o porque
podemos rastrearlo en este que habitamos? Arthur Schopenhauer (1788-1860) tenía
muy claro que la urgente necesidad por erradicar el mal de la faz de la tierra
se debía a un hecho incontestable: mora dentro de nosotros. “Es inútil intentar
explicar la oscuridad que se extiende sobre nuestra existencia” –comentaba en
El mundo como voluntad y representación–, una oscuridad que es “absoluta y
originaria” y que supone la esencia interior y primigenia del mundo (a la que
él denominó voluntad). Allí donde posamos la mirada, encontramos destrucción,
lucha y desolación. Solo cabe hacer frente a tal abismo de mano del más puro
ascetismo o mediante la conmiseración, a través de una suerte de filosofía de
la negación que intentaría poner límites a las desmedidas ansias de nuestra
voluntad. En este contexto, algunos años más tarde y desde la biología, Darwin
afirmaría en El origen de las especies (1859): “Nada es más fácil que admitir
en palabras la verdad de la lucha universal por la existencia, ni más difícil
–al menos para mí lo ha sido– que llevar constantemente fija esta idea en
nuestra inteligencia”. Muchas veces olvidamos, aseguraba el padre del
evolucionismo moderno, que los pájaros que cantan a nuestro alrededor viven, en
su mayor parte, de insectos o semillas, y que están constantemente destruyendo
la vida.
Sin embargo, no todo está perdido. Para Schelling
(1775-1854), por ejemplo, tenemos la capacidad para armonizar aquella tendencia
voraz y egoísta –de la que hablaba Schopenhauer– con un impulso que nos empuja
a abrirnos a los demás, a instituir un difícil, aunque quizás posible,
equilibrio en el mundo. “En el hombre está el abismo más profundo y a la vez el
cielo más alto, o sea, los dos centros”, aseguraba Schelling. Aun cuando este
habla de la oscuridad de los comienzos y de lo tenebroso de nuestra pasión a
encerrarnos en nosotros mismos, queda siempre abierta, a pesar de todo, la
opción de desterrar el egoísmo. Cuando intentamos reflexionar sobre su posible
origen, Schelling habla de una “crisis”: nuestra razón llega a un punto límite
en sus andanzas en el que se abisma, en el que es desbordada por lo
desconocido.
Pero ¿encierran también los términos “luz” y “sombras” una
significación social? En su estudio del concepto de perversidad, al que tituló
Nuestro lado oscuro, la historiadora y pensadora francesa Elisabeth Roudinesco
afirma que sentimos la necesidad de señalar el mal como respuesta a nuestro
afán por desenmascarar la parte maldita de nuestro ser. Clasificado por
Roudinesco como perversión, de igual forma que el crimen, las desviaciones
sexuales o la desmesura, hay que designar el mal no solo como una transgresión
o una anomalía personal, “sino también como un discurso nocturno donde se
enunciaría siempre, en el odio a uno mismo y la fascinación por la muerte, la
gran maldición del goce ilimitado”. Condenamos el mal, asegura, por una
necesidad social. Lo más interesante de su reflexión es el planteamiento de la
siguiente cuestión: ¿qué haríamos si no pudiéramos significar –como chivos
expiatorios– a quienes aceptan traducir mediante sus extraños actos las
tendencias inconfesables que nos habitan y que reprimimos? Es decir, ¿cómo
podemos convivir con un yo que encierra la posibilidad de cometer todo tipo de
atrocidades… sin llevarlas a cabo?
La cara libertad
El problema del mal no solo plantea escabrosas cuestiones
metafísicas, sino también políticas. Si, como Schopenhauer creía, los seres
humanos son mecanismos emocionales que no dudan en dar prioridad a la
realización de sus deseos, ¿cómo es posible la convivencia entre personas?
Rüdiger Safranski, célebre y prolífico ensayista alemán, estima que “el mal
pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad”. El mal
surgiría, en su opinión, porque ante nosotros se abre constantemente un amplio
horizonte de posibilidades entre las que hemos de elegir: “Cuando la conciencia
de la libertad entra en juego, la inocencia paradisiaca queda atrás. Desde ese
momento existe el dolor originario de la conciencia. La conciencia ya no se
agota en el ser, sino que lo rebosa, pues ahora contiene posibilidades”
–escribe Safranski en El mal o El drama de la libertad. En este sentido, y en
la misma línea de Schopenhauer, Thomas Hobbes (1588-1679) era tajante: si
tenemos que elegir, y si además debemos hacerlo rodeado de semejantes, es mejor
que sobre nuestra elección planee siempre la sombra de la amenaza, de la
coacción. El principal cometido del Estado ha de ser prevenir el crimen
mediante un aparato jurídico restrictivo: “Es manifiesto que durante el tiempo
en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice –piensa Hobbes–,
se hallan en la condición o estado que se denomina guerra”.
Frente a las injusticias y desmanes del mal, cabe
preguntarse si Aristóteles estaba en lo cierto cuando caracterizó al hombre
como animal dotado de razón. Aunque, asumiendo que somos poseedores de ella:
¿existe la posibilidad de que no ejerza influjo alguno sobre nuestras más bajas
pasiones, responsables, en ocasiones, de empujarnos a cometer terribles
acciones?
Aristóteles explica en sus numerosos escritos sobre ética
que cuando hablamos de “impulsos” no se da –como normalmente pensamos– una
insensibilidad frente a la razón (es decir, no hay una carencia de la capacidad
reflexiva), sino que no sabemos escucharla. Que nos dejemos guiar por los
apetitos quiere decir, así, que desaparece la orientación sobre lo mejor o lo
peor (sobre lo bueno y lo malo), y solo el placer es tenido como meta, lo que
satisfaría a alguien como el marqués de Sade, quien no dudaba en escribir en
Justine: “Creo que si el mal existe sobre la tierra y estos desórdenes son
permitidos por Dios, es porque está por encima de su voluntad el impedirlo o
porque es un dios débil o despreciable; le desafío sin miedo y me río de su
cólera”. La naturaleza, de modo similar a como Nietzsche lo plantearía más
tarde, se encuentra “más allá” del bien y del mal y, desde luego, no entiende
de moralidad. En palabras de Roudinesco, Sade es el auténtico “pensador de las
Luces sombrías”, quien rehabilitó la idea según la cual el mal (bajo cualquiera
de sus formas: perversiones sexuales, asesinatos, obsesiones destructivas,
etc.) es necesario para la civilización en cuanto constituye una parte maldita
de las sociedades y en cuanto lado oscuro de nosotros mismos.
Inocente culpable
Tampoco los avances científicos (“racionales”) parecen
constituir un claro avance en cuanto a la contención del mal. Más bien al
contrario. El caso de la Alemania nazi, por ejemplo, muestra cómo los ideales
del progreso pueden llegar a invertirse para desembocar en una absoluta
autodestrucción radical de la razón. El nazismo inventó una forma de
criminalidad que, se puede decir, pervirtió el concepto mismo de crimen: este
es cometido en nombre de una norma racionalizada y no, como en el caso de Sade,
como una transgresión de los convencionalismos sociales o como una pulsión no
domesticada. Günther Anders (1902-1992) pensaba que todos nosotros podemos
vernos implicados, sin saberlo e indirectamente (cual piezas de una máquina),
en acciones cuyos efectos seríamos incapaces de prever y que, de poder
preverlos, no podríamos aprobar. Es el caso de los pilotos que lanzaron las
bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Si algo ha provocado la tecnificación de la
existencia es la posibilidad de que seamos, en expresión de Anders, “inocentemente
culpables”. Por eso, la pregunta de nuestra conciencia ya no debe reducirse a
qué debemos hacer, sino en qué y hasta qué punto debemos participar o no. El
mal acecha, dentro y fuera de nosotros. Pero ¿debemos plantear nuestro
encuentro con él como una huida, o como una convivencia en la que el mal debe
ser asumido como una característica constitutiva de nuestra vida?
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