Por Gregorio A. Caro Figueroa |
El pasado pesa. El exceso de memoria y el olvido evasivo,
también. El abuso y la manipulación de ambos, agobian. Así como no conviene
confundir recuerdos personales con historia, tampoco es bueno hacer un lastre
del pasado. Para unos, esta hipertrofia del pasado suele ser un rasgo de
decadencia. Según otros, el abuso puede ser un síntoma de trastornos de la
identidad de un pueblo.
Tales trastornos pueden tener su origen en malestares e
incertidumbres provocados por amenazas reales o imaginarias a identidades que,
para acentuar sus rasgos, necesitan recurrir a visiones ideológicas de la
historia. Colocar el centro de gravedad en el pasado, reavivando y prolongando
querellas, suele ser un estimulante para la acción y un recurso para ocultar
problemas actuales.
En su denuncia de “la historia falsificada”, aludiendo a
Juan Manuel de Rosas, Ernesto Palacio señaló como obligación “la glorificación
–no ya la rehabilitación- del gran caudillo que decidió nuestro destino”. Esto
señalará el despertar de la conciencia nacional. Esta reivindicación estuvo
ligada a la admiración por Francisco Franco, “Caudillo de España por la Gracia
de Dios”.
La identidad de la Argentina, receptora de millones de
inmigrantes, carece del sustrato histórico de “naciones homogéneas”. Esas
naciones no solo son resultado de “la suma de tradiciones familiares”, sino que
sus historias coinciden con esas tradiciones, explicó Palacio.
Nuestra heterogeneidad y debilidad de origen deben
sustituirse con la “comunidad espiritual de un ideal nacional”, capaz de
absorber y transformar esas diferencias instalando la historia como núcleo del
ser nacional, y las tradiciones y la memoria nacionales en el corazón de una
visión histórica que no solo debe ser inculcada sino, también, impuesta.
Desde la vertiente “revisionista-popular”, como
desprendimiento del esquema país-real país-formal, se contrapuso la memoria y
la tradición oral, trasmitidas en “el íntimo escenario de la amistad”, a la
historia erudita, académica y documentada.
De la primera, en la que se confunden memoria individual y
memoria colectiva, derivaría la verdadera historia: no ya de un gran hombre,
sino del pueblo, o de su caudillo, como protagonistas. De la segunda, la
“historia oficial” escrita por una elite al servicio de sus intereses
antipopulares y antinacionales.
Esta visión maniquea, su obsesión por el pasado y el
“frenesí de liturgias históricas”, están recrudeciendo. No asistimos a un
tropical reverdecer latinoamericano. Menos aún, a un fenómeno típicamente
argentino. Las expresiones locales de este interés por el pasado y las
conmemoraciones forman parte de una antigua y recurrente tendencia que se
manifiesta hoy en Europa.
Con estilos y argumentos diferentes, defendiendo sus
respectivos intereses e ideologías, conservadores, progresistas y populistas
participan de este culto a la memoria y del frenesí conmemorativo que lo
expresa. Durante gran parte del siglo XX, de la mano de regímenes totalitarios,
el riesgo no fue el exceso de memoria sino su supresión y destrucción.
Tales regímenes destruyeron la memoria para poder reescribir
la historia, cortando sus telas a medida de sus intereses. Si la historia del
Reich milenario “puede ser releída como una guerra contra la memoria”,
ocultando y controlando la información, como observó Primo Levi, también pueden
serlo las historias de la Unión Soviética y de China comunista.
En los años 90, Tony Judt y Andreas Huyssen advirtieron que,
por un lado, las sociedades postmodernas son, a la vez, más olvidadizas e
ignorantes del pasado y, por el otro, promueven esta “auténtica manía de
monumentos y museos, nostalgias culturales y novelas históricas”. Esta
saturación favorece que se mezclen marketing de la memoria con manipulación y
explotación política.
Lo que es más grave y paradójico: estos excesos están
vaciando la historia no solo de rigor, sino también de sentido. Este retro
progresismo se podría explicar “por una pérdida de fe en el progreso, una
reacción ante la aceleración del cambio tecnológico y la conciencia de la
desaparición de la generación que vivió el Holocausto”.
Borges criticó los excesos de la memoria. El hombre podría
producir “lo que necesita sin recurrir al pasado”, y anticipó: “con el tiempo
se va a llegar a eso, porque ya hay demasiados museos, hay como una carga de
memoria demasiado pesada”. Ahora hay demasiados museos, pero muchos de los
nuevos están huecos de memoria.
David Rieff retomó la crítica a la llamada “cultura de la
conmemoración” o “moda de la memoria”. Rieff comprobó sobre el terreno durante
la guerra en la ex Yugoslavia, las trágicas consecuencias que acarrean los
odios ancestrales avivados por “recuerdos” colectivos de mitos de un pasado
manipulado políticamente.
Aquella guerra no estalló por diferencias étnicas e
históricas: “fue encendida por ideólogos nacionalistas que transformaron el
narcisismo de la diferencia menor en la monstruosa fábula de que la gente del
otro lado eran asesinos, mientras ellos era víctimas inocentes”, señala Misha
Glenny. La limpieza étnica comenzó “limpiando” la historia de “enemigos”.
Paul Ricoeur, que aborda con mayor profundidad el problema
de la memoria y el olvido, y de la memoria y la historia, explica que entre el
recuerdo y el olvido está la “memoria justa”. Con esa expresión alude a la idea
de la justa distancia que tenemos que mantener respecto al pasado. “No hay que
estar muy apegado a él ni alejarse en exceso, sino encontrar la justa
distancia. La sabiduría de la que hablo consiste en esa proximidad que traen
consigo algunos distanciamientos”.
En América latina resulta doblemente paradójico que sectores
que se consideran progresistas, hagan profesión de fe antimoderna y de cerrazón
autárquica, abrazando las obsesiones del pasado en clave memorística y
entronizando el culto a un santoral sectario. Aunque recrudezcan hoy bajo otros
climas, no son nuevas esta “politización de la historia” ni esta “historización
de la política”, advierte Diana Quatrocchi.
Aunque protagonizado por especialistas, el debate sobre las
diferencias entre memoria personal, memoria colectiva e historia se proyecta
más allá de esos círculos: influye en la convivencia social y en las políticas
de Estado. La memoria selecciona, busca justificar y legitimar, suele ser
emotiva e imprecisa y, por eso mismo, genera pasiones y las exalta cuando se
intenta imponer desde el Estado una memoria sesgada y única.
Ese tipo de memoria, como recuerdo de un pasado vivido o
imaginado, “ha llevado a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la
reconciliación, y a la determinación de buscar revancha más que al compromiso
con la dura labor del perdón”, señala Rieff.
Por el contrario, la historia apunta al rigor y a la
crítica; busca y contrasta pruebas, procura conocer y explicar. La historia, a
diferencia de la memoria, “está obligada a dar cuenta de todo”. “La historia
reúne; la memoria divide”, señala Pierre Nora. Si esa memoria no es plural,
divide, excluye, simplifica lo complejo, alimenta enconos. “La política de la
memoria tiene que respetar una pluralidad de memorias”.
Santos Juliá advierte sobre los riesgos de confundir la
memoria con la historia, refundiendo ambas en la caldera de los nuevos estudios
culturales. Frente a esos intentos, sin negar otras formas de abordar el
pasado, reivindica la autonomía de la historia como campo propio, saber crítico
y conocimiento científico del pasado. No se trata de divorciar la memoria de la
historia: se trata de delimitar sus respectivas esferas para tender puentes
entre ambas.
Juliá, autor de “Historias de las dos Españas” (2004), quizás
sea quien aporte la mejor síntesis de este debate cuando advierte que, “en la
medida en que la memoria desplace a la historia, estamos sembrando el camino de
nuevos enfrentamientos”. Aquí no se está debatiendo solo sobre el pasado: a
través de él, lo que se está discutiendo es el futuro cercano.
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