Por Arturo Pérez-Reverte |
Lo conozco desde hace muchos años, siete u ocho por lo
menos, un día en el que pasé por su lado y lo vi de pie junto a sus habituales
cartones cerca de la Plaza Mayor de Madrid, interrogando a la gente que pasaba.
Me han quitado a mi perro, decía angustiado. Lo dejé aquí para ir ahí enfrente,
y ya no está. Alguien se lo ha llevado. Y lo tengo con vacunas y con todo en
regla. Su zozobra era auténtica, sincera, así que me detuve e hice lo que pude
por ayudarlo.
Preguntamos por la zona, hablé con unos guardias municipales.
Después tuve que irme, tras intentar tranquilizarlo. Ya verá como aparece, le
dije. Si lo hubieran atropellado, se sabría. Seguro que está por ahí cerca,
rondando a alguna perra, o viviendo un poco su vida. Y los guardias han
prometido ocuparse de eso. Me fui sin poder olvidar su gesto desesperado, ni sus
últimas palabras: «Es mi compañero, no podré dormir hasta que lo encuentre».
Volví a pasar por allí dos o tres días después, y el perro -un chucho negro,
grande y apacible- estaba allí con él, como si tal cosa. «Lo trajeron los
guindillas -dijo-. Se lo había llevado un hijo de puta».
Desde entonces, cada vez que paso por el lugar donde suele
estar sentado sobre sus cartones, a menudo leyendo algún diario arrugado o un
libro muy ajado y de páginas amarillentas mientras el perro apoya el hocico en
sus piernas, me detengo a charlar un rato con él. Luego suelo darle un billete
de cinco o diez euros, según los días. Para el pienso del chucho, digo,
procurando así no ofenderlo y que lo acepte con naturalidad. Y él se lo guarda
sin decir nada y me estrecha la mano. No sé si bebe, pero nunca lo he visto
hacerlo, ni trazas de eso. Es un hombre inteligente y educado, sobre los
cuarenta años largos, que tuvo una vida anterior muy distinta, de la que sin
embargo nunca habla. Tampoco le he preguntado jamás cuál es su nombre, ni él me
lo ha dicho. Lo llamo amigo y él me llama don Arturo. Conversamos sobre la
calle, el frío del invierno y el calor del verano, el libro que está leyendo o
los ciudadanos que hacen cola en el cajero automático que tiene cerca. A veces
sale el tema de la política y los políticos -«Son todos iguales, don Arturo;
gente que no tiene perros, y se les nota»-, y hace un par de años tuvo una
frase gloriosa. Fue cuando los indignados tenían tomada la Puerta del Sol y
aquello era una verbena, con todos los mendigos de Madrid sumados a la fiesta,
confraternizando entre litronas. Le pregunté cómo era que no iba también allí,
que estaba a dos pasos, y respondió muy serio: «Ahí no hay más que chusma, así
que vamos a no mezclar». Y otro día que anduve por allí con Darío Villanueva,
director de la Real Academia, me detuve como siempre a saludarlo; y al día
siguiente, cuando pasé de nuevo, me dijo, orgulloso «Ayer fue demasiado, don
Arturo. Dos académicos parados delante de mi perro y mis cartones».
En los últimos tiempos estuve una temporada sin verlo por
allí. Ni perro, ni nada. Desaparecido. Me extrañó, después de tantos años.
Pensé que había cambiado de sitio, o de ciudad. Y lo eché de menos, pues aquel
lugar de la calle no era el mismo sin él. Hasta que al fin, hace pocos días,
una tarde a última hora, yendo a cenar a la Taberna del Capitán Alatriste de mi
amigo Félix Colomo, lo vi de nuevo. El mendigo estaba de nuevo en el sitio de
siempre, leyendo sentado sobre cartones con las piernas cruzadas y el perro lamiéndole
una mano a lengüetazos. Me paré a saludarlo, gratamente sorprendido. Se puso en
pie y charlamos un rato. Había estado de viaje, dijo. Cosas de familia. No
quise indagar, por miedo a ser indiscreto; pero él, tras pensarlo un poco,
dijo: «Fui a ver a mi hija». Debió de verme cara de sorpresa, porque tras un
silencio añadió. «Hacía muchos años que no la veía, y ahora ha cumplido los
dieciocho». Lo dijo de una forma extraña, casi confidencial, con un eco de
ternura que nunca le había yo advertido en la voz. Y qué tal fue el encuentro,
pregunté. Se quedó callado otro instante. «Salió bien -dijo al fin-. Mejor de
lo que pensaba, porque la verdad es que fui con miedo. Me gasté lo poco que
tenía, pero valió la pena». Y entonces, tras una breve indecisión, sacó una
cartera mugrienta, y de ella una fotografía que puso en mis manos: una chica
jovencita con la cabeza apoyada en el hombro de un individuo al que apenas
reconocí: afeitado, limpio, con el pelo peinado hacia atrás, una camisa bien
planchada y en la boca una sonrisa que nunca le había visto antes. La del
hombre que fue, supuse; la del que por unos días había vuelto a ser junto a su
hija. «Es guapísima», comenté, devolviéndole la foto. Y él asintió sereno,
orgulloso, mientras volvía a guardarla en la cartera.
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