Por Jorge Fernández Díaz |
"Tuve dos maestros en mi vida política: uno fue Perón y
el otro fue Alfonsín -escribió alguna vez Antonio Cafiero-. Aprendí que un buen
político es el que tiene sueños y yo advertí inmediatamente que Alfonsín los
tenía. El que sueña solo sólo sueña. El que sueña con otros hace historia.
Alfonsín soñaba con otros." Da pena recordar que el peronismo tuvo alguna
vez cuadros tan democráticos, cultos y brillantes, sobre todo cuando uno los
contrapone con el autoritarismo histérico y la rancia mediocridad que, salvo
honrosas excepciones, cunde hoy en ese acuario.
"Patria o Davos" fue la consigna que llevaron
algunos "muchachos" al encuentro de Santa Teresita. "No me
abrumen con tanta inteligencia, compañeros", se habría reído Antonio. Esa
reunión de intendentes, sin embargo, tuvo la virtud de romper el estrés
postraumático del tormento cristinista, y producirle un revés muy sonoro:
"Haber perdido la provincia de Buenos Aires fue imperdonable", dijo
alguien, y los demás asintieron. A los pocos días, los gobernadores dieron un
paso más: "Fue la peor derrota electoral de la historia". Ese
diagnóstico, que es una obviedad para cualquier persona mínimamente informada,
era hasta ahora impronunciable para los atribulados dirigentes justicialistas.
Que oían la palabra "Cristina" y tenían el reflejo condicionado del
latigazo. Algunos de ellos, al salir de la Casa Rosada, admitían por lo bajo
esta semana que nunca los habían recibido tan rápido y tratado tan bien en doce
años de gobierno peronista. Paradojas de la metodología del maltrato y la
billetera.
La reina de El Calafate y sus simpáticos alfiles taladraron
por teléfono a intendentes y gobernadores para que el peronismo deshiciera sus
encuentros y profundizara su intransigencia. Creyeron que el acto reflejo
seguiría siendo efectivo, pero resulta que ya no tienen la caja para seducir
con billetes ni los servicios para amenazar con carpetazos. La rueda gira en el
vacío, y el sortilegio flaquea.
Una cierta confirmación del encapsulamiento en que viven los
talibanes redobló el espanto de los peronistas clásicos: ellos estaban
preocupados por los fondos y la coparticipación; el cristinismo les imponía una
estrafalaria agenda de repudio a la detención de Milagro Sala, los despidos de
militantes y ñoquis, la situación de Víctor Hugo y la intervención de la Afsca.
Un verdadero choque de culturas entre un partido pequeñoburgués con ínfulas
izquierdistas y un movimiento pragmático y realmente popular.
Los que gobiernan y no son piantavotos no pueden darse el
lujo del divague, ni de seguir el liderazgo enajenado de alguien que los
condujo a la ruina; tampoco de mostrarse destituyentes e insensatos con un
gobierno constitucional que acaba de asumir. No queda entonces más que retomar
el abandonado sentido común, y por eso el señor Pichetto, peronista
profesional, explicitó en público el plan canje. Que consiste en un acuerdo
político parlamentario institucional. A cambio de obras y fondos -dijo, de
manera inédita y antológica-, "nosotros le garantizaríamos al Gobierno la
aprobación de varios temas, que podrían incluir la designación de jueces de la
Corte, la modificación de la ley cerrojo, un permiso para endeudarse en el
exterior, la creación de una agencia federal de lucha contra el narcotráfico y
la aprobación del presupuesto 2017".
El mercado quedó abierto. Y el punteo es tan preciso que nos
recuerda cuánto está en juego para el frente Cambiemos: lisa y llanamente la
gobernabilidad. La guerra contra la droga, el arreglo con los holdouts, los
créditos externos y el plan de estabilización de Alfonso Prat-Gay, que recibe
críticas soterradas a izquierda y a derecha porque no puede hacer un shock y
porque el gradualismo es una senda sembrada de clavos. La ortodoxia hace
política económica creyendo que no hay restricciones políticas. Y los
kirchneristas creen que se puede hacer política económica desatendiendo las
matemáticas. Lo cierto es que no podrán verse los resultados del programa hasta
que el cepo se abra completamente, el juicio con los fondos buitre se cierre,
los dineros para la infraestructura arriben, y la inflación y el déficit
comiencen a bajar. Y los instrumentos para ejecutar toda esta compleja sinfonía
están guardados en el Congreso: sus avaros luthiers abren los estuches o los
cierran con llave según su conveniencia.
Lejos del profesionalismo de Pichetto, el señor Recalde
tiene amnesia peronista y arranques de camporismo tardío: es un títere de la ex
presidenta y pretende jugarse todo el miércoles en la Cámara de Diputados
aprovechando que los resultados del pacto con el Gobierno todavía son ambiguos
y que los legisladores del partido de Perón (tan guapos ellos contra Macri)
nunca han demostrado gran valentía frente al tiránico partido de Cristina. Es
así como los antiguos verdugos de la caja y sus antiguas víctimas, algunas de
las cuales se han dejado reducir a servidumbre en tiempos de la patrona,
podrían confluir en una terapia de pareja con pronóstico reservado.
Hay quienes dicen que la luna de miel de un gobierno dura
solo noventa días. El cálculo parece algo tacaño, pero si fuera cierto, Macri
no podría perder un minuto más. Los aumentos de las tarifas eléctricas, las
prepagas y los precios en general amenazan su buena estrella: ya se sabe que
hoy las encuestas han reemplazado a las convicciones, y que el oportunismo
puede ser un perro faldero o un tiburón blanco. Es verdad que poco podía
hacerse hasta que el peronismo se pusiera los pantalones largos y plantara a su
dama en el altar de los delirios. Ese proceso avanza con marchas y retrocesos,
y tiene motivaciones existenciales: "Pase lo que pase, nunca más al
sometimiento", se juramentaron algunos caciques justicialistas. Es
curioso, pero hoy muchos de ellos están más cerca de Macri que de Cristina, y
es evidente que con su radicalización ella los fuerza al divorcio. Pero también
que algunas torpezas del Gobierno logran de vez en cuando reunificarlos y
ponerlos en guardia. Cerca del despacho presidencial admiten que deben
recalibrar el sistema de toma de decisiones, que hoy produce más cortocircuitos
que la propia oposición. Pero advierten que esa modificación no puede llevar al
anquilosamiento.
El cristinismo asimilaba rectificación con debilidad. El
macrismo no teme a la corrección, pero asimila lentitud con parálisis. El abuso
del sistema del ensayo y error puede, sin embargo, crear la sensación de que
Macri gobierna sin consultar y de que cualquier decisión suya es provisoria y
revisable. Ningún dirigente llega a la presidencia de la Nación con oficio; la
mayoría de las veces un jefe de Estado necesita equivocarse durante muchos
meses hasta encontrar su camino. Pero este buzo táctico está obligado a
aprender a mucha velocidad, porque nada en aguas infestadas de explosivos y
encima quienes lo emboscaron con minas subacuáticas se regocijan con cada
detonación y lo acusan de mala praxis.
Un ejemplo de este peligroso juego de hipocresías es la
señora Magario, alcaldesa de La Matanza y corresponsable de una provincia
quebrada, anunciando por televisión el advenimiento de una crisis social. Nafta
al fuego, y que se queme todo, compañeros. La sociedad está mirando a unos y
otros: no pide guerra sino entendimientos. Porque, recuerden, el que sueña solo
sólo sueña. El que sueña con otros hace historia.
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